La Iglesia es católica y la razón fundamental es que Cristo nos trajo la Salvación que está en favor de todo el género humano. Es universal y sin excepción de razas, culturas y regiones. A todos y para todos ha venido Jesucristo para llenarnos de su gracia y de su amor generoso y misericordioso. A partir de la Ascensión del Señor, se rompieron las fronteras de Israel para ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio a todas las gentes. En orden histórico los apóstoles serían los testigos de Jesús en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los rincones más lejanos de la tierra (Cfr. Act 1,8).

La palabra «católico» no se encuentra en el Nuevo Testamento. Será San Ignacio de Antioquía quien, en el año 110, aplique por vez primera este calificativo a la Iglesia: «Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica» (Cfr. Carta a los de Esmirna, 8,2). En sus orígenes significaba «la que expresa todo», «la plenitud de la fe», pero con el tiempo ha pasado también a denominar su extensión por todo el mundo. Como consecuencia, al reconocerse la Iglesia como católica, dice de sí misma que predica la fe recta y completa, en su integridad, a todo ser humano, cualquiera que sea su raza, nación o clase social; vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica.

[pullquote1]La bondad y la belleza que están contenidas en la Iglesia son reflejo vivo del amor y hermosura de su Fundador: Jesucristo[/pullquote1] La catolicidad de la Iglesia se realiza por tres razones. La primera es porque ha recibido del Señor la misión para anunciar la Buena Noticia a todo el género humano (Mc 16, 15; Mat 28, 19-20). Esta tarea la realiza enriqueciendo las culturas tan diversas, llevándolas a su plena humanización, al mismo tiempo que la Iglesia se enriquece con los valores de todos. La segunda razón es que se enraíza en un pueblo, localidad o ambiente, donde hace presente la plenitud de la Iglesia de Cristo que es al mismo tiempo universal, extendida por todo el mundo. Y la tercera razón es la abundancia de grupos que conforman la vida cristiana de un modo distinto y diferente, ya sea como sacerdotes, religiosos, laicos, célibes, casados.

La catolicidad de la Iglesia es un don de Dios, pero al mismo tiempo es una labor permanente, no exenta de tensiones y dificultades, debido a la diversidad de culturas, costumbres, formas de vida y vocaciones. De ahí que se requiere mucha humildad y grandes manifestaciones y muestras de obediencia. Para que haya esta armonía se han de conjugar la oración, la caridad, la disponibilidad y la generosidad. Ninguno por si mismo puede proclamarse autosuficiente por muy perfecto que él sea puesto que es mejor el menos perfecto en comunión que el más perfecto fuera de la comunión.

El Concilio Vaticano II nos recuerda que “todos los hombres están invitados a este nuevo Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así cumpla el designio de Dios, que en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos… Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo como Cabeza, en la unidad del Espíritu” (Lumen Gentium, 13).

Y en este contexto hemos de tener presente la realidad de la Iglesia particular que es la Diócesis, que es una comunidad de fieles cristianos en comunión en la fe y en los sacramentos con su obispo ordenado en la sucesión apostólica, como nos describe el Concilio Vaticano II cuando habla en el decreto sobre los obispos (nº 11). Estas Iglesias particulares están “formadas a imagen de la Iglesia Universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única” (Cfr. Lumen Gentium, 23).

Me siento muy identificado con esta Madre Iglesia. Por los lugares tan diferentes y diversos que he podido conocer en mis viajes misioneros, puedo afirmar que me he sentido muy orgulloso de poder gozar y vivir esta realidad de la catolicidad. La bondad y la belleza que están contenidas en la Iglesia son reflejo vivo del amor y hermosura de su Fundador: Jesucristo.

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