Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la dereha del Padre Todopoderoso (I)

subió a los cielosLos misterios gloriosos de Jesucristo concluyen con su Ascensión al cielo. El credo usa la expresión “subió a los cielos”. Subir es ir hacia arriba y cielo la morada de Dios. Jesús nos enseñó a rezar diciendo: “Padre nuestro que estás en el cielo…” Evidentemente no se trata de un lugar físico, sino de una forma, situación o estado de vivir junto a Dios, que está por encima de todo. Para Dios no existe el tiempo ni el espacio. El ser humano para señalar las realidades que le superan, que están por encima de su capacidad ha señalado el cielo y ha querido colocar en ese infinito a Dios. Así es como desde la redonda tierra cada uno mira hacia arriba y señala el cosmos que tiene encima para señalar el cielo. Por eso se dice de Jesús que “subió al cielo”.

La Ascensión del Señor es la culminación de su triunfo. Si la resurrección supuso la firma del Padre a su obra salvadora, la Ascensión es la glorificación definitiva. Jesús, en la oración sacerdotal de la Última Cena ora al Padre: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me encargaste que hiciese. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese” (Jn 17, 4-5). La Ascensión es la respuesta del Padre que cumple lo que le había asegurado antes de la pasión: “Le he glorificado y le volveré a glorificar” (Jn 12, 28).

Jesús asciende al cielo y deja un vacío y una nostalgia grande en los suyos. Quisieran irse con Él. Pero les consuelan las palabras que dijo al despedirse: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Jesús merecía tener su triunfo, recibir su premio, después de cumplir la voluntad de Padre. Pero también los suyos lo necesitaban. La perspectiva del cielo anima a los discípulos que entienden que vale la pena el sufrimiento para llegar a la gloria. Decía San Juan Bosco: “Un pedazo de paraíso lo arregla todo”.

[pullquote2]La Ascensión del Señor es la culminación de su triunfo. Si la resurrección supuso la firma del Padre a su obra salvadora, la Ascensión es la glorificación definitiva[/pullquote2] Se produce una ausencia que está justificada: “Voy a preparaos sitio. Después os llevaré conmigo para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y promete una presencia de una forma nueva: Yo os enviaré desde el Padre al Espíritu Santo Defensor”. Finalmente Jesús deja a los suyos el encargo de ir a predicar el Evangelio a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar “cuanto yo os he mandado” (Mt 28, 19-20). La profesión de fe en la Ascensión refuerza y asegura nuestra esperanza para mantenernos fieles a Cristo en medio de las dificultades.

Jesús tenía en sus labios, en su corazón y en su oración constantemente al Padre. Ya dijo desde niño, cuando se perdió en el templo, que él tenía que ocuparse de las cosas de su Padre. Suspiraba constantemente por la casa de su Padre que es el cielo. Levantaba siempre los ojos al cielo, su punto de referencia, orando, antes de realizar los milagros. Muchas son las citas. Antes de curar a un sordomudo “mirando al cielo, suspiró y dijo: ¡ábrete!” (Mc 7, 33-34). En la resurrección de Lázaro Jesús alzando los ojos al cielo rezó al Padre dándole gracias porque siempre le escuchaba (Jn 11,41). En la institución de la Eucaristía, lo mismo que en la multiplicación de los panes (Mt 14, 19), “elevando los ojos al cielo y dando gracias tomó el pan, lo bendijo y lo partió…” Vino al mundo pero estuvo en tensión por volver de donde vino. “Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 16,28). Ha llegado la hora prevista, anunciada y deseada de su plenitud. Una vez resucitado se aparece a María Magdalena y le anuncia, con la naturalidad de quien vuelve a casa, que su inmediato futuro es ir al cielo. “Todavía… no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17).

Jesucristo que se encarnó, fundó el Reino de Dios con palabras y milagros, padeció, murió en la cruz y resucitó glorioso rompiendo las ataduras de la muerte y es definitivamente glorificado. Dice el evangelio que “ascendió al cielo”. Y los hechos de los Apóstoles lo describen diciendo: “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista” (Hch 1,1-11). Esta forma humana de hablar expresa no el hecho de subir físicamente a un lugar sino el pasar a un estado de nueva forma de vida. El cielo es estar con Dios y Dios está en todas partes.

En la Ascensión Jesús disipa las dudas sobre su resurrección. A pesar de sus apariciones algunos no habían terminado de creer. El evangelista San Marcos cuenta cómo Jesús se aparece a los once y les echa en cara “su incredulidad y su terquedad, por no haber creído a quienes lo habían visto resucitado”. Los apóstoles Pedro y Pablo resumen la fe de la Iglesia apostólica haciendo una misma confesión. Afirma San Pedro como Jesucristo después de resucitar “subió al cielo y está sentado a la diestra de Dios”. (1 Pe 3,21-22). Y San Pablo confiesa lo mismo: “Cristo murió, más aún, resucitó y está sentado a la derecha de Dios” (Rom 8,34).

El catecismo de la iglesia católica dice que la Ascensión de Jesús proclama su señorío sobre el universo, la historia y la Iglesia. Jesús “participa en su humanidad con el poder y autoridad del mismo Dios. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está «por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación» porque el Padre «bajo sus pies sometió todas las cosas»(Ef 1, 20-22). “Cristo es el Señor del cosmos y de la historia” (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28). En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1,10), su cumplimiento transcendente (CIC 668).

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