Creo que los cristianos tenemos una gran responsabilidad y es la de hablar sencillamente del marco de nuestra fe que es el Credo. Hay quien piensa que la fe ha cambiado como los tiempos y las circunstancia. La esencia de la fe es la misma siempre porque no parte de una ideología sino de una vida que viene salvada y garantizada por Jesucristo, el Hijo de Dios. La fe goza con la presencia de Cristo que ha prometido vivir en medio de nosotros y siempre. Vana sería nuestra fe si no creyéramos que Cristo ha padecido, ha muerto y ha resucitado. La garantía de la fe es la Resurrección de Cristo. La mayor gloria que se siente en los santos es su convicción tan profunda en esta Verdad y tanto es así que muchos han entregado la vida antes que desertar o apostatar de las enseñanzas de Cristo custodiadas y garantizadas por su Iglesia.

        La fe es patrimonio de la Iglesia puesto que Jesucristo le encomienda su custodia. Y el Credo que recitamos de modo especial los domingos, como signo de la adhesión filial y fiel a las enseñanzas que hemos recibido, hace posible que vivamos unidos en la misma fe. No es una propiedad personal en la que cada uno se sustenta de su propio sentimiento o de su propio raciocinio. Creer es afirmar generosamente la fe de la Iglesia. Quien se salga de esta dinámica se pone al margen del Credo y está fuera de la comunión con la Iglesia. Es mejor el menos perfecto en comunión que el más perfecto fuera de ella. Ciertamente que muchos no hubieran firmado su acto de repudio a la Iglesia si hubieran dado estos pasos de humilde adhesión al Credo que ilumina el caminar de la fe de la Iglesia.

        La fe se sustenta en la Palabra de Dios. Es una comunidad que custodia una Palabra que ha escuchado. No la ha imaginado, ni es producto de una genial creatividad colectiva. Un Palabra que sobrepasa las capacidades humanas de conocimiento, pero que no se opone a la razón humana sino que es conforme a ella. Simplemente es más grande. Ha recibido una Palabra que contiene la respuesta adecuada a las más hondas aspiraciones de cada persona, de cada pueblo, de cada sociedad, y de la humanidad en su conjunto.

         La Iglesia vive de una Palabra, el Verbo eterno de Dios, por el que todo ha sido hecho. Una Palabra creadora, que nos precede y nos sostiene, y por eso puede ser el fundamento de nuestra vida. Nosotros sabemos y tenemos experiencia de que contando solamente con nuestras fuerzas no nos podemos mantener por siempre, ni tampoco dar una respuesta convincente a las grandes aspiraciones de la inteligencia y el corazón. Sólo en ese Verbo por el que hemos sido hechos, en esa Palabra que es un presupuesto que nos viene dado, es posible encontrar el apoyo que nos permite alzarnos sobre los límites de nuestro ser.

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