Estamos en tiempo de Pentecostés.

Es el tiempo real de nuestra vida. Jesús llegó con su humanidad santa al mundo de Dios. El, que es el nuevo Adán, está ya en el paraíso recobrado de la vida eterna. Y desde allí tira de nosotros para que aprendamos a vivir junto a Dios, en ese mundo nuevo que es nuestra vida verdadera y definitiva.

Por eso me ha parecido interesante traer aquí un texto, en el que he intentado ordenar y resumir lo que Jesús nos reveló sobre el Espíritu Santo y lo que este Don supremo hace en nuestra vida y en nuestra santificación.

Con el don del Espíritu Santo, Jesús hace crecer en nosotros el amor de Dios, la experiencia gustosa de la verdad y la bondad de Dios, el deseo de vivir con El y de sintonizar nuestra vida con la suya, con sentimientos de piedad, gratitud, misericordia, donación, gozo, plenitud.

El Espíritu es la vida de Dios, con su presencia en nosotros nos hace sentir y vivir como verdaderos hijos de Dios. El abrazo de Dios se extiende y nos acoge a nosotros dentro de su familia, es el gran don y el gran banquete de la vida.

Si leemos los últimos capítulos del evangelio de Juan, veremos que este don del Espíritu es el resultado de la obra redentora de Jesús. Con su muerte nos ha librado del poder del pecado, nos ha reconciliado con Dios, y por su resurrección ha recibido el poder de infundir en nuestros corazones el Espíritu de Dios como fuente de una vida nueva que es santa y eterna. El Hijo, haciéndose hombre con nosotros, nos hace hijos de Dios como El, para que vivamos con El en la casa gloriosa del Padre común.

Esta es nuestra verdad y nuestra vida, esta es la fuente verdadera de nuestra libertad. Libertad para vivir como hijos de Dios. Por eso no nos da miedo que nuestro gobierno revise la ley de libertad religiosa. Los cristianos somos ya libres, y nuestra libertad nos viene de Dios. Donde está el Espíritu de Dios allí hay libertad. Libertad para vivir, libertad para amar, libertad para sentir y para hacer el bien. Esto es lo principal. Luego ya habrá tiempo para la política, pero muy en segundo lugar.

Podemos decir que el descubrimiento del Espíritu Santo ha sido la asignatura pendiente de nuestra Teología occidental y de nuestra espiritualidad hasta el Concilio Vaticano II. A muchos de nosotros nos podrían haber dicho como a aquellos nuevos cristianos que San Pablo encontró en Efeso: “Si no conocéis el Espíritu Santo, ¿qué bautismo habéis recibido?” (Hch, cap. 19). En los últimos años la doctrina y la vida de la Iglesia occidental se ha enriquecido mucho gracias a los Estudios bíblicos, los contactos con los Católicos orientales y los encuentros ecuménicos con los Ortodoxos.

Un lectura rápida de los Evangelios muestra cómo la venida del Espíritu Santo sobre nosotros fue el objetivo central e inmediato de la predicación y de la obra de Jesús. Esta era la promesa de Dios, la gran promesa de Jesús. Algo tan importante en la vida de la Iglesia y de los cristianos, que se ha hablado del “Pentecostés permanente”, del “Pentecostés que no cesa”.

El Espíritu Santo es como el secreto, la intimidad de Dios. El revela al Padre y al Hijo, pero El mismo no se revela, mueve hacia ellos, pero El no se manifiesta. Es lo más íntimo, lo más recóndito de Dios. Por eso no nos resulta fácil hacernos una idea suficientemente aceptable del ser y de la acción propia del Espíritu Santo en nosotros. Y sin embargo no puede haber una vida cristiana vigorosa sin el conocimiento y la devoción al Espíritu Santo. Es la gran promesa, el gran don de Jesús a su Iglesia, a cada uno de nosotros. “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy os lo enviaré”. (Cf Jn 16, 7).

Quién es el Espíritu Santo. Qué dice Jesús. Qué dicen los primeros cristianos. Teología del Espíritu Santo.

Jesús es el revelador del Espíritu Santo. Hasta que El comienza a hablar de Dios, los hombres no sabíamos nada, o casi nada, de cómo era Dios. Jesús es el que puede hablar de Dios, porque viene de Dios. “El que es de la tierra, habla de cosas de la tierra; pero el que viene del Cielo, habla de lo que ha visto y oído” (Cf Jn 3, 31). Jesús, que viene de Dios, nos habla de que Dios es Padre, nos dice que El es el Hijo de Dios, uno con el Padre, y nos promete la venida del Espíritu Santo, en igualdad con el Padre y con El. Durante su vida, Jesús se siente llevado por el Espíritu y se nos anuncia como el difusor del Espíritu de Dios en el mundo (Cf Jn 7, 37).

Si leemos con atención los libros del Nuevo Testamento, veremos cómo toda la obra de la salvación tiene una estructura y una dinámica trinitaria. Jesús es el Hijo que vive unido al Padre, el Padre le envía y El, terminada y cumplida su vida en este mundo, vuelve al Padre para enviarnos el Espíritu Santo que nos renueva interiormente y nos hace participar con el Hijo de la vida santa y eterna de Dios. El Padre envía, el Verbo encarnado realiza, el Espíritu Santo consuma, lleva a término la obra de salvación.

Cuando Jesús vuelve al Padre, después de haber cumplido su obra de redención en el mundo, comienza el tiempo de la fe, el tiempo de la Iglesia que es el tiempo de la acción del Espíritu Santo. “Os voy a enviar la promesa de mi Padre” (Lc 24, 49). “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy, yo os lo enviaré” (Jn 16, 7). “Bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).

Esta intervención del Espíritu Santo de Dios en la obra de la redención está anunciada por Jesús desde el primer momento de su misión: “hay que nacer del agua y del Espíritu” (Jn 3, 5). En el tiempo de su vida en carne, es Jesús quien está continuamente guiado y movido por el Espíritu de Dios. Pero cuando se acerca la hora de su muerte, El nos anuncia la venida del Espíritu como fruto primordial de su muerte, de su resurrección y de su intercesión por nosotros ante el trono del Padre. El intercede para que el Padre nos envíe “otro Paráclito”, el “Espíritu de la verdad” que estará con nosotros para siempre (Jn 14, 16). Mientras Jesús vive, solo El es el portador del Espíritu. Cuando muera y sea glorificado junto a Dios, El, con su humanidad plenamente realizada y rebosante del Espíritu de Dios, será constituido causa de salvación y centro emisor y difusor del Espíritu Santo para todos los que crean en El y se arrepientan de sus pecados (Jn 7, 37-39).

El Espíritu de Dios, cuando viene a nosotros nos ilumina desde dentro para que comprendamos la verdad, para que caigamos en la cuenta de todo lo que Jesús ha querido manifestarnos, (Cf Jn 14, 6). Porque este Espíritu es el Espíritu de la Verdad, de la Verdad que es el Verbo de Dios, ese Verbo que se ha hecho hombre para vivir con nosotros. Jesús es el Hijo hecho hombre, del todo referido a Dios, abrazado al Padre por el amor del Espíritu Santo. Ese es el fondo de su identidad y de su vida, y desde esa intimidad con el Padre nos ama con el mismo amor del Espíritu Santo. Cuando vuelve al Padre con su humanidad consumada, nos traspasa su Espíritu para que seamos capaces de acercarnos a Dios con el amor y la alegría propia de los hijos. Hace falta tiempo para entrar en este mundo y rehacer la propia vida en esta intimidad con Dios. Jesús lo sabe “ahora no podéis comprender lo que yo os quiero decir, cuando tengáis el Espíritu de Dios en vuestros corazones, que yo os enviaré, El os hará comprender toda la verdad” (Cf Jn 16, 12-13). Desde junto al Padre, Jesús nos envía el Espíritu de la Verdad, y El nos ayuda a comprender el misterio de Cristo, y de los que somos de Cristo, porque El es la Verdad (Cf Jn 15, 26).

En estos discursos de despedida de Jesús, que Juan nos transmite, hay unas referencias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que no podemos comprender ni expresar sino mediante la profesión de fe en la santa Trinidad, un Dios trinitario, tripersonal, conviviente. Tres personas divinas que se acercan a nosotros por el misterio de la Encarnación del Hijo y por El nos asocian a su vida divina, gloriosa y eterna.

A partir de estos textos, los Padres de la Iglesia formulan poco a poco el dogma de la Trinidad. Dios es tripersonal, Padre (principio absoluto), Hijo (verbo, palabra, imagen) y Espíritu (amor, fusión y difusión). Estas son las formulaciones de los Concilios Niceno y Constantinopolitano, en el siglo IV.

Posteriormente, en Occidente, una Teología demasiado estática, demasiado esencialista reduce el dinamismo de la Trinidad a la vida interna de Dios, y nos hace pensar que en la proyección de Dios hacia sus criaturas todo sería unitario, sin verdadera intervención de las personas divinas en sus características personales. Esta crítica es verdadera, pero también es verdad que en los mejores teólogos (Sto. Tomás de Aquino, San Buenaventura) siempre se conservó de alguna manera la doctrina bíblica y las enseñanzas de los grandes Padres mediante la doctrina de las “misiones” de las divinas personas. No podía ser de otra manera, Dios, tal como Jesús nos lo ha manifestado es siempre Padre, Hijo y Espíritu, y en todo lo que hace están presentas inseparablemente las tres personas, cada una con su ser relacional propio en la conjunción de su gozosa unidad.

Usando nuestro lenguaje deficiente podemos decir que el Espíritu es el Amor divino en persona, la complacencia y afirmación de Sí, del Padre en el Hijo, principio, con el Padre y el Hijo, de toda acción exterior, creación, encarnación, redención, santificación. El Amor mueve y consuma a la vez toda presencia y toda intervención de Dios en el mundo y en nosotros. El Espíritu es el amor, la difusión del ser de Dios, la complacencia de Dios en sus criaturas atraídas, queridas, enriquecidas, abrazadas. El Espíritu son los brazos de Dios, el abrazo de Dios, el sentir amoroso de Dios, difundido, omniabarcante, transformador, unificador.

Jesús le llama el “Paracleto”, es decir, el llamado para estar a vuestro lado. En las Escrituras es presentado con diferentes simbolismos, es el viento que sopla sin que nadie sepa de donde viene, es el agua que brota del costado de Cristo (Jn 19,34), el agua vivificante que mana de Cristo resucitado, “ríos de agua manarán de su seno…” (Jn 7, 38), es la unción que suaviza, que santifica. Jesús es el Ungido (Lc 4, 14-16), nosotros somos también ungidos (IJn 2,20; IIC 1, 21), Jesús distribuye esta unción a los que creen en El y configuran su vida con la suya (Ef 4, 13). Otras veces viene representado por el fuego, como en Pentecostés (Hch 2, 34). Como el Amor es el ejecutor poderoso y misericordioso de la obras de Dios, Jesús lo nombra

como el dedo de Dios (Lc 11,20), y otras veces es la mano amable y sanadora de Dios (Mc 6, 5; 8, 23). Este gesto tradicional en Israel, que Jesús utiliza, imponiendo las manos para curar con el poder de dios, lo usaron los Apóstoles y ha quedado en la Iglesia como signo de la venida y de la acción del espíritu Santo Cf Hch 8, 17-19; 19 y passim,).

Una visión trinitaria de la obra de la salvación

Intentaré ahora presentar una panorámica general de lo que yo entiendo que es la intervención del Espíritu de Dios en la historia de la salvación, en la vida de la Iglesia y en nuestra propia vida.

1º Jesús es el hombre del Espíritu Santo. Este es el primer dato de la revelación del Nuevo Testamento. El Hijo de Dios, al hacerse hombre y vivir humanamente su personalidad de Hijo, saca al mundo el Espíritu de Dios, incorpora la humanidad, primero la suya y con ella la humanidad entera, a esa convivencia filial con el Padre en el amor y en el abrazo del Espíritu Santo. Todo, en el ser humano de Jesús está promovido y acompañado, ungido, por el Espíritu Santo de Dios.

La Encarnación del Verbo es obra del Espíritu Santo (Lc 1, 25), María, es venerada por la Iglesia como Esposa del Espíritu Santo. Jesús vive y actúa movido continuamente por el Espíritu de dios, que es tanto como decir que vive guiado por su amor y su obediencia filial al Padre. Todo en El es obra del Espíritu de Dios (Jn 3,34). Al principio de su vida pública, en el momento del bautismo, Juan el Bautista lo ve habitado y guiado por el Espíritu (Mt 3, 16). Es el Espíritu quien le conduce al desierto para prepararse antes de comenzar a anunciar públicamente la llegada del Reino de Dios (3, 16). En todo momento Jesús es el “Hijo amado” del Padre, el Hijo sobre el cual reposa y por medio del cual nos llega el abrazo eterno de Dios que es el Espíritu Santo.

De esta filiación mantenida en la unidad del Espíritu, procede el impulso y la autoridad mesiánica de Jesús. Desde el principio de su predicación, Jesús se presenta como el Siervo de Dios ungido, habitado, movido y asistido por el Espíritu Santo de Dios (Lc 4, 18). El gozo de esta unidad permanente con el Padre, fruto del Espíritu Santo, le sostiene y le conforta a pesar de todas las dificultades y sufrimientos (Lc 10, 21). De esta intimidad interior con su Padre brotan sus palabras y sus obras (Mt 12, 16; Jn 7, 16; 8, 27-29. 54-58; 112, 48-50; 14, 10-11. 24-25)

2º Pentecostés es el cumplimiento de la promesa de Jesús (Hch 2, 1-4), en realidad es el triunfo de Jesús. Los que querían eliminarlo dándole muerte, fueron vencidos por su fidelidad y por su obediencia. Jesús, muriendo triunfa sobre sus verdugos, sobre el gran enemigo de Dios que es el Demonio, con todos sus siervos, y consigue la victoria de dios que es la efusión del Espíritu Santo sobre la humanidad. A la sombra de Cristo muerto y resucitado, agrupados por María la Madre de Jesús y Madre de todos sus discípulos, nace la nueva humanidad, reconciliada con Dios, acogida por el Padre en su casa con el Hijo unigénito, habitada y santificada por el Espíritu de Dios. Esa es la gran noticia que los Apóstoles tienen que llevar al mundo, la gran noticia de la que vivimos los cristianos y que nosotros tenemos que seguir anunciando en todos los lugares y en todos los tonos por los siglos de los siglos. Este es el contenido central del discurso con el cual Pedro inaugura la predicación de la Iglesia misionera en el nombre de Cristo, “derramaré mi Espíritu sobre toda carne. Convertíos y recibiréis el don del Espíritu Santo, pues la promesa es para todos” (Hch 3, 17.29-30).

Desde aquel momento los cristianos son los “habitados por el Espíritu de Dios», los que sienten y viven como hijos de Dios guiados y movidos por su mismo Espíritu de verdad y de amor. Este Espíritu les hace vivir en la tierra unidos con el Dios del Cielo, anticipando ya la pureza y el gozo de los santos en el cielo. Esteban, primer mártir, vive su muerte lleno del Espíritu Santo y viendo a Jesús como apoyo y fuente de su vida junto al trono de Dios (Hch 7, 55). Este relato del martirio de San Esteban es una verdadera radiografía de la situación de los cristianos y de la Iglesia en el mundo.

Por todas partes y en todo momento, el Espíritu Santo acompaña la actuación de los Apóstoles, los guía, los ilumina y sostiene, refrenda sus palabras, desciende sobre aquellos que escuchan su palabra y se acogen con humildad a la fe de Cristo y al perdón de los pecados. La joven Iglesia vivía “llena de la consolación del Espíritu Santo” (Hch 9,31), es decir consolada y fortalecida sabiéndose unida a su Señor, acogida por el Padre en la gloria de la vida eterna, en el gozo del amor, de la unidad y de la generosidad. El crecimiento de la Iglesia es la continuidad de Pentecostés, la difusión del Espíritu Santo, amor y fuerza de Dios, que renueva y santifica la vida de quienes se acogen a su misericordia. El crecimiento de la Iglesia es también el Pentecostés que no cesa, el Pentecostés de los gentiles, el Pentecostés del mundo.” (Hch 10, 44; 11, 16; 19,6),

El Espíritu Santo es el motor secreto de la misión y de la expansión de la fe en el mundo. Con la imposición de las manos de Ananías, Pablo queda lleno del Espíritu Santo (Hech 9, 17). El es quien impulsa luego su misión, “separadme a Saulo y Bernabé” (13, 2). El acompaña a los Apóstoles en sus viajes y predicaciones (Hch 20,22), y El culmina la obra de la misión y de la conversión descendiendo a los corazones de los nuevos cristianos (Hch 15, 8, 19, 6). “Les imponían las manos para que recibieran el Espíritu Santo” (Hch, 8, 14.17). No basta hablar de Cristo como cabeza de la Iglesia para explicar la realidad y el dinamismo de la vida cristiana. Es preciso dar un paso más: la obra de Cristo consiste en comunicarnos su Espíritu, por medio de la Iglesia, para que vivamos con libertad y fortaleza, llenos de alegría, la vida de los hijos de Dios. El Espíritu es el que nos hace SER cristianos. Presencia e intervención permanente en la vida de la Iglesia, misión, predicación, conversión, actividades. Las iglesias vivían “llenas de la consolación del Espíritu Santo” (9, 31). Con razón al libro de los Hechos de los Apóstoles se le ha llamado “evangelio del Espíritu Santo”

3º La acción permanente del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y en la vida de los cristianos nos la explican los Apóstoles a medida que tienen que instruir a los nuevos cristianos y atender las necesidades de las nuevas comunidades que van naciendo por el mundo. Podemos tomar como guía a San Pablo. En su carta a los romanos trata de explicar cómo la reconciliación con Dios y la justificación de los hombres viene por la fe y no por las obras, gracias a la muerte y a la resurrección de Cristo. Creyendo en El nos asociamos a su vida santa y recibimos en nuestros corazones el Espíritu Santo de Dios que nos hace hijos suyos. Por eso podemos invocar a Dios como Jesús, llamándole “Abba», Padre nuestro y vivir en comunión de fe y de amor El. En el cap. 8 de su carta a los Romanos explica ampliamente la novedad de esta vida santificada por la preencia y la acción interior del Espíritu Santo. El Espíritu es el Amor de Dios manifestado y derramado por Cristo sobre nosotros ( 8, 39). Los justos, justificados por la fe en Cristo, se despegan de la vida de la carne, esto es, la vida de los que viven adorando los bienes de este mundo como si fueron definitivos, y nacen a la vida de comunión con Dios, a la esperanza de la vida eterna que es la vida verdadera. Gracias a esta transformación interior reciben el Espíritu, y son capaces de vivir según la ley del Espíritu que es el amor. Así nos libramos de las esclavitudes de este mundo, y podemos vivir con la libertad y la santidad de los hijos de Dios, vivimos unidos a Cristo, en el amor y por el amor, invocamos a Dios como Padre, crecemos en obras de caridad y de justicia.

En la primera carta a los Corintios repite y amplía estas enseñanzas. El Espíritu de Dios nos comunica la sabiduría y la justicia de Dios, acerca nuestras voluntades y concuerda nuestros sentimientos. El es el lazo de unidad de la Iglesia, una unidad que crece por dentro pero que tiene manifestaciones visibles y es más fuerte que todos los poderes y concupiscencias de este mundo (1C cc. 2,y 3). El Espíritu de Jesús hace crecer en nosotros la “mente de Jesús», su visión de las cosas, sus deseos, la novedad admirable de su vida santa y misericordiosa (v.16). De esta manera el Espíritu nos hace hijos y nos hace invocar al Padre como hijos con la oración de Jesús, Abba (Rom 8,15; Gal 4,6). Y el mismo Espíritu nos acerca a Jesús y nos hace reconocerle y aceptarle como Salvador. “Nadie puede decir Jesús es Señor, sino por inspiración del Espíritu Santo” (1Cor 12,3).

Esta filiación común, fundada en Cristo, sostenida por la fe común en El que es el Salvador de todos, nos hace hermanos, nos reúne, forma en el mundo una relación nueva de fraternidad, de acercamiento espiritual que hace de la humanidad una verdadera familia, algo nuevo, distinto de la pura unidad social o política que pueda existir entre los hombres. Esta unidad desborda todas las diferencias y todas las fronteras, construye un pueblo nuevo, universal, fraternal, convocado, reunido, donde todas las diferencias quedan superadas, enriquecido interiormente por el amor de Dios derramado en nuestros corazones. “Todos hemos vivido de un mismo Espíritu” (1Cor 12, 11).

En cap. 5, de la carta a los Gálatas, el Espíritu nos es presentado como principio de nuestra vida personal, fuente de libertad, en la verdad y en el amor, con los frutos admirables de la vida santa, que son amor, alegría, paz. Estos son los bienes con los que el Espíritu de Dios enriquece nuestra vida y nuestra convivencia. Este es el pueblo de Dios, la familia de Dios, la humanidad recreada por Jesús en la comunión de vida con el Padre Dios, por la inhabitación del Espíritu en nuestros corazones. Esta vida está enriquecida con unos frutos que anuncian la felicidad de la gloria eterna. Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad” (Gal 5, 22). Entre todos componen el verdadero “talante” del cristiano. Para tomar el pulso de nuestra vida cristiana debemos examinar si de verdad estos dones aparecen en nuestra vida, si somos generosos y fieles, si estamos alegres, si somos puros y sobrios, si de verdad la caridad de Dios domina nuestra vida y rige nuestro comportamiento.

La tradición de la Iglesia enumera los “dones” del Espíritu Santo, que son disposiciones permanentes que nos hacen dóciles para cumplir gustosamente las mociones del Espíritu Santo y la voluntad de Dios en todas las circunstancias de la vida. Sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Estos dones dan consistencia a nuestra vida interior y son como el fundamento, el encaje de nuestra vida virtuosa, firme y tranquila. Completan y llevan a la perfección las virtudes de quienes los reciben.

El Espíritu Santo y los católicos hoy: conocimiento, coherencia, unidad, misión

Estas consideraciones sobre el Espíritu Santo pueden transformar nuestra vida. Muchas veces nos preguntamos qué tenemos que hacer los católicos españoles en estos momentos para ser fieles a la llamada de Dios y de la Iglesia, para responder seriamente a las exigencias de los tiempos. Después de estas reflexiones sobre el Espíritu Santo en nuestra vida, algo podemos responder.

En primer lugar, conocer algo mejor lo que somos, lo que es Dios y lo que son sus dones para nosotros. Hace pocos días las agencias distribuían la noticia de que los católicos españoles somos los que menos leemos la Biblia. Leamos asiduamente por lo menos el Nuevo Testamento. Una manera de ser católico al día consiste en tomarse más en serio la propia formación. No se trata de ser doctor (que también es posible), sino de conocer de forma un poco madura la verdad de nuestra condición cristiana.

Y con el conocimiento, la coherencia. La fe en Jesucristo, nuestra relación personal con El, relación de adoración, de convivencia, de entrega, tiene que transformar nuestra vida, configurarla en su totalidad. El tiene que ser el marco y el molde de nuestra vida, entendimiento, afectos, proyectos de vida, relaciones, objetivos, aspiraciones, normas de comportamiento, todo en nosotros tiene que estar pasado por el filtro de la humanidad de Jesús, de sus enseñanzas, sus ejemplos, nuestra comunión espiritual con El en la oración y en los sacramentos. Eso es vivir cristianamente. Unas veces lo hacemos mejor y otras peor, pero ese ha de ser el ideal y el eje central y real de nuestra vida. Esta es la vida nueva que el Espíritu Santo crea y desarrolla en nosotros. No es cuestión de esfuerzo nuestro. Es cuestión de humildad, de disponibilidad, de obediencia, para recibir la visita de la Trinidad en nuestro corazón y vivir en su gracia.

Con la coherencia, la unidad. Un solo Señor, un solo bautismo, un solo Espíritu. Es decir, si todos vivimos de verdad unidos al Señor, si todos recibimos ese mismo Espíritu, tiene que surgir entre nosotros una unidad profunda de convicciones, de sentimientos, de criterios, que es la misteriosa y profunda unidad de la Iglesia. Esa unidad que se recrea en la Eucaristía y que se manifiesta en el amor y en la concordia. Una unidad que debilitamos más de una vez con nuestros personalismos, que oscurecemos a veces con nuestras omisiones, nuestros disentimientos, nuestras intemperancias.

Y a partir de esa unidad, arraigada en el único Señor y alimentada por su Espíritu, la misión, el anuncio de la fe, la profesión pública de nuestra fe, la militancia efectiva, en obras de caridad fraterna, de apostolado, de acción social o política a favor de la justicia, de la defensa de los derechos humanos, del servicio honesto y sincero al bien común. Los católicos españoles tenemos todavía los hábitos y las costumbres de los tiempos fáciles del proteccionismo, nos asusta tener que sostener con nuestro esfuerzo no sólo las necesidades materiales de la Iglesia, sino el peso y las exigencias de la presencia pública del evangelio. Y sin embargo Dios nos está llamando a ser la luz de la trascendencia en un mundo que se empeña en cerrarse cada vez más sobre sí mismo, levadura y sal de la tierra en una sociedad que se pudre de egoísmo y de hastío, alegría y esperanza en un mundo triste y dolorido que ha perdido las razones para la alegría.

Todo se puede resumir en unas cuantas convicciones básicas que nunca deberían faltar en nuestra mochila de peregrinos. Dios es amor, todo lo que soy, todo lo que existe, es un don de Dios. Si yo quiero, nunca me faltará el amor de mi Padre Dios. Jesús es el revelador del Amor de Dios, con su palabra, con su vida, con su muerte y resurrección. La humanidad glorificada de Jesús, inundada de Espíritu Santo, comunica el Espíritu Santo a los que se acercan a El por la fe y el amor, en la Iglesia, en los sacramentos. La Iglesia es la humanidad renovada por el Espíritu que viene a nosotros como abrazo del Dios que nos da su Amor y nos hace vivir en comunión espiritual con El. Con este corazón nuevo somos personas nuevas y podemos hacer familias nuevas, comunidades nuevas, un mundo nuevo a la medida del amor de Dios y de la nostalgia de nuestros corazones. En un mundo que se enreda y se complica cada vez más, que se hace más agrio y más indigente, como consecuencia de esta cultura del egoísmo relativista y nihilista en la que nos encerramos, tratemos de hacer, poco a poco, con la fuerza y la generosidad del Espíritu de Dios, un mundo diferente, en el que la sabiduría y la bondad de Dios, tal como se nos han aparecido en Jesucristo sean luz y modelo para todos. Digamos sí a la libertad y al progreso, pero no a la libertad de la rebeldía y del egoísmo, sino a la libertad del amor y del servicio. Sí al progreso, pero no al progreso de los derechos y el bienestar de los fuertes, sino al progreso en humanidad, en atención a los más débiles, en reconocimiento al Dios que pone a nuestro alcance un mundo cada vez más maravilloso y más rico en oportunidades para nuestro crecimiento y nuestra vida.

Con el Espíritu de Dios, que es Espíritu de verdad, de amor y de vida, hagamos un mundo a la medida de los dones de Dios que nos acerque a la vida eterna y verdadera. Que no quede en palabras. Cada uno debería buscar el modo de hacer que esto fuera verdad en su vida. Con fechas, con medios, con lugares y objetivos concretos.

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