San Pablo en sus viajes apostólicos dejaba organizadas las comunidades instituyendo presbíteros y diversos ministerios laicales. Así, en el primer viaje misionero en Listra, Iconio y Antioquía “constituyeron presbíteros en cada iglesia por la imposición de las manos” (Hc 14, 23). También señaló diversas tareas, oficios y ministerios carismáticos laicales para la construcción de las comunidades (cf 1 Cor 12, 28). Pidió siempre mantener el espíritu fraternal para que no hubiese contradicción entre carismas y autoridad. Exhortó a los tesalonicenses a tratar “con reverencia y amor a su ministerio a los que trabajan entre ellos y los presiden en el Señor” (1 Tes 5, 12). Estructuradas así, las comunidades crecen por el trabajo de todos, cada uno en su puesto.

En la ordenación sacerdotal se hacen dos promesas, el de obediencia y el de celibato. Ambos están destinados a la construcción de la comunidad. Por la promesa de obediencia el obispo encarga diversos servicios buscando el bien de las almas y de las comunidades y el del propio sacerdote enviado. La ordenación sacerdotal es por y para la santificación del pueblo fiel de Dios. Los sacerdotes en lugar de pensar en su realización personal, se dedican a la realización del reino de Cristo. En lugar de poner el amor en cosas humanas, incluso legítimas para los cristianos, lo ponen en Cristo con exclusividad y en la Iglesia nuestra madre. Por la promesa del celibato entregan su amor indiviso a Cristo para, desde Él, estar liberados en sus afectos y tiempo para amar entregándose al bien de todos por igual, sin exclusión ni predilección por nadie.
Entre todos, sacerdotes y seglares, construyen las comunidades. A veces el sacerdote está sobrecargado de trabajo. Lleva una vida muy agitada en la acción pastoral de modo que parece que lo hace todo. En otros casos, seglares competentes en muchos campos ofrecen su ayuda corresponsable y generosa para servir a la comunidad. Así, en fraterna complementariedad de clérigos y seglares, llegan a cubrir todos los campos de la pastoral abarcando, como largos brazos, los asuntos más periféricos.
Se necesitan sacerdotes fervorosos, bien preparados, liberados, llenos de amor a Dios y a los hermanos. Su trabajo de ser animadores y servidores de comunidades consiste en convocar, presidir la Eucaristía, anunciar el Evangelio, conceder el perdón, escuchar, aconsejar, animar y coordinar las actividades, muy unidos a todos los colaboradores. Por norma, y no sólo por la escasez de sacerdotes, los seglares ocupan el puesto que les corresponde completando con el ejercicio de los ministerios laicales la acción pastoral de los sacerdotes. Todos los miembros de la comunidad están llamados a construirla poniendo a su servicio los dones que Dios ha dado a cada uno. Así entre todos se llega a formar el Cuerpo Místico de Cristo.
A este respecto el papa San Juan Pablo II pedía “no clericalizar a los laicos ni laicizar a los sacerdotes”. A partir del Concilio Vaticano II ha habido un despertar de los fieles laicos: “El lugar por excelencia para el ejercicio de la vocación laica es el mundo de las realidades económicas, sociales, políticas y culturales. En este mundo es donde los laicos están invitados a vivir su vocación bautismal. Lo que la Iglesia necesita es un sentido de complementariedad más profundo y creativo entre la vocación del sacerdote y la de los laicos” (9 mayo 2002).

La expresión novedosa de “Pueblo de Dios”, acuñada por el Concilio Vaticano II para definir a la Iglesia, revaloriza los carismas del Cuerpo Místico de Cristo. Por eso al hablar de la relación entre sacerdotes y seglares para construir la misma y única Iglesia dice: “Los sacerdotes reconozcan con gozo y fomenten con diligencia los multiformes carismas de los laicos” (PO 9). Para que se genere una mayor vivencia y fuerza evangelizadora se requiere vivir unidos y sabiendo que cada uno tiene la vocación propia para hacer posible que el Pueblo de Dios que es la Iglesia crezca, como el mejor regalo, en medio de la humanidad.

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