La experiencia nos hace ver que los hombres nos pasamos la vida buscando con quien relacionarnos. Somos seres abiertos, que necesitamos vivir, convivir, con otros sujetos. Si miramos hacia adentro, veremos que el contenido de nuestra vida está tejido de referencias a otras personas, referencias buenas o malas, logradas o fallidas. Pero lo cierto es que nuestra vida es toda ella interpersonal, referencial, de comunicación y convivencia.

Estas relaciones personales provocan y condicionan el contenido de nuestra vida. Según sean las personas con quienes nos relacionamos y la calidad de nuestras relaciones con ellas, así son nuestros sentimientos, nuestras tendencias, el tono y el contenido de nuestras vivencias y de nuestra vida interior.

Por eso, para ser hombres cabales, resulta indispensable buscar a Dios. Si es que Dios existe, si está ahí, tenemos necesidad de saber cómo es y cómo podemos relacionarnos con El adecuadamente. Para todos es una cuestión abierta la existencia de Dios y la posibilidad de nuestras relaciones con El. Si está presente no podemos dejar de tener alguna relación con El, porque estas posibles relaciones son parte de nuestra vida y de nuestra realidad humana. Si no está o no nos es accesible, tenemos que saberlo, para poder vivir tranquilos y satisfechos con nosotros mismos. Nadie puede vivir a gusto en una casa sin saber quién está en ella y cómo tiene que haberse con ese posible inquilino invisible.

La maravilla de las cosas visibles y el milagro de nuestra propia vida son la primera huella que nos permite rastrear la presencia de Dios en nuestro mundo. La observación directa y la mirada penetrante de la ciencia nos hacen ver que detrás de lo que existe a nuestro alcance tiene que haber una oculta presencia creadora, Alguien preexistente que llama a la existencia todo cuanto existe. Es difícil reconocer la existencia de un Ser necesario, absoluto, todopoderoso y providente. Pero sería absurdo afirmar que la maravilla del mundo y de la vida haya surgido de la nada. De la nada no hubiera salido nunca nada. Si ahora existe el mundo que vemos, si existimos nosotros, Alguien ha tenido que existir primero para poner y sostener en la existencia esta frágil y sorprendente maravilla de nuestro mundo.

Hay que dar un segundo paso que es el inicio de la verdadera religión. Si somos creaturas, si venimos de la Sabiduría y del Amor de un Ser anterior a nosotros, ¿qué menos que reconocerlo como origen y darle las gracias por nuestra existencia? ¿qué menos que tener en cuenta la Mente y el Querer de quien nos ha dado la existencia para descubrir nuestra propia verdad y plenitud? La religión verdadera se sustenta en la verdad de nuestro ser, y es camino de plenitud y de vida, nunca de opresión o alienación. La fidelidad a la realidad, el ejercicio ordenado de la inteligencia, la lealtad con uno mismo, llevan al reconocimiento de la existencia de Dios, a la adoración del Ser Primero y Absoluto, con amor y gratitud, al deseo profundo de un encuentro más claro y cercano.

Quien vive estos sentimientos acoge con agradecimiento y gozo profundo el mensaje de Jesucristo. El se nos presenta como enviado de Dios, enviado de ese Dios barruntado y oculto, que ha querido hacerse patente y cercano, mostrarse como Padre lleno de amor y misericordia, un Padre que nos invita a vivir en su Casa como hijos queridos. Jesucristo inaugura en la historia humana un nuevo modo de ser hombre a partir del reconocimiento de esta cercanía y esta amorosa paternidad de Dios.

Vivimos la última era espiritual de la humanidad. Ya no necesitamos buscar a tientas cual es la verdad última de nuestro ser. Gracias al testimonio y a la enseñanza de Jesús, sabemos que somos creaturas de Dios, hechos a su imagen y semejanza, queridos y bendecidos como hijos, invitados a vivir en comunión de amor con El, ahora y por toda una eternidad, capaces de poseer y disfrutar desde ahora mismo la dignidad y el gozo de esta abundancia y perfección de vida que Dios ha querido comunicarnos. Esta es la substancia de nuestra fe. Esta es la enseñanza de la Iglesia. Este es el mensaje central de Jesucristo.

A partir de esta experiencia fundamental de la fe en Dios como Creador y Padre nuestro, los cristianos descubrimos el valor supremo de la persona, aun en las condiciones más débiles o necesitadas; la igualdad de todos los hombres; el verdadero valor de las cosas de este mundo; el valor supremo del amor y de la misericordia como norma suprema de nuestras relaciones y modos de actuación con los demás, en la familia, en la vida social, en el ejercicio de la profesión y en todas las dimensiones de la vida. Este es el verdadero punto de partida de la moral cristiana. No es el temor ni el menosprecio de la vida, sino la defensa de la verdadera dignidad de la creación de Dios, el respeto y el amor a todo lo que existe, de acuerdo con la sabiduría y la bondad de Dios, lo que mueve a la Iglesia y a los cristianos en su modo de vivir y de actuar.

Brindo estas reflexiones, en primer lugar, a los cristianos verdaderos y practicantes. Para que se sientan orgullosos de serlo, para que vivan la fe con gratitud y con gozo, para que no se dejen afectar por las críticas o por el menosprecio que la religión en general y la fe cristiana en particular reciben hoy en muchos ambientes normales de nuestra vida. Si en el trabajo, o en los ambientes de diversión, o en las conversaciones con los amigos, escucháis personas que hablan y sienten en contra de la fe cristiana y de la religión verdadera, presentadles serenamente las razones y los valores de nuestra fe, pero no os dejéis impresionar por sus críticas. No tienen razón. No son más sabios, ni más libres, ni más justos que nosotros por el hecho de no creer en Jesucristo. Rezad por ellos y tratad de vivir de forma que les abráis el camino hacia las verdaderas actitudes y el descubrimiento de lo que ahora no ven.

Y las ofrezco también, con humildad, respeto y afecto, a los que dudan, a los que no pueden creer, a quienes se jactan de no creer, para ayudarles a todos a recorrer los caminos que llevan a Dios, con los pasos de la inteligencia, de la humildad, del respeto a la realidad del mundo y a su propia existencia, del reconocimiento desinteresado del testimonio de Jesús, engrandecido por los ejemplos y las enseñanzas de los santos. Dios nos espera a todos en el centro del mundo, en el más allá de nuestros deseos y de nuestras más hondas nostalgias. En El y con El nos encontraremos todos y podremos por fin sentir el gozo de la universal fraternidad. ¿Cómo no trabajar ya desde ahora para que este gozo universal llegue cuanto antes? ¿Hay alguna otra labor más hermosa y necesaria que ésta?

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