Es muy común observar que en las conversaciones y más cuando se quiere manifestar el propio modo de pensar, se suele caer en ciertas claves ideológicas muy comunes y que nunca dan serenidad al corazón. La fuerza interior está desvanecida y los hilos conductores de la conversación se convierten en una manifestación superficial que nada tiene que ver con las formulaciones íntimas del corazón. Ante tal voracidad, dada por el superficialismo, el corazón se entristece y la vida se enrarece. Solo un justo acople llevado por el amor puede restañar la confusión del corazón. No cabe duda que la vida es «belleza innata» pero conviene poner los medios para que ella brille por sí misma. La enfermedad que más acosa hoy y más se hace presente entre nosotros es la depresión de tal forma que se ha convertido en una amenaza permanente. Y no sólo son las prisas y la vida atormentada por la insaciable actividad sino por la falta de serenidad interior que reside en el corazón. Cuando el corazón está confuso, la mente está difusa y sin consistencia.

Pero ¿cuál debe ser la medicina que cure tal confusión? No hay recetas mágicas y tampoco rápidas. Cuidar la vida interior requiere ante todo buscar en lo más profundo del alma la nobleza que reside en ella. Todo nace aquí, como dice el evangelio, tanto lo bueno como lo malo. Exige sinceridad y sencillez. Jesucristo se ha revelado a los sencillos de corazón no a los centrados en sí mismos con egoísmo y autosuficiencia. Vivir así comporta mucha humildad cosa que no se quiere aceptar. La sociedad necesita revitalizar este modo de comportamiento y una educación propicia para llegar a formar las fibras más íntimas que residen en el corazón.

No puede darse una auténtica realización de la persona si no se fomenta la formación de la vida interior. Un niño, un joven y un adulto se dignificarán en la medida que el esfuerzo fundamental y el sacrificio de los propios gustos se pospongan en aras de unos ideales nobles y altos. La intimidad de la interioridad no es una experiencia que sólo se refiere a la espiritualidad o a las claves esenciales de la psicología, tiene tanta importancia que sin una auténtica formación ocurriría como el río que tiene un hermoso cauce pero le falta agua. La estructura de la persona no puede estar ausente de la vida interior pues si la base de una casa son los cimientos, la base del ser humano es lo más oculto que existe en él que es la intimidad del corazón. Y a esta intimidad se la debe cuidar con alimentos que produzcan muchos frutos.

Desde la misma experiencia de la Iglesia siempre se ha aconsejado que se cuide con gran esmero la vida interior y se ha proporcionado lo mejor que está en su seno como son la Palabra de Dios, los Sacramentos y las Enseñanzas de la Iglesia. Son signos liberadores que ayudan a vivir con alegría y gracia los distintos momentos de la vida: las dificultades y los gozos. Aclaran e iluminan las razones que el corazón posee. No hay mejor dedicación que la Iglesia pueda ofrecer a la humanidad que esta permanente propuesta. De la confusión del corazón nacen las desavenencias, las rupturas, las divisiones, las insatisfacciones, los malos modos, las angustias, las depresiones y todo lo que poco a poco mina la experiencia humana. Por ello mucho se ha de trabajar para educar y formar esta vida interior pues de lo contrario la misma dignidad de la persona se deterioraría a pasos de gigante.

 

+Mons. Francisco Pérez González

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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