En los años pasados los alumnos cuyos padres lo querían así podían tener dos horas de clase de religión a la semana. Ahora, el gobierno central las quiere reducir a una sola hora semanal. Parece que existe el deseo de que las clases de religión queden en el marco escolar como algo residual. Algo de muy poca importancia que se deja ahí por no quitarlo, casi como un residuo decorativo. Da pena comprobar que después de 30 años de democracia estemos todavía con esta discusión de “religión, sí – religión, no”, cuando es un asunto que cualquier país democrático y serio tendría que tener resuelto sin molestias ni malestar de nadie. Intentaré clarificar el asunto ordenando las ideas en unas cuantas proposiciones.

1ª.- Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Ellos tienen obligación y derecho de proporcionarles la mejor educación posible según sus propias convicciones y creencias. Este derecho de los padres está recogido claramente en nuestra Constitución. Forma parte del pacto de convivencia entre españoles.

2ª.- La intervención del Estado en la educación, sobre todo en los años de la educación básica, entra de manera subsidiaria, y debe ser concebida como servicio y ayuda a la familia, por lo cual tiene que responder escrupulosamente al deseo de los padres y a las características culturales y espirituales de la población. Aunque el Estado no sea confesional, muchos ciudadanos sí lo son. La no confesionalidad de un Estado democrático, consiste precisamente en respetar los deseos confesionales de los padres.

3ª.- Si en nuestra sociedad hay una clara diferenciación entre católicos y no católicos, lo justo es que la actuación de las instituciones públicas respeten esta variedad y el sistema educativo atienda por igual los deseos de un grupo y de otro, sin agravios, sin colisiones, sin presiones de ninguna clase. Ni los católicos pueden imponer sus ideas a los laicistas, ni éstos deberían querer imponer las suyas a los católicos. ¿No es hora ya de que podamos contar con una enseñanza pública que responda equitativamente a las características y a los deseos de la sociedad real en este campo tan sensible y tan importante de la educación? El sistema educativo tiene que estar al servicio de la sociedad tal como es y no al servicio de ningún partido, de ninguna ideología, ni de ningún proyecto de reeducación social hecho autoritariamente desde el poder.

 

En este marco democrático, los católicos reclamamos un sistema educativo que respete nuestro derecho a una educación para los hijos de las familias católicas que sea congruente con la visión católica de la vida que ellos quieren transmitirles. Colegio y familia tienen que colaborar en un proyecto educativo común, sin contradicciones ni disfunciones. El estudio riguroso y científico de los contenidos de la fe católica en las edades de la enseñanza básica es fundamental para que los niños y jóvenes católicos adquieran una visión del mundo unitaria, en la que las afirmaciones de la fe y las afirmaciones de las ciencias alcancen una relación armoniosa. Sin esta armonía interior no puede haber una buena educación. En el orden práctico pueden surgir dificultades para hacer compatibles los deseos de unos y otros. Busquemos entre todos soluciones equitativas y razonables. Pero no tratemos de imponer las propias ideas o de eliminar los justos deseos de los demás, como si fueran agresiones contra nuestras propias ideas. Los padres que no quieran para sus hijos una educación religiosa pueden estar tranquilos. Nosotros no se la vamos a imponer por la fuerza. Pero que nos dejen a los demás educar a los nuestros como a nosotros nos parece mejor. ¿A quién ofendemos con ello?

Los planteamientos que hacen algunos católicos de izquierdas, aparentemente muy puros y muy evangélicos, esconden un cierto anacronismo y una visión un poco confusa de las cosas. En un Estado democrático y no confesional las relaciones con los temas religiosos no se configuran primariamente como relaciones del Estado con la Iglesia, sino como la actuación de las instituciones políticas ante el derecho de los ciudadanos a practicar la religión según su propia conciencia. Nuestra Constitución enumera la libertad religiosa como uno de los derechos fundamentales de los ciudadanos cuyo ejercicio tiene que proteger y favorecer el Estado. La no confesionalidad no puede consistir en el desconocimiento de la dimensión religiosa de los ciudadanos por parte del Estado. Esa manera de entender las cosas lleva fácilmente a una cierta violencia espiritual y cultural. El Estado tiene que tener en cuenta de forma positiva las creencias religiosas de los ciudadanos y por eso mismo debe también mantener relaciones de colaboración con las asociaciones de naturaleza religiosa en las que los ciudadanos desarrollan y practican sus opciones religiosas. Por supuesto, tratando a todos de manera equitativa y proporcional, sin privilegios, por supuesto, pero también sin igualamientos artificiales y desproporcionados. Es la libertad de los ciudadanos y no los proyectos de los partidos o de los gobiernos quienes deciden qué importancia tiene en la vida social la religión en general y cada una de las diferentes religiones o confesiones.

Todo esto está muy bien explicado en los textos del Vaticano II cuando se estudian en conjunto: “El poder civil debe asumir con eficacia, mediante leyes justas y otros medios adecuados, la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos y crear condiciones favorables para fomentar la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos y cumplir las obligaciones de su religión y la sociedad misma goce de los bienes de la justicia y de la paz que brotan de la fidelidad de los hombres hacia Dios y hacia su santa voluntad” (Vaticano II, Decreto sobre libertad religiosa, n. 6).

Por otra parte, no es fácil de comprender el rechazo que algunos grupos manifiestan contra la religión católica. Aparte de que nosotros la vivamos mejor o peor, si examinan lo que queremos enseñar a nuestros jóvenes como doctrina cristiana y católica, verán que todo es positivo y muy beneficioso para la convivencia. Creer en Dios y cumplir sinceramente sus mandamientos ayuda a ser personas libres y responsables, bien dispuestas para luchar contra la injusticia y crear un mundo de relaciones fundadas en la verdad, la justicia y el amor verdadero y efectivo. ¿Acaso esto no es también educar para la convivencia? Es muy importante que todo esto se vea en sus implicaciones civiles, democráticas y políticas. No es un tema de sacristía, sino de ordenamiento democrático de la sociedad, una cuestión de toda política que quiera estar de verdad al servicio de las personas y de la sociedad real. Por eso está muy bien que los partidos nos digan a tiempo qué piensan hacer con las clases de religión, sin eufemismos ni ambigüedades. Para que los ciudadanos católicos sepamos a qué atenernos. Están en juego cosas muy importantes.

 

+ Fernando Sebastián Aguilar,

Arzopispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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