La Eucaristía es un banquete en el que comemos con Cristo, comemos a Cristo, y somos comidos por Cristo. Lo comemos a Él, pero Él es quien nos asimila. Por eso es importante comulgar con frecuencia para parecernos a Él y tener en nosotros su misma vida. En efecto, dice Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6, 57). Una persona termina identificándose con quien tiene mucha relación y el alimento eucarístico hace posible que uno se identifique con Cristo que es el alimento que transciende hasta la Vida eterna.

[pullquote3 align=»left» textColor=»#888888″]Es conveniente evitar la superficialidad para acercarse a comulgar a la ligera y también el rigorismo que impide acercarse a comulgar por no sentirse digno.[/pullquote3]Así lo afirman las oraciones litúrgicas de muchos domingos. Unirse a Cristo en la comunión hace que fructifiquemos para la salvación del mundo, nos da las primicias de la vida eterna, sana nuestras maldades y nos conduce por el camino del bien, es expresión de la unión con Cristo, no permite que nos separemos de Él, nos hace crecer en la fe, la paz, la reconciliación y la caridad. En definitiva, nos hace participar de su vida divina y nos transforma en lo que recibimos. Lo sabían bien los primeros cristianos que “acudían asiduamente, a la enseñanza de los apóstoles, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42).

La comunión es un momento privilegiado de la gracia, que nos transforma cada vez más, configurados con Cristo. Hemos de tener conciencia, estar convencidos de este efecto y pedirlo. Si así lo hacemos, poco a poco, casi sin darnos cuenta, dejándonos asimilar por Cristo, se irán haciendo vida de nuestra vida las actitudes y la mentalidad de Jesús.

Para que así sea es necesario comulgar con frecuencia, pero con las debidas disposiciones. Santa Teresa es un ejemplo de transformación en Cristo: “Cada día comulgaba, para lo cual la veía (el testigo) prepararse con singular cuidado y después de haber comulgado estar largos ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios” (Ana de los Ángeles: Bibl. Mist. Carm. 9, 563)

Es conveniente evitar la superficialidad para acercarse a comulgar a la ligera y también el rigorismo que impide acercarse a comulgar por no sentirse digno. San Pablo afirma que quien comulga indignamente el Cuerpo de Cristo “se come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11,27). Como contrapunto a este criterio Santo Tomás de Aquino dice: “Es conveniente recibirlo todos los días, para recibir a diario su fruto”. San Pío X promovió la comunión frecuente y adelantó la edad para recibirla por primera vez. San Francisco de Sales, el santo de la dulzura, decía: “Yo comulgo muchas veces porque soy imperfecto”. La liturgia acierta cuando nos hace rezar antes de la comunión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.
Las aplicaciones prácticas pastorales son evidentes. La participación en la Eucaristía es plena cuando se reza, se canta, se alimenta con el pan de la Palabra y se come el mejor de los manjares, que es el Cuerpo y la Sangre del Señor. Son importantes las actitudes externas de recogimiento, piedad y adoración cuando el sacerdote mostrando la forma consagrada dice: “El Cuerpo de Cristo” y el que lo recibe hace un acto de fe respondiendo: “Amén”, es decir, creo, es verdad, así es. Es necesario comulgar con plena conciencia de lo que se recibe, que es el mismo Cristo, y de los efectos que produce. Por eso, es muy conveniente permanecer en silencio, después de la comunión, en intimidad con el Señor, acción de gracias y en petición de ser asimilados por Cristo.

Comparte este texto en las redes sociales
Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad