DE LA MISIÓN DE SAN PABLO A LA MISIÓN DEL TERCER MILENIO. SEMANA ESPAÑOLA DE LA MISIONOLOGÍA. Burgos 07-07-2008

1. Introducción: un año paulino

«Queridos hermanos y hermanas, como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo; era perseguidor violento de los cristianos, cuando en el camino de Damasco cayó en tierra, y cegado por la luz divina, se paso sin vacilar al Crucificado y lo siguió sin volverse atrás. Vivió y trabajó por Cristo; por él sufrió y murió. ¡Qué actual es su ejemplo» .

Con estas palabras, el Papa Benedicto XVI anunciaba y justificaba el año paulino, que acabamos de comenzar hace unos días. Son parte de una homilía pronunciada en la Basílica de San Pablo Extramuros, en las primeras vísperas de la solemnidad de san Pedro y san Pablo, del año pasado. En esa ocasión, muy cerca de los restos del Apóstol de las Gentes, y acompañado también por representantes del Patriarcado ecuménico de Constantinopla, quiso convocar a la Iglesia para un año paulino. Un año para impregnarnos del espíritu apostólico y misionero de san Pablo.

San Pablo jugó un papel muy principal en la primera expansión del cristianismo. Por eso, merece un lugar en estas jornadas dedicadas a la misión de la Iglesia.

2. Cambios en la misión

2.1.- El mapamundi de la misión

En el último siglo, el mapamundi de las misiones cristianas ha experimentado un cambio radical. Los viejos esquemas de la misionología que, a principios del siglo XX dividían las naciones entre naciones cristianas y paganas, se han quedado muy viejos. Ya no se pueden colorear religiosamente las naciones, como se hacía, hace años, con cierta ingenuidad, en las clases de religión. ¿Qué color pondríamos hoy a Suiza, a Holanda o, sin ir más lejos, a España? ¿Son naciones evangelizadas? ¿Están iluminadas realmente por el color del Evangelio?

Al inicio del tercer milenio, estamos en una nueva época de misión. Es verdad que todavía es necesaria la misión tradicional en muchos países del llamado «tercer mundo»; porque todavía quedan zonas apenas evangelizadas en América o en África. Es verdad que hay que apoyar y atender a muchas necesidades de las llamadas «Iglesias jóvenes» que se han desarrollado con tanta fuerza en estos países. Es verdad que, al inicio del siglo XXI, se presenta, como nunca antes, el reto de las grandes naciones asiáticas, como la India, la China o el Japón, donde la presencia de la Iglesia, aunque arraigada ya, todavía es casi testimonial. Es verdad que sigue planteado el reto, con más de mil años a cuestas, de la evangelización del mundo musulmán, prácticamente impermeable a la misión cristiana.

Pero junto a estos retos, ha surgido en la historia reciente el gran reto de la misión de la Iglesia en los países de vieja tradición cristiana. Donde esta misma expresión «vieja tradición cristiana», además de un motivo de agradecimiento sincero, señala cuál es el problema: que el cristianismo se ha convertido, en parte, sólo en eso; en una vieja tradición, en un testimonio del pasado, en un recuerdo más o menos amado.

2.2.- La vieja tradición cristiana.-

A veces, ni siquiera amado. Algunos no se sienten cómodos con ese pasado y preferirían prescindir totalmente de sus raíces cristianas, como se ha visto en el debate de la malograda Constitución europea.

Para muchos otros, la expresión «vieja tradición cristiana» apunta sencillamente a algo que pertenece al mundo antiguo. Quizá era bonito en el pasado, pero ya ha perdido su sentido. Como otros elementos tradicionales de la cultura de Occidente: la vida rural, la producción artesanal, el comercio familiar, las familias patriarcales, los quehaceres del hogar, etc. Cosas por las que se puede sentir cierta nostalgia, pero que son formas de vida definitivamente superadas e incluso incompatibles con nuestra sociedad postindustrial. Una sociedad que ha alcanzado unos niveles de vida, de salud, de consumo y de educación incomparables con el pasado. Que se siente mucho más informada, intercomunicada, emancipada y plural. Y que, por eso mismo, mira hacia atrás con cierta conciencia de superioridad. Y entonces lo pasado le resulta todavía más pasado, más viejo, más superado.

La cultura nuestra conserva con simpatía los aspectos folclóricos de la tradición cristiana, pero, en muchos casos, se ha vuelto ácida con respecto a su mensaje. Conserva las catedrales, pero no aprecia lo que se dice en sus cátedras. Escucha con gusto la música sagrada, pero no asume su letra. Admira los objetos del culto cristiano, expuestos en los museos, pero no adora al Señor presente en la Eucaristía. Celebra alegremente las fiestas patronales, pero no desea aprender de la oración y el ejemplo de los santos. Le interesan las curiosidades y leyendas, pero no le mueven los testimonios de vida cristiana. Y la oferta de entretenimiento se ha llenado de novelas y películas sobre complots en el Vaticano y reconstrucciones fantásticas del cristianismo primitivo.

Muchos están dispuestos a conservar la cáscara del cristianismo, como algo que forma parte de su personalidad histórica, pero no parecen dispuestos a acoger su corazón. Quizá no perciben que todavía palpita, que está vivo; que contiene una fe, una celebración y una caridad, centradas en una persona viva, que es Jesucristo nuestro Señor, resucitado de una vez para siempre. No alcanzan a verlo así, o porque no damos testimonio suficiente los que nos consideramos cristianos o porque ese testimonio queda empañado por los prejuicios anticristianos que ha generado nuestra cultura. O quizá son las dos cosas a la vez.

La buena nueva del Evangelio ya no parece tal en nuestras latitudes. Para muchos, no suena a nueva, sino a vieja. Y, para algunos, tampoco es buena, sino mala. Se han formado una visión oscurecida y negativa del cristianismo, como si hubieran generado un anticuerpo, una sensibilidad, una intolerancia. Necesitan demostrarse a sí mismos y demostrar a los demás que, en realidad, no es camino, que no es verdad y que no es vida. A algunos no les basta con quedarse al margen del Evangelio, quieren hacerlo desaparecer de su presencia. Quizá es una manera de superar la incomodidad de no creer, de no participar en los sacramentos o de no vivir la moral cristiana.

2.3.- No quedarse en el análisis.-

No hemos hecho más que esbozar una situación conocida de todos. Y destacando un poco más los aspectos negativos. Habría que introducir también algunos contrastes positivos, de luz, junto a las sombras, para ser justos y reconocidos con los muchos dones que hemos recibido de Dios. Pero hacer justicia a este tema y analizar bien el estado y las causas de esta pérdida de color cristiano, de nuestra descristianización nos llevaría muy lejos. Habría que recorrer la entera historia reciente, con sus matices nacionales y locales. Y no bastaría juzgar sólo la evolución social, política y cultural de nuestra sociedad. También sería necesario referirse a los profundos cambios de la Iglesia en el periodo posconciliar, rico en esperanzas y en mejoras, pero también en perplejidades y desalientos. La ignorancia religiosa y la desafección cristiana de nuestros contemporáneos se deben también a nuestras lagunas y defectos.

En todo caso, el diagnóstico del pasado hay que dejarlo en manos de los historiadores. No es nuestra tarea. Incluso podría despistarnos de nuestra tarea. Para orientarnos en el presente, nos basta apreciar los rasgos generales que hemos descrito. Nos basta tomar conciencia de cuáles son los motivos por los que Juan Pablo II, inspirado por los deseos del Concilio Vaticano II, proclamó para este tercer milenio una nueva evangelización. Una nueva evangelización que, sin olvidar las otras dimensiones de la misión de la Iglesia que hemos recordado, nos advierte que hay una tarea nueva. La misión de reevangelizar, de anunciar el evangelio como si fuera otra vez nuevo en los países de «vieja tradición cristiana».

Si en lugar de llenarnos de ánimo para emprender las tareas de la nueva evangelización nos entretuviéramos en complejos y discutibles análisis, acabaríamos haciendo verdad lo que, entre bromas y veras, señala un sabio dicho: «Por el análisis a la parálisis».

Además, el análisis cristiano -ver, juzgar y actuar- no comienza mirando lo que hacemos los hombres, sino lo que hace Dios. El punto de partida de la evangelización no es el análisis pormenorizado de la situación actual de la cultura contemporánea, sino la fe en la resurrección de Cristo, que es siempre lo más actual. Más actual y novedoso que ninguna otra cosa que suceda en la historia. La descripción de la situación, las estadísticas de la crisis, pueden darnos alguna pista para orientar la evangelización y, sobre todo, para señalarnos su urgencia. Pero lo que realmente orienta nuestra evangelización es la fe en Jesucristo, en su presencia salvadora y en el valor perenne de aquel mandato que aparece al final del Evangelio de san Mateo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes», con esa consoladora conclusión: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19).

Si san Pablo se hubiera entretenido haciendo el diagnóstico de la situación cultural y espiritual de Corinto, probablemente nunca hubiera predicado allí. Las estadísticas de la práctica religiosa y los estándares de la vida moral de aquel puerto cosmopolita de la Antigüedad eran sin duda peores de lo que pueden serlo en nuestras áreas más descristianizadas. Y otro tanto cabría decir de Atenas, donde, como nos confiesa el propio san Lucas: «Todos los atenienses y los forasteros que allí residían en ninguna otra cosa pasaban el tiempo sino en decir y oír la última novedad» (Hch 17,21). Pero san Pablo obedeció al mandato del Señor: fue y «en medio del Areópago» anunció valientemente al «Dios que hizo el mundo» (17,24), rechazó los ídolos falsos, y proclamó la resurrección de Cristo.

Dijo a aquellos atenienses: «Dios pasando por alto los tiempos de la ignorancia -les dijo- anuncia ahora que todos y en todas partes deben convertirse» (Hch 17,30). Esta era su convicción. Quería llegar a «todos y en todas partes». Ya sabemos el resultado de aquella osadía: «unos se burlaron y otros dijeron. ‘sobre esto ya te oiremos otra vez'». Pero los Hechos de los Apóstoles nos dicen también que: «algunos hombres se adhirieron a él y creyeron» (Hch 17, 32). Hoy como ayer. El mismo Evangelio, las mismas dificultades, también los mismos logros, que son éxitos de la gracia de Dios, no nuestros.

2.4.- La oportunidad de un año paulino.-

Por eso nos viene bien contemplar el ejemplo de san Pablo. Precisamente lo que quiere promover este año paulino es un cambio de mentalidad. Como hemos leído en las palabras de Benedicto XVI: «como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo».

Necesitamos testigos y mártires de Jesucristo, que verdaderamente crean en él, en la fuerza de su presencia actual, más que en el valor de las estadísticas. Testigos convencidos de la actualidad de Cristo resucitado, del valor y del poder transformador del Evangelio, y de la bendición de Dios que supone para todos los hombres, especialmente para nuestros contemporáneos. Necesitamos testigos capaces de vencer la atonía interna y la acidez externa. Incluso si esto supone una desventaja social, un peligro de marginación o de burla.

Como hemos dicho, Juan Pablo II, inspirado en los deseos del Concilio Vaticano II, anunció una nueva evangelización para este tercer milenio que comienza. Después de un primer milenio de expansión misional del cristianismo y un segundo milenio de enraizamiento cultural, estamos ante un tercer milenio, que nos plantea este nuevo reto de evangelización y de misión: la evangelización de lo que ya fue evangelizado. Dar a conocer lo que ya fue conocido. Anunciar a nuestros contemporáneos la buena nueva como buena y como nueva.

El tercer milenio tiene que ser también, lo hemos dicho, el milenio de la consolidación de las nuevas Iglesias africanas o de las Iglesia jóvenes americanas. También esperamos que sea el siglo de la expansión cristiana en Asia. Debería ser el milenio del diálogo evangelizador del mundo musulmán. Pero, no lo olvidemos, tiene que ser el milenio de renovar las raíces de nuestra fe, allí donde ha sido aceptada, amada y ha desarrollado sus frutos.

3. Una vocación de apóstol de las gentes

 

3.1.- Las naciones.-

San Pablo es, por antonomasia, el apóstol de las «Gentes». Las «gentes» o las «naciones» es una de las nociones más interesantes y «transversales» de la Biblia. La recorre desde el principio hasta el fin, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

En parte, es un término que sirve para distinguir al pueblo elegido de todos los demás. Israel es el pueblo elegido por Dios entre las naciones. El pueblo que Dios ha hecho suyo. De esta manera son «gentiles» o «paganos» aquellos que no han tenido la suerte de recibir la revelación divina. Pertenecen a otras naciones, pero no a la que Dios ha elegido. Y esto podía dar lugar, y a veces daba, a un cierto orgullo más o menos racial. Pero no es ese el verdadero sentido de la distinción.

La vocación de Israel no es sólo la de distinguirse de los demás pueblos o etnias, y no contaminarse. Sino también y principalmente la de servir de referencia y camino de salvación para las demás naciones. Hay aquí un designio salvador de Dios que, como recuerda san Pablo, «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4).

Los primeros capítulos del Génesis destacan que todas las naciones y pueblos en que se dividen los hombres tienen su origen en el único Dios, que ha creado al primer hombre (cfr Gn 5 9 y 10). Y, en medio de las diatribas contra las naciones enemigas, los profetas de Israel señalan que esas naciones están destinadas a orientarse finalmente hacia la ciudad santa, Jerusalén, y a rendir culto al verdadero Dios (Is 60,4, Tb 13,14). Los evangelios sinópticos encuentran un inicio de cumplimiento de esta promesa en la adoración de los Magos.

Cuando Israel reflexiona sobre su misión espiritual en el mundo, recuerda las palabras con que dio comienzo la Alianza. El libro del Génesis empieza la historia de Abraham, contando su vocación y la Alianza con Dios. Y como parte de las promesas de Dios se añade: «Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gn 12,3). Aunque en la interpretación literal del pasaje, caben varias opciones, la tradición de Israel entenderá que todos los linajes, todas las etnias, las naciones o los pueblos no sólo se alegrarán por la bendición que recibe Abrahán sino que también participarán en ella. A través de Israel llegará la bendición de Dios a todas las naciones.

El texto tiene profundos ecos en todo el Antiguo Testamento (Gn 18,18; 22,18; 26,4; 28,14; Jr 4,2; Si 44,21), y configura la misión histórica de Israel. Después, se prolonga hasta llegar al Nuevo. El anciano Simeón ve su cumplimiento al tener en los brazos a Jesucristo niño, con apenas cuarenta días: «Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 30.32). Aquel niño era y es, la gloria del Israel elegido por Dios y la luz de las gentes, de todos los pueblos, convocados a adorar al verdadero Dios, según las promesas de Dios.

3.2.- El Apóstol de los gentiles.-

Sobre este rico trasfondo, que recorre la entera historia de la salvación, se entiende mejor la vocación y misión de san Pablo, como «Apóstol de las Gentes». La evangelización de los gentiles o no judíos estaba ya prevista en el mismo mandamiento de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19).

Y está anticipada simbólicamente en la conversión del centurión Cornelio (cfr. Hch 10), que ocupa un lugar tan significativo en los Hechos de los Apóstoles que se cuenta por triplicado. Para que a nadie quede duda de que se trata de un querer divino. Pedro declara: «verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le tema y practica la justicia le es grato» (Hch 10, 34). Y los demás discípulos se asombran «al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles» (Hch 10, 45). Todos supieron así que «también los gentiles habían aceptado la palabra de Dios». Y «se tranquilizaron y glorificaron a Dios diciendo: así pues también a los gentiles les ha dado Dios la conversión que lleva a la vida» (Hch 11,18).

Estaba claro: el Evangelio es una bendición para todas las gentes, para todas las etnias, para todas las naciones, para todas las culturas y para todas las especificaciones en que puede dividirse la especie humana. Nadie queda excluido en la voluntad divina que «quiere que todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4). Esa es la voluntad de Dios. Pero Dios quiere necesitar quien lleve su mensaje salvador a los oídos de los hombres. «Todo el que invoque el Nombre del Señor se salvará» -dice san Pablo-: «Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿Cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura, ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el Bien!» (Rm 10, 13-17; Is 52,7).

Dios ha querido depender de testigos fieles que lleven su mensaje. Y a San Pablo le tocó abrir de par en par las puertas de la primitiva Iglesia a los gentiles, a muchos tipos de gentiles de muchas naciones. «El que actuó en Pedro para hacer de él un apóstol de los circuncisos, actuó también en mí para hacerme apóstol de los gentiles» (Ga 2, 8). A san Pablo le tocó llevar a la práctica las promesas universales de salvación. San Pablo encarna, por antonomasia, la dimensión universal a la que estaba llamada la Iglesia desde el principio. «Desde el primer momento -dice Benedicto XVI- había comprendido que esta realidad no estaba destinada sólo a los judíos, a un grupo determinado de hombres, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos, porque Dios es el Dios de todos»

El Señor preparó ese instrumento para darle a la Iglesia un impulso universal, católico, que no conocía fronteras geográficas, políticas o culturales. A su inmenso espíritu le tocó sacar el cristianismo de los medios judíos y de la diáspora judía, para dirigirse realmente a «todas las gentes». Lo que hubiera podido, quizá, quedarse en un símbolo, se convirtió con su asombroso apostolado, en una verdad palpable.

4. El «Ad gentes» de hoy

Todavía vivimos hoy de ese impulso. Y viene bien un año paulino para recordarlo. Ninguna barrera étnica, geográfica, política o cultural puede detener el anuncio del Evangelio. El Evangelio es para todos los pueblos, para todas las etnias, para todas las gentes, para todos los hombres. Convoca a todos los hombres, por encima de cualesquiera diferencias.

«Ad gentes» son también las primeras palabras latinas con las que se conoce el Decreto sobre la Actividad Misionera de la Iglesia, del Concilio Vaticano II. Y su primer número lo deja bien claro: «Enviada por Dios a las gentes para ser ‘sacramento universal de salvación’, la Iglesia, por exigencia radical de su catolicidad, obediente al mandato de su Fundador, se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres» (n. 1).

Este punto encuadra la misión, por una parte, en el mandato de Cristo, que ya hemos mencionado: «Id y haced discípulos a todas las gentes». Y, por otra, en el ser mismo de la Iglesia, que es católica. Es decir, universal, abierta a todos los pueblos, a todas las gentes, a todas las etnias, a todas las culturas.

A pesar de los nuevos nacionalismos, hoy apenas vige la división étnica que parecía obvia a los escritores de la Antigüedad. Aunque ya entonces había ciudades tan cosmopolitas como la Atenas en la que predicó san Pablo, la humanidad aparecía dividida claramente en naciones. Hoy el envío ad gentes, apunta a toda la diversidad de la condición humana, que también se muestra en nuestras sociedades que tienen por orgullo definirse pluralistas, aunque en realidad son bastante homogéneas desde el punto de vista cultural.

Precisamente por eso, nada es más lejano a la mentalidad de la evangelización cristiana que el concebir el cristianismo como algo que acepte quedarse encerrado en pequeños ámbitos de culto. Si es verdad que hay que encerrarse en la propia intimidad para tratar con Dios que «ve en lo secreto» (Mt 6,6). También es verdad que hay predicar «desde los tejados» (Mt 10,27). Y que Pentecostés ha dado a la Iglesia su estatuto público y la ha puesto, como «bandera entre las naciones» ante la realidad de su misión universal. No puede quedarse encerrada ni tampoco puede conformarse con que haya espacios humanos cerrados a la salvación de Cristo.

Dirigiéndose a los recién convertidos en Pentecostés, Pedro les dijo: «Que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues la Promesa es para vosotros y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2,39). Esa es la promesa de que el Señor convoca a todas las gentes, a todos los pueblos.

Desde Pentecostés, la Iglesia no puede callar ni restringir su mensaje. Como explicaron Pedro y Juan al Sanedrín, cuando querían dejarles libres a cambio de su silencio. «Les llamaron y les mandaron que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de Jesús. Mas Pedro y Juan les respondieron: ‘juzgar si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,18-20).

«No podemos dejar de hablar- a todos los hombres, tendríamos que subrayar- de lo que hemos visto y oído». La Iglesia nació con esa misión universal. No podemos empequeñecer el espíritu del Evangelio y conformarnos con reductos culturales. No podemos aceptar una existencia marginal, en una sociedad progresivamente descristianizada. Pero esto, no por nuestra personal valía, como si se tratara de demostrar que nosotros personalmente tenemos la razón, sino por el sentido mismo del Evangelio. No buscamos el triunfo personal, sino la difusión de la luz de Cristo. Y esta difusión no puede lograrse sin estar enamorados de esa luz y sin estar dispuestos a algún sacrificio personal. Así sucedió desde el principio. En la misma escena que acabamos de mencionar se cuenta que Pedro y Juan «marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre. Y además ni un solo día cesaban de enseñar en el Templo y por las casas y de anunciar la Buena Nueva de que Jesús es el Cristo» (Hch 5,41-42). ¡»Ni un solo día cesaban de enseñar»!.

4.1.- Ir y predicar.-

Nos tiene que urgir, lo mismo que a los primeros cristianos y a san Pablo, el mandato del Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19). Y nos tenemos que apoyar en las palabras que siguen a este mandato y que cierran el Evangelio de San Mateo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La presencia viva del resucitado es el contenido fundamental de la predicación, pero también su garantía.

El mandato de Cristo, que se dirige a todos sus discípulos, habla de «ir». Es preciso ir. ¿Ir a quién? «ad gentes», a las naciones, a los pueblos. Hoy no se dividen los hombres ya por etnias, pero siguen conformando culturas. Hay que ir a los que no son , a los que no saben, a los que no conocen al verdadero Dios. Dondequiera que estén. Por eso la misión de la Iglesia tiene tantos frentes. Por eso, no han perdido actualidad, las misiones lejanas, las misiones tradicionales del tercer mundo. Por eso tenemos retos pendientes en Asia; por eso tenemos retos pendientes en el universo musulmán. Pero, por eso también, tenemos una misión a nuestro alrededor. en los países, volvemos a la expresión, de «vieja tradición cristiana».

Necesitamos despertar en todos los cristianos esta conciencia misionera, porque es propia de toda la Iglesia, y no sólo de instituciones o de grupos especializados. Generaciones y generaciones de cristianos acostumbrados a vivir en un régimen de cristiandad o de naciones cristianas, han podido perder el impulso apostólico que caracterizó a las primeras generaciones. Tenemos que retornar a estas raíces para recuperar el impulso apostólico, el primer eco de las palabras del Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (…) Yo estoy con vosotros».

 

5. Aprender de san Pablo

En la misión de San Pablo hay algunos rasgos muy acusados que, todavía hoy, nos enseñan cuáles son las bases de la verdadera evangelización cristiana. Los vamos a recorrer brevemente, y aprovecharemos algunas reflexiones de nuestro Papa Benedicto XVI que, hace dos años, en el 2006, después de haber descrito en las Audiencias de los miércoles, la personalidad de los Doce Apóstoles, dedicó varias Audiencia a glosar los rasgos principales del espíritu de San Pablo.

5.1.- Centrarse en Cristo.-

La vocación de san Pablo se inicia con un encuentro con Cristo. San Pablo recibió entonces ese testimonio personal y duradero del «Yo estoy con vosotros». «Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles» (Ga 1,15-16).

Ese primer encuentro se convirtió en la referencia permanente de toda su misión. Comenta Benedicto XVI: «Su conversión no fue resultado de pensamientos o reflexiones, sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible.(…) Desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo del Jesucristo y de su Evangelio (…). De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice especialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabra. A su luz, cualquier otra valor se recupera y a la vez se purifica de posibles escorias» . Y en otro momento añade: «Es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona y, por tanto, también en nuestra propia vida» .

A veces, por cuestiones de palabras, hablamos del cristianismo como si fuera un «ismo» más, como otras corrientes filosóficas o religiosas. Pero el cristianismo no es un «ismo». No es una teoría. Como glosó tan bellamente Romano Guardini en aquel hermoso libro que se llama La esencia del cristianismo. El cristianismo no es ni una teoría, ni un conjunto de ritos ni una moral. Su esencia es la persona de Cristo, que está con nosotros, resucitado: «Yo estoy con vosotros».

San Pablo lo comprendió y lo vivió de manera radical. Escribe así a los de Corinto, cuando está entre cadenas en Roma: «Yo hermanos cuando fui con vosotros, a predicaros el testimonio de Cristo, no fui con sublimes discursos de sabiduría humana, puesto que no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros que a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2, 1-2). Y un poco más adelante, para dejar bien claro cuál es el fundamento de la predicación cristiana, añade: «¡Mire cada cuál como construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1 Co 3,11).

Su predicación se basaba en el testimonio vivo del resucitado que le había convertido en discípulo, no predicaba sus teorías, no se predicaba a sí mismo: «No nos predicamos a nosotros mismos-Dice a los Corintios-, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,7)

San Pablo es consciente de lo que significa esa presencia, que llega a ser interior a cada cristiano. Explica a los Gálatas: «Todos los que os habéis bautizado en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendientes de Abrahán, herederos según la promesa» (Ga 3, 27-29).

Él experimentó en su propia vida y dejó como parte principal de su doctrina lo que significa «vivir en Cristo» (Rm 8, 1.2.39; 12,5; 16,3.7.10; 1 Cor 1,2.3, etc.). Comenta el Papa Benedicto XVI: «Nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y segura que pueda imaginarse. De ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el Apóstol: ‘Todo lo puedo en Aquel que me conforta’ (Flp 4,13)»

Este vivir en Cristo por el Espíritu Santo nos conduce también al misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Misterio de comunión en Cristo por el Espíritu Santo. El cristianismo no existe como una corriente cultural o filosófica. Existe encarnado en una Iglesia, Cuerpo de Cristo, animada por el Espíritu Santo. No hay evangelización auténtica sin este espíritu de comunión.

5.2.- Atreverse a evangelizar.-

Merece la pena destacar también un segundo rasgo muy acusado en la personalidad de san Pablo. San Pablo sentía la urgencia de la predicación. San Lucas nos cuenta elocuentemente que, mientras andaba por Atenas contemplando los monumentos y los templos religiosos, su espíritu se consumía interiormente «al ver la ciudad llena de ídolos» (Hch 17,16).

Así se lo confiesa también a los Corintios: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria: es más bien un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el evangelio! (…). Siendo libre me he hecho esclavo de todos para ganar a los que mas pueda. Con los judíos me he hecho judío para ganar a los judíos (…). Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio para ser partícipe del mismo» (1 Co 9, 16-23).

El impulso de san Pablo no nace del fanatismo sino de un arraigado amor a Dios y a los demás. De una fuerte conciencia de la necesidad de evangelizar y del beneficio tan grande que supone el evangelio de Cristo para los hombres. Por eso se hace «todo para todos». «La caridad (…) no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo soporta» (1 Co 13,4-7). Y en otro momento dice: «Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. si nos difaman, respondemos con bondad» (1 Co 4,12-13). Y también: «Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades y las angustia sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10-11)

Era consciente de a quién servía y de cómo tenía que servirle: «Bien sabéis vosotros, hermanos -dice a los Tesalonicenses en un emocionante texto que vale la pena citar por extenso- que nuestra ida a vosotros no fue estéril, sino que después de haber padecido sufrimientos e injurias (…) tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios, entre frecuentes luchas. (…) No buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie. Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros como una madre cuida con cariño de sus hijos. Tanto os queríamos que estábamos dispuestos a daros no solo el Evangelio de Dios, sino nuestras propias vidas. (…). Recordáis hermanos, nuestros trabajos y fatigas (…). Como un padre a sus hijos así también a cada uno de vosotros os exhortábamos y animábamos, exigiéndoos vivieseis de una manera digna de Dios que os ha llamado a su Reino y gloria» (1 Ts 2,1-11).

Es conmovedor pensar que ese espíritu no se apagaba en ninguna circunstancia. Ni siquiera en la cárcel: «Vivó allí dos años enteros a su costa, recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el Reino de Dios y enseñando la vida del Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos» (Hch 26,30-31). Sabemos que de esa primera acción apostólica de san Pablo, se convirtieron algunos de sus carceleros. Y que muy pronto hubo cristianos entre los pretorianos, la guardia imperial que se ocupaba de la custodia personal del emperador y también de sus prisioneros. Muy pronto hubo cristianos en todos los estamentos de la casa imperial, desde los criados y soldados hasta representantes de la nobleza patricia.

Qué duda cabe que el Señor se preparó en san Pablo un buen instrumento para hacer algo que, todavía hoy, nos parece asombroso. Pero él apoyaba su debilidad personal -se sentía barro- en la fuerza de Dios. «No tengas miedo -le dijo el Señor en el comienzo de su misión en Corinto- sigue hablando y no te calles; porque yo estoy contigo y nadie te atacará para hacerte mal, porque tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad» (1 Co 18,9-10)

Todavía hoy emociona la relación de penalidades que tuvo que sufrir para ser fiel a su misión: «¿Son Ministros de Cristo -¡digo una locura!- Yo más que ellos. Más en trabajos; más en cárceles; muchísimo más en azotes; en peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos los cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en alta mar. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en la ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria; la preocupación por todas las iglesias» (2 Co 11,23-29).

Frente a esta relación tan sincera, !qué mezquina puede parecer la relación de dificultades que sentimos en nuestra evangelización! La parálisis a que nos conduce el análisis de nuestras dificultades. En la misma homilía de la basílica de san Pablo donde anunciaba el año paulino, comentaba Benedicto XVI: «La acción de la Iglesia sólo es creible y eficaz en la medida en que quienes forman parte de ella están dispuestos a pagar personalmente su fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende» .

Hay una curiosa relación entre la presencia prometida de Cristo -«yo estoy con vosotros»- y la eficacia de la cruz. No se puede predicar y transmitir el Evangelio sin estar dispuestos a dar algo de uno mismo. El triunfo de Cristo fue en la Cruz. Y el triunfo de la caridad es también en la cruz. «En cuanto a mí Dios me libre de gloriarme, si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo esta crucificado para mí y yo para el mundo» (Ga 6,14).

Con razón puede parecer una empresa desproporcionada para las débiles fuerzas humanas. Ciertamente nos supera. Nos podemos sentir con mucha más razón que san Pablo «vasos de barro» (2 Co 4,7). Pero tenemos que atrevernos a pedir la ayuda de la gracia para vivir como san Pablo, de forma que demos un testimonio más auténtico de la verdad.

Conclusión.-

En la conclusión de su Carta apostólica Novo millennio ineunte, Juan Pablo II escribía; «el mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello, podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza ‘que no defrauda’ (Rm 5,5)» (n. 58). Y añadía: «Tenemos que imitar la intrepidez del apóstol Pablo; ‘lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto, en Cristo Jesús’ (Flp 13,14)» (n. 59).

También Benedicto XVI nos invita a seguir este ejemplo: «Así, pues, afrontemos nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, sostenidos por estos grandes sentimientos que san Pablo nos ofrece. Si los vivimos, podremos comprender cuánta verdad encierra lo que el mismo Apóstol escribe: ‘Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquél día, es decir, hasta el día definitivo (2 Tm 1,12) de nuestro encuentro con Cristo juez, Salvador del mundo y de nosotros»

 

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