Señor, ¿qué quieres que haga?

El Concilio nos enseñó a ver la Iglesia como una comunidad de hermanos, como el Pueblo de Dios, redimido y guiado por Jesucristo, animado y enriquecido con el don del Espíritu Santo. De esta visión de la Iglesia, algunos quisieron deducir el fin del ministerio sacerdotal como ministerio ordenado.

Gracias a Dios, hoy nos damos cuenta de la equivocación tan grave y de tan malas consecuencias que era esta manera de pensar. La es la comunidad de los discípulos de Jesús. En esta comunidad de discípulos todos somos básicamente iguales, todos vivimos del perdón de Dios y de los dones de su gracia, todos recibimos el don del Espíritu que nos santifica y nos prepara para vivir eternamente con los ángeles y los santos en la morada del Padre celestial.

La Iglesia, pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, está presidida por Jesús, el Señor resucitado y glorioso. El es la Cabeza de este pueblo santo de Dios, Señor y Fuente de Vida. Es también Sacerdote y Pastor de la humanidad entera. Pastor porque nos guía y nos defiende, Sacerdote porque nos libera de nuestros pecados, nos reconcilia con Dios y nos conduce hasta la gloria de su Reino.

El Hijo de Dios se hizo hombre con todas las consecuencias y ha querido someterse a las leyes de la historia. Por eso eligió a unos hombres que mantuvieran encendida la luz de su palabra y de su testimonio en todos los lugares de la tierra a lo largo de los siglos. Jesús vive en la historia y desde dentro de ella sigue realizando su obra de salvación por medio de su Iglesia.

Los apóstoles en su tiempo, y luego los Obispos, con la ayuda de los Presbíteros y de los Diáconos, son llamados de entre los discípulos para recibir una misión singular, la de mantener viva y actuante en el mundo la memoria y la presencia permanente de Jesús. El sigue siendo el que habla, el que perdona, el que santifica, el que preside y dirige la vida de su pueblo. Todo ello lo hace visiblemente por medio de estos discípulos escogidos, consagrados y enviados que fueron los Apóstoles, y son ahora los Obispos, junto con los Presbíteros y Diáconos, todos unidos, en comunión con el Papa de Roma, anunciando al mismo Señor y continuando en el mundo, a ras de tierra, la presencia y la presidencia, la predicación y la misericordia de Jesucristo, Redentor y Salvador de todos los hombres.

Hoy es del dominio común, que todos los cristianos tienen que ser creyentes convencidos, practicantes y participantes, responsables y activos, orantes, profesantes y testimoniantes. Nos queda mucho hasta alcanzar este grado de madurez y dinamismo en nuestra Iglesia, pero es evidente que tenemos que caminar hacia este ideal. Y es evidente también que en una Iglesia así, activa, compacta, testimoniante, es imprescindible la figura del sacerdote, Obispo o presbítero, que en nombre de Jesús, presida la comunidad, convoque la asamblea, repita el gesto de Jesús ofreciéndose en la Cruz por la salvación del mundo, recuerde sus enseñanzas y conceda su perdón, guíe y sostenga a todos por el camino de la caridad y de la vida santa.

Entendidas las cosas así, vemos con claridad que nadie puede arrogarse este oficio por su cuenta, nadie puede sentirse con derecho a ser Obispo o sacerdote. Esta vocación es más bien una cuestión de disponibilidad, de ofrecimiento, de respuesta generosa y confiada a una llamada del Señor y de su Iglesia. El Señor llama por dentro, haciendo ver las limitaciones de las demás ocupaciones posibles, descubriendo la grandeza espiritual y la urgencia de este ministerio, levantando en nuestro corazón preguntas inquietantes que nos hacen buscar la consistencia de la vida en el seguimiento de Cristo y en el servicio eclesial a los hermanos.

Como cada año, en torno a la fiesta de San José celebraremos el Día del Seminario. El lema de este año apunta a lo más profundo y más humano de la vocación, de todas las vocaciones, Señor, ¿qué quieres que haga? Esta fue la oración de Pablo cuando Jesús salió a su encuentro en el camino de Damasco. La respuesta de Jesús fue la vocación de Pablo. “Yo te diré lo que tienes que hacer”. Este encuentro y esta llamada cambiaron la vida de Pablo e hicieron de él el gran apóstol de Jesús fuera de las fronteras del judaísmo.

Esta oración de Pablo es el centro de cualquier experiencia vocacional. ¿Qué quieres que haga? Esta es la manera correcta de situarse delante del Señor, no con planes personales previos, sino con una entera disponibilidad y una gran confianza. Un verdadero creyente, un buen amigo de Jesús no dispone de su vida sin contar con el Maestro. Las decisiones fundamentales de nuestra vida tienen que ser fruto de una oración semejante, de la respuesta interior del Señor, discernida y aceptada por la Iglesia.

No es ésta una experiencia que valga sólo para personas excepcionales. Todos estamos llamados a ser amigos verdaderos del Señor. Todos tenemos que arriesgarnos a ponernos a su alcance haciéndole la pregunta definitiva: Señor, ¿qué quieres que haga con mi vida? ¿qué quieres que sea yo el día de mañana? ¿qué quieres que haga por Ti con esta vida que Tú me has dado? Hay que tener el valor de llegar hasta aquí en el camino de la fe. La vocación sacerdotal es una cuestión de amor y de obediencia. Esta es la única forma de acertar en la vida. Esta es la puerta estrecha por la que tenemos acceso a los grandes espacios de una vida engrandecida por el Espíritu a la medida del Señor, para el servicio de su Iglesia y de su Reino.

La Iglesia de Navarra, la Iglesia Católica, la humanidad entera necesitan la presencia y el trabajo de estos hombres que se sientan atraídos y llamados por el Señor, dispuestos a ponerse en sus manos para servir a la Iglesia y a la sociedad entera siendo representaciones vivientes de la presencia de Jesús salvador en medio de nosotros.

Para que no se borre nunca en nuestra tierra la huella de tus pasos,

Para que no se apague tu voz verdadera y profunda,

Para que no nos falte nunca tu presencia redentora en los barrios y en los pueblos,

Para que no perdamos nunca tu memoria,

Danos, Señor, sacerdotes santos.

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