Siguiendo el orden de comentarios sobre la celebración cristiana y los sacramentos hemos llegado al de la Penitencia.  Es uno de los sacramentos de sanación espiritual, junto con la Unción de los Enfermos.

El tema de la Penitencia es permanente durante toda la historia en la preocupación de la Iglesia. Últimamente cobró actualidad de gran interés a partir del  Concilio Vaticano II, que acometió la reforma general de la Iglesia, incluyendo la liturgia y los sacramentos. Recibe muchos nombres, lo cual es señal del interés que suscita y de la evolución y acentuación de aspectos particulares de este sacramento. El nombre de Penitencia es el más conocido y usado históricamente. El Concilio lo llamó “Sacramento de la Reconciliación”. Los fieles le llaman de la Confesión, para indicar una de las condiciones para celebrarlo bien. También se le llama el sacramento de la misericordia, el perdón y la gracia. Pero sobre todo es el sacramento de la conversión y de la alegría por la liberación que produce en quien siente la experiencia de la misericordia de Dios y el perdón.

[pullquote3 align=»left» textColor=»#888888″]El momento, las palabras y los gestos de Jesús son de capital importancia. Ante todo tiene que afianzar la fe de sus discípulos mostrándose resucitado, apareciendo de repente en medio de ellos. La fe es el fundamento de lo que les va a decir.[/pullquote3]Para desarrollar bien los comentarios sobre este sacramento es necesario fundamentar su existencia en el Evangelio, la tradición, el magisterio de la Iglesia y la teología a lo largo del tiempo. Sobre todo interesa tratarlo bajo el punto de vista pastoral, no tanto histórico, teológico, moral, aunque es imprescindible tener presentes esas dimensiones pues la pastoral depende de ellas.

Hay varios textos clave en el Nuevo Testamento, especialmente en los Evangelios, donde el mismo Jesús nos deja expresamente en sus palabras su institución. El fundamento de este sacramento está en las palabras originarias de Jesucristo Resucitado, que se aparece el día de Pascua por la tarde a los discípulos miedosos y encerrados en el cenáculo. El momento es muy solemne, espectacular y trascendental. Acababan de tener la tremenda experiencia de la muerte de Jesús. Algunas mujeres ya les habían dicho que Jesús había resucitado, “pero ellos no las creyeron”. Se proclama en el segundo domingo de Pascua: “Y en esto entró Jesús y se puso en medio y les dijo: “¡Paz a vosotros! Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: ¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengáis les quedan retenidos” ( Jn 20, 19-23).

Descubrimos inmediatamente que el momento, las palabras y los gestos de Jesús son de capital importancia. Ante todo tiene que afianzar la fe de sus discípulos mostrándose resucitado, apareciendo de repente en medio de ellos. La fe es el fundamento de lo que les va a decir. Es un sacramento nacido de la Pascua. Les da su paz, para que tengan serenidad, confianza y dejen el miedo. Estas condiciones son necesarias para acoger un mensaje sin zozobras ni titubeos. Compara la misión que les va a dar con la que Él mismo ha recibido del Padre. Les hace vicarios, representantes suyos y del Padre. Y para dejar claro que así sucede en verdad hace el gesto de soplar sobre ellos. Esto indica que les quiere transmitir y traspasar su propio ser, su alma. Además junto con el gesto invoca la acción eficaz del Espíritu Santo. Y finalmente pronuncia las palabras imperativas de la fundación del “Sacramento de la Reconciliación”.

Esta sola cita muestra el poder de perdonar los pecados en la Iglesia y la necesidad de su mediación y la de sus ministros. Otras muchas citas, que irán apareciendo en estas reflexiones, nos demostrarán el poder de “perdonar y retener”, de “atar y “desatar”, de “abrir y cerrar” que concedió a la Iglesia.

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