El viejo mensaje de la Cuaresma alcanza ahora una inesperada actualidad. Todos llevamos una vida muy agitada, con muchas entradas y salidas, con abundantes preocupaciones y trabajos. Consecuencia de esta situación es uno de los rasgos más característicos de la vida actual, lo que podríamos llamar la extroversión. Vivimos absorbidos, acaparados por las cosas de fuera, sin tiempo para pensar en nosotros mismos, para revisar nuestro comportamiento, para alimentar nuestras convicciones y poner en orden nuestros propios sentimientos.

En este contexto nos viene muy bien la llamada de la Cuaresma, una llamada a la interioridad, una invitación a buscar tiempos y lugares de serenidad y de reflexión, un tiempo para ocuparnos de la autenticidad y consistencia de nuestra vida. Cuidamos de muchas cosas, ¿cuándo cuidamos de nosotros mismos?

Hay muchas personas, muchos cristianos, que no valoran suficientemente la Cuaresma. La ven aburrida, triste, alejada de la vida real. Nos llama la atención la seriedad con la que los musulmanes viven su Ramadán. Y nos desinteresamos de nuestra Cuaresma. Nos dejamos llevar de la tendencia general a vivir una vida del todo mundana, sin referencias explícitas a Dios ni a las manifestaciones religiosas. Razón de más para que, desde dentro de la Iglesia, renovemos nuestra atención hacia lo que es y significa para nosotros la Cuaresma.

La idea central que debemos tener en cuenta es que la Cuaresma es un tiempo de preparación para la celebración de la Pascua, la resurrección de Jesús y nuestra propia resurrección. Por eso, al iniciar la Cuaresma, para vivirla de verdad, debemos levantar la mirada hasta percibir de alguna forma el esplendor de Cristo resucitado. Y con El la sociedad de los santos, la grandeza y la bondad de Dios como fuente y esperanza de nuestra vida.

Hay que detenerse un poco y dejar que nos invada esta convicción admirable: somos ciudadanos del cielo, todo lo que hacemos y dejamos de hacer en este mundo son peldaños para llegar a esta vida gloriosa de los santos con Cristo resucitado en comunión viviente con la Trinidad santa.

Desde este convencimiento surge espontáneamente la revisión de nuestra vida. Para este examen bastan dos preguntas. ¿Qué lugar ocupa el Dios viviente en mi vida? ¿Qué tiempo le dedico? ¿Qué importancia concedo a la voluntad y a la sabiduría de Dios en mis deseos, aspiraciones, proyectos y actividades?

La otra pregunta es ésta: ¿qué grado de amor verdadero pongo en mis relaciones y actividades sociales? Podemos ir pensándolo en círculos concéntricos, primero en la familia, en las amistades, en el trabajo, en las relaciones sociales. Qué dosis de bondad, de generosidad, de servicialidad, de afecto sincero y desinteresado pongo en mis relaciones con los demás. Todo esto puede resultarnos extraño, inútil, ajeno a nuestras ocupaciones e intereses. Precisamente por eso es más importante y más necesario que escuchemos esta llamada. En concreto, el mensaje de la Cuaresma la podemos resumir en estas tres palabras: oración, arrepentimiento, amor fraterno.

La primera oración del cristiano, la más importante, es la Misa dominical. Juntarse con los demás hermanos, hacerse presente, escuchar la palabra de Dios, unirnos a la oración universal de Jesucristo, recibirlo en el corazón, plantear la vida a partir de esta comunión con el Señor. Una vida cristiana sincera y vigorosa tiene que apoyarse en el pilar firme de la Eucaristía dominical, bien rezada y bien vivida.

Y luego está la oración personal de cada día. No cuesta nada dedicar unos minutos cada día a la oración, a la lectura reposada de una página del evangelio, a la relación personal con el señor del modo que nos resulte más fácil y más verdadero. Para los que puedan hacerlo, participar cada día en la Eucaristía es una manera eficaz de transformar espiritualmente la jornada entera.

Si nos acercamos espiritualmente al Señor veremos enseguida las deficiencias de nuestra conducta. Somos egoístas, comodones, envidiosos, lujuriosos, impositivos, codiciosos, mentirosos. Los discípulos tenemos que intentar vivir al estilo del Maestro. ¿Quién puede sentirse satisfecho? Todos podemos ser mejores, en la familia, en el trabajo, con los amigos. Corregirse, mejorar, es vivir, crecer, ampliar la calidad y la riqueza de nuestra vida personal. Cuando lo vemos así, el sacramento de la penitencia aparece como una gracia, un gran don, una oportunidad para renovarnos y alcanzar nuevas metas de calidad y felicidad. La Cuaresma es tiempo de una revisión serena de nuestra vida, tiempo de hacer una buena confesión de nuestros pecados, tiempo de mejorar la calidad espiritual de nuestra vida y de la sociedad entera.

Quien se acerca a Cristo resucitado, quien se siente visitado y amado por el Dios del amor y de la resurrección siente la necesidad de poner más amor en la vida, no un amor cualquiera, sino el amor generoso y fiel con el que Dios nos ama, ese amor bueno y verdadero con el que todos queremos ser amados, comprendidos, perdonados y acogidos. Este enriquecimiento del amor es necesario en el santuario de la familia, en las relaciones laborales, en la atención sincera a los necesitados que tengamos cerca de nosotros, enfermos, ancianos, niños sin familia, inmigrantes, personas sin rumbo y sin esperanza.

No nos resignemos a dejar las cosas como están. Si aprovechamos estas semanas de la Cuaresma para reajustar nuestra vida con más tiempo de oración, con más autenticidad interior, con más y mejores dosis de amor en nuestras relaciones con los demás, nos sentiremos más vivos, más auténticos, más felices. Con la felicidad de las Bienaventuranzas, la felicidad y la paz de Jesús. Y tendremos la satisfacción de estar construyendo un mundo más humano y verdadero, más tranquilo y más feliz. Esta es la forma de realzar la importancia del tiempo, de no dejar que la vida se nos escape por entre los dedos como un agua desperdiciada e irrecuperable. Todo es posible con la ayuda de Dios que nunca falta.

Mons. Fernando Sebastián Aguilar

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela.

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