Creo en el Espíritu Santo (III)

Espíritu SantoEl día de Pentecostés aquellos rudos pescadores de Galilea quitaron el miedo, abrieron las puertas, se llenaron de ardor apostólico y se lanzaron a predicar el Evangelio por todo el mundo. Pedro, el de la espada desenvainada en Getsemaní, el de las negaciones en el pretorio de Pilatos, el de la triple afirmación de fidelidad y amor, es ahora, por fin, propiedad absoluta del Espíritu. Su conversión es radical. Ya no le queda nada para sí mismo. Es todo para el Evangelio. Sus palabras, dictadas por el Espíritu, llegaron al fondo del corazón de los oyentes. Y lo mismo sucedió con sus compañeros.

El Espíritu es el que mantiene a los discípulos fieles, unidos en la verdad y valientes. Cuando sientan el odio del mundo. Él será el defensor y maestro de la verdad. “Haz que ellos sean completamente tuyos por medio de la verdad, tu Palabra es la verdad” (Jn 17,17). Hace lo contrario que el diablo, que se define como padre de la mentira y de la discordia, el que provoca la confusión como en Babel (cf. Jn 8, 42). El primer efecto del Espíritu en Pentecostés fue unir en la misma comprensión a personas de lenguas distintas. Éste es el Espíritu que impulsa a Pedro a decir a su auditorio la verdad sobre la muerte y resurrección de Jesús. Es el Espíritu que hizo que aquel día acogieran la verdad y se bautizaran unos tres mil. Es el mismo Espíritu que guía a la Iglesia hasta la verdad plena.

[pullquote2]La unción con el santo crisma recuerda que es un sello, una marca en el alma, por el cual somos consagrados como pertenencia de Dios[/pullquote2] En los sacramentos se manifiesta la actuación del Espíritu Santo. Él hace que sean signos sensibles y eficaces de la gracia. Ninguno se realiza sin invocarle. En el bautismo diremos: “Envía tu Espíritu sobre el agua de esta fuente para que tenga el poder de santificar…” Y en la Eucaristía pediremos: “envía tu espíritu sobre este pan y este vino para que sean el cuerpo y la sangre del Señor”. Especialmente en el sacramento de la confirmación, el sacramento en el que más claramente el Espíritu es el protagonista, su sacramento por antonomasia, pediremos al imponerse las manos: “Envía sobre ellos el Espíritu Santo Paráclito” y a continuación los siete dones: “llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y fortaleza, de espíritu de ciencia y piedad, y cólmalos del espíritu de tu santo temor.”

En el momento de ungir con el santo crisma la frente del confirmando se afirma: “Recibe, por esta señal, el don del Espíritu Santo”. El Concilio Vaticano II define los efectos que produce esta unción: «Por el Sacramento de la Confirmación (los fieles) se vinculan con más perfección a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con sus palabras y sus obras como verdaderos testigos de Cristo» (LG 11). La unción con el santo crisma recuerda que es un sello, una marca en el alma, por el cual somos consagrados como pertenencia de Dios. En los sacramentos conocemos y vivimos unidos al Espíritu Santo.

La Iglesia reconoce agradecida y llena de gozo al Paráclito, abogado, consolador, el espíritu de la verdad, de la promesa, de la adopción, de la gloria; el Espíritu de Cristo, del Señor, de Dios. Le dedica sus mejores alabanzas llamándole: “alma de la Iglesia naciente, que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos, que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas” (Prefacio de la solemnidad de Pentecostés). Le dedica expresiones poéticas para afirmar la variedad de sus funciones: luz, padre, don, fuente, dulce huésped del alma, descanso, tregua, gozo. Él riega, sana, lava, da calor, doma y guía las almas… La Iglesia, antes de las grandes celebraciones, deliberaciones y decisiones, lo invoca con insistencia y confianza sabiendo que actuará eficazmente.

La antífona más repetida es: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. El himno del Veni Creator es la oración más solemne, cantado siempre con gran unción y fe, ante las grandes responsabilidades. Así hemos podido experimentar en los últimos tiempos su acción en el Concilio Vaticano II y en la elección de los papas. Él dirige a la Iglesia y la edifica en cada momento de la historia con los carismas que va haciendo surgir y con los ministerios de los fieles obedientes a sus inspiraciones. Los mejores signos son la caridad, la vida apostólica y misionera. Él actúa en los fieles cristianos manifestando su santidad.

 

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