HOMILÍA CON MOTIVO DE LA FIESTA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO 28-01-2010

La liturgia de hoy nos presenta, en primer lugar, a David que en respuesta a la promesa hecha por medio de Natán, formula una oración que bien podemos hacer nuestra los sacerdotes, especialmente en este año sacerdotal: “¿Quién soy yo… para que me hayas traído hasta aquí?” (…) “Tú has consolidado a tu pueblo, Israel, como pueblo tuyo para siempre” (2 S 7,18.24). Nosotros, en efecto, cada uno, hemos sido traídos hasta aquí por voluntad de Dios, por ese designio divino, eterno, que llamamos vocación. Y nos ha elegido como instrumentos para consolidar al pueblo de Dios, la Iglesia, que es el nuevo Israel. En esta fiesta grande de Santo Tomás comenzamos agradeciendo al Señor que se haya fijado en nosotros, en los alumnos del CSET y del ISCR., que os sabéis llamados a sostener a la Iglesia con vuestro testimonio y con vuestra palabra, y a los profesores que gastáis gustosamente vuestro tiempo en la formación humana, intelectual y teológica de los que tenéis encomendados. Sin duda la oración de David es modélica para todo tiempo, porque tiene esencia sacerdotal: es humilde (“¿quién soy yo?”), es confiada (“Tú has consolidado a tu pueblo”), está impregnada de audacia filial (“tu siervo se ha atrevido a dirigirte esta plegaria”) y es perseverante (“que tu siervo esté siempre en tu presencia”).

1.- Pero hoy quería detenerme más en el texto del Evangelio que hemos proclamado; son unas palabras mil veces repetidas, predicadas, explicadas, contempladas. En ellas Jesús manifiesta dos elementos claves para nuestra vida: la potestad y la misión.

a.- La exousia es cualidad propia del Padre y transmitida a Jesucristo para llevar a cabo su misión salvadora universal (“Se me ha dado todo poder…”). Jesús la ha transmitido a sus apóstoles y en ellos a sus sucesores los obispos. Es lo que denominamos técnicamente el triple munus (de ensañar, regir y santificar), que tiene como finalidad confirmar la fe de los hermanos. Vosotros, queridos profesores y alumnos, sois estrechos colaboradores míos en la potestas docendi, que tiene como objetivo proclamar la fe y consolidarla en todos los miembros de nuestra comunidad diocesana. ¡Como me gustaría que todo mi ministerio episcopal se resumiera en el mayor de los gozos de confesar Dominus Iesus, “Jesús es el Señor”! La potestad de enseñar comporta la obediencia de la fe, para que la Verdad que es Cristo siga resplandeciendo en su grandeza y resonando para todos los hombres en su integridad y pureza, para que haya un solo rebaño, bajo un solo pastor: ut omnes unum sint!, que elegí como lema de mi escudo episcopal.

Hoy nuestra sociedad no ha superado del todo aquel credo quia absurdum est de Tertuliano, y todavía muchos asumen la idea de que la fe es un obstáculo para la libertad y para la investigación científica. Por eso se tiende a sustituir la verdad por el consenso, frágil y fácilmente manipulable y prefiere el relativismo a la firmeza de la verdad. Ante esta mentalidad se hace urgente presentar la fe en todo su esplendor, convencidos de que, lejos de impedir el progreso, arroja luz sobre los problemas actuales: nuestra fe reconoce la dignidad de la persona, el valor de la vida humana, la centralidad de la familia, la primacía de la razón sobre las presiones ambientales, la libertad como ofrenda de servicio y amor…Vosotros y yo tenemos delante el hermoso reto de presentar a Jesús, como  la Verdad única, como el camino recto, como la vida verdadera.

b.- En segundo lugar, Jesús les encarga la misión evangelizadora: “id, haced discípulos, enseñad” (Mt 28,19). Los que os dedicáis a enseñar o a aprender la teología no debéis perder de vista que somos instrumentos para el anuncio del evangelio, es decir, la finalidad de vuestro estudio es la evangelización en nuestro mundo. Es urgente hoy superar la brecha entre fe y cultura y estar convencidos de que la Revelación cristiana es una fuerza transformadora del pensamiento humano. Al iluminar los modos de pensar  reorientaremos también los criterios de juicio y las normas de conducta. Juan Pablo II en la constitución Sapientia christiana, promulgada hace ahora treinta años recordaba que “el Evangelio, en cuanto destinado a los pueblos de cualquier edad y región, no está vinculado con ninguna cultura particular, sino que es capaz de penetrar todas las culturas de tal forma que las ilumina con la luz de la divina Revelación, purifica las costumbres de los hombres y las restaura en Cristo” (Sapientia christiana, 1979, proemio). Santo Tomás fue capaz de impregnar de sentido cristiano la filosofía aristotélica y, en general, la cultura de su tiempo. A nosotros nos corresponde ahora hacer lo mismo con la cultura y costumbres de los nuestros. Misión difícil, pero apasionante.

2.- Estos años que dedicáis, queridos alumnos, al estudio superior de la ciencia eclesiástica se puede comparar a la experiencia de los Apóstoles que en su convivencia con Jesús le preguntaban con frecuencia “edissere nobis parabolam”, explícanos la parábola o la enseñanza que había explicado en público. Y Jesús en conversación íntima les enseñaba y los iba formando. No se puede separar el estudio de las ciencias sagradas de la oración, de la unión con Dios, de la contemplación y del amor a la Iglesia. En este año Sacerdotal hemos de vivir con mayor intensidad la unión con Cristo. La reiterada palabra de Jesús en la última Cena: Manete in dilectione mea” (Jn 15,9), se dirige a nosotros. En este anhelo de unión con Cristo y con la Revelación, abierta por él en el mundo divino y humano, está la primera actitud característica del ministro, hecho representante de Cristo e invitado, mediante el carisma hermoso del Orden sagrado, a personificarlo existencialmente en sí mismo. Esto es algo importantísimo para nosotros, es indispensable. Y no creáis que esta absorción de nuestra consciente espiritualidad en el coloquio íntimo con Cristo detenga o frene el dinamismo de nuestro ministerio o de nuestro trabajo intelectual, es decir, retrase la expansión de nuestro apostolado externo, o quizá sirva también para evadir la molesta y pesada fatiga de nuestra entrega al servicio de los demás, la misión que se nos ha confiado; no, ella es el estímulo de la acción ministerial, la fuente de energía apostólica y hace eficiente la misteriosa relación entre el amor a Cristo y la entrega pastoral. Porque como escribió San Bernardo de Claraval, el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios «con la oración que con la discusión».

Termino con una mención de María, la primera creyente, la primera evangelizadora. Ella es invocada con razón Sedes sapientiae, porque nos muestra a Jesús, que es la Sabiduría, y porque nos trae la sabiduría que nos conduce a Jesús.

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