El caso de la asignatura de “Educación para la Ciudadanía” tiene que hacernos reflexionar a todos. Está visto que la democracia, por sí sola, no garantiza la justicia. Un gobierno de formas democráticas puede degenerar hacia actuaciones dictatoriales. Los gobiernos están para servir. En el caso de la educación, la misión y la competencia del Estado, es la de ayudar a los padres en la excelsa tarea de educar a sus hijos para que lleguen a ser personas cabales. Los padres son los que tienen, en primer lugar, la capacidad, el derecho y la obligación de educar a sus hijos. Y para ello gozan de la autoridad correspondiente, la autoridad de la paternidad y la maternidad, la autoridad de la responsabilidad y del amor. Los demás agentes educativos vienen después, la escuela, el Estado, las Iglesias, y otras muchas personas e instituciones que a lo largo de la vida nos ayudan a crecer en conocimiento y bondad.

En esta cuestión puede haber una visión desmesurada de las atribuciones y competencias del Estado, muy propia de la antropología socialista. Y es que la persona no es fruto de la sociedad ni está definida por ella. Antes que ciudadanos somos personas, y ser persona es algo bastante más amplio y profundo que ser miembro de una sociedad determinada y gozar en ella de unos derechos y unas obligaciones. Como personas estamos relacionados con la realidad en cuanto tal, con el mundo, con la humanidad, con Dios. La libertad personal desborda el área de la vida política. Por eso el gobierno no tiene autoridad ni competencia para ser educador moral de los ciudadanos. Los criterios morales de cada persona libre surgen de su inserción en la realidad, conocida, aceptada y querida como base de la propia existencia. Y para los cristianos, la realidad suprema es Dios, el Dios de Jesucristo, un Dios que es Padre, Amor y Misericordia, Bien universal, fuente y modelo de libertad. No pretendemos imponer a nadie esta fe, pero tampoco aceptamos que nadie nos imponga otras convicciones contrarias.

En el marco de estas ideas es donde hay que situar esta cuestión de la nueva asignatura, tal como nos la quiere imponer nuestro gobierno. Un examen detenido del asunto nos lleva a las siguientes conclusiones.

1. Asignatura superflua. Si miramos las cosas con una cierta tranquilidad, la verdad es que toda educación verdadera es de por sí educación para la ciudadanía, y más que para la ciudadanía. A lo largo de la vida nos vamos educando para la vida en general, para vivir correctamente en todos los ámbitos de nuestra vida personal, en la familia, en la convivencia, en el trabajo, y también en la comunidad política. Una asignatura de “Educación para la ciudadanía” podría estar justificada y ser aceptable si se limitara a su esfera y tratara de incorporar o por lo menos estar abierta a los principios superiores de las convicciones morales de los alumnos.

2. Asignatura laicista. El hecho de confiar la educación moral de los jóvenes a una asignatura fundada en el orden político y destinada a moldear las conciencias de los alumnos de acuerdo con las exigencias del orden político, resulta necesariamente empobrecedor y laicista. Esta manera de entender las cosas parte del supuesto de que las personas están enteramente encuadradas, definidas y configuradas por su inserción en una sociedad determinada. Y esto no es así. El ser personal de los ciudadanos es objetivamente anterior a su inserción en una determinada sociedad política y es mucho más amplio que las dimensiones políticas de la vida. Una verdadera educación tiene que tener en cuenta todas las dimensiones posibles del ser personal y no sólo la dimensión política. De hecho, el programa y los textos conocidos de nuestra asignatura, reducen la visión de la vida, los criterios y los objetivos educacionales a las dimensiones sociales, políticas y seculares de nuestra vida. La dimensión transcendente, las posibles opciones religiosas de los alumnos, quedan totalmente marginadas de este proyecto educativo. La asignatura está concebida como la exposición de un sistema moral laico que descansa sobre los derechos de la persona humana sin indagar de dónde vienen ni por qué resultan realmente vinculantes. Por cierto, que entre los derechos humanos no siempre se menciona el derecho a la vida. No se limita a ofrecer unos criterios para ser buen ciudadano, sino que pretende ofrecer un sistema moral completo, instruye sobre los sentimientos, las formas de familia, el modo de vivir la propia sexualidad según la propia y variable “orientación sexual”, con la consiguiente equiparación de heterosexualidad y homosexualidad. Lo decisivo es que no hay referencias trascendentes que permitan distinguir objetivamente lo bueno de lo malo. En esta visión de la vida, si el hombre no es más que ciudadano, resulta que la última referencia moral son las decisiones del gobierno. No es casual que nos digan que en este caso no cabe la objeción de conciencia.

3. Asignatura impositiva. La dimensión trascendente de la persona hace que la autoridad política no tenga competencia para educar moralmente a los ciudadanos. En la base de la vida moral están las opciones religiosas del sujeto y estas opciones religiosas son sagradas, intocables por la autoridad política, tanto si son afirmativas como negativas. Cada ciudadano, en cuanto persona, tiene derecho a definirse religiosamente como le parezca mejor según su propia conciencia. De esta decisión religiosa nacen unos criterios morales que provienen de la esencia misma de la experiencia religiosa. El Estado puede inculcar y proteger y hasta exigir todo aquello que sea necesario para la convivencia social y política, pero no puede abarcar la totalidad de la vida personal del ciudadano, ni marginar o suplantar sus convicciones morales de origen religioso. Pretender hacerlo sería atribuirse unas competencias que el Estado no tiene ni nadie le ha otorgado. Tal proyecto no respeta la libertad religiosa de los ciudadanos y resulta una pretensión absolutista, autoritaria, impositiva. En esta concepción de las cosas, el Estado se agiganta e invade el espacio de la familia y de la sociedad entera.

4. Asignatura mentalizadora y unificante. Esta asignatura, tal como está concebida por nuestro gobierno, transmite una visión global de la realidad, intenta presentar un sistema moral completo, restringe la influencia vital de la opción religiosa de los ciudadanos. Por eso si se impone como asignatura obligatoria, resulta inevitablemente un instrumento de mentalización y homologación de los ciudadanos. Resultado de este proyecto, sería una sociedad programada, adoctrinada y configurada a gusto de los grupos de poder, despojada de su libertad y de su creatividad cultural. La educación es, entre otras cosas, el proceso de transmisión del patrimonio cultural. En esta transmisión, como en la creatividad cultural, es la sociedad entera, comenzando por los padres y siguiendo por las instituciones docentes, las iglesias, los escritores, quienes tienen que tener el protagonismo. Al Estado le corresponde tutelar y favorecer esta labor, pero sin asumirla ni suplantar las competencias de las instancias inmediatas. Del monopolio cultural del Estado nacería una cultura interesada y empobrecida desde sus orígenes.

En resumen, esta asignatura de “Educación para la Ciudadanía”, tal como nos la propone nuestro gobierno, parece del todo incompatible no sólo con una visión cristiana de la vida, sino también con una mentalidad verdaderamente democrática y liberal.

Ante semejante conclusión, es justo preguntarse ¿qué podemos hacer? En el orden de la vida social y política podemos y debemos hacer muchas cosas, tratando de crear corrientes fuertes de opinión en contra de este proyecto, con serenidad, de buenas maneras, mostrando a todos, políticos y no políticos, los inconvenientes y los riesgos de tal empeño. Contra esta iniciativa podemos utilizar los recursos políticos que están a nuestro alcance, en los medios de comunicación, con movilizaciones de los padres y utilizando eficazmente la fuerza de los votos.

No es fácil dar una norma clara y tajante que resulte aplicable en todo lugar y en todo momento, pues la asignatura puede tener en la práctica perfiles muy diferentes. Lo esencial es que los padres estén presentes y sigan de cerca los textos y los contenidos que los profesores imparten a sus hijos en cada capítulo del programa. Los Centros son los primeros responsables y ante sus dirigentes hay que hacer la primera presión. Los Centros religiosos tienen que plantearse muy seriamente si de verdad pueden impartir esta asignatura sin deformar la mentalidad cristiana de sus alumnos. De hecho, algún libro de texto preparado por una Editorial católica no supera los inconvenientes que acabamos de señalar y, por tanto, no parece apto para impartir esta asignatura a los niños y jóvenes católicos. Como último recurso, queda siempre abierto el recurso a la objeción de conciencia. Nadie nos puede privar de este derecho, reconocido en la Constitución española y fundamentado en el carácter sagrado de la libertad de conciencia anterior y superior a cualquier ordenamiento jurídico. Podríamos evitar todas estas preocupaciones si el gobierno tuviera conciencia de sus limitaciones y fuera un poco más respetuoso con la libertad de las personas y el protagonismo de la sociedad en los asuntos culturales y espirituales.

 

+ Fernando Sebastián Aguilar,

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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