Vivir de la misericordia es vivir en el gozo y la alegría

Queridos hermanos:

En este tiempo de Adviento vivimos unidos en la espera del Señor que llegará al final de los tiempos. Recordamos la primera venida en Belén de Judá. Por eso son días de gozo y esperanza. Pero el Adviento nos recuerda el papa Francisco “es tiempo para la revisión de la propia vida a la luz de vida de Jesucristo, a la luz de las promesas bíblicas y mesiánicas. Es tiempo para el examen de conciencia continuado, arrepentido y agradecido. Nuestra alegría es Cristo, ¡su amor fiel e inagotable! Por lo tanto, cuando un cristiano se vuelve triste, quiere decir que se ha alejado de Jesús. ¡Pero entonces no hay que dejarlo solo! Tenemos que rezar por él y hacerle sentir la calidez de la fraternidad en la comunidad”. En la experiencia cristiana confluyen como en un baile circular la Verdad, la Justicia, la Caridad y la Misericordia. No se pueden separar. Van tan unidas que se entrelazan mutuamente.

1.- Es el tiempo de la Misericordia y el papa Francisco no sólo ha tenido una ingeniosa intuición sino más bien ha sido la Luz del Espíritu Santo que le ha llevado a proclamar este año Santo Jubilar. Nosotros queremos también adherirnos a este regalo impagable. Bien podemos decir con el salmo que hemos proclamado: “Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79, 2-3). Este Jubileo es un momento privilegiado para que la Iglesia aprenda a elegir únicamente “aquello que a Dios le gusta más”. Y, ¿qué cosa es lo que “a Dios le gusta más”? Perdonar a sus hijos, tener misericordia de ellos, de modo que también ellos puedan a su vez perdonar a los hermanos, resplandeciendo como antorchas de la misericordia de Dios en el mundo Y añade el papa Francisco: “Sentir fuerte en nosotros la alegría de haber estado reencontrados por Jesús, que como Buen Pastor ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos” (Homilía en las Primeras vísperas del domingo de la Divina Misericordia, 11 abril 2015).
Este es el objetivo que la Iglesia se pone en este Año Santo Jubilar de la Misericordia. Así reforzaremos en nosotros la certeza de que la misericordia puede contribuir realmente a la edificación de un mundo mejor, un mundo más humano y más humanizado. Especialmente en estos nuestros tiempos, en que el perdón es un huésped raro en los ámbitos de la vida humana, el reclamo a la misericordia se hace más urgente, y esto en cada lugar: en la sociedad, en las instituciones, en el trabajo y también en la familia.

2.- Por ello se requiere una restauración general. La Iglesia, como nos dice el Papa Francisco, ha de ser testimonio de acogida y abrazo de misericordia para poder contribuir a realizar una nueva humanidad. “Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79, 2). Qué bien lo expresaba san Juan XXIII: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo, prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad… La Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella” (Discurso de apertura del Conc. Ecum. Vat. II, Gaudet Mater Ecclesia, 11 de octubre de 1962, 2-3).

El rostro de Dios brilla por si mismo y nos anima, a los peregrinos que caminamos por este mundo, a seguir confiando, esperando y amando. Uno de los grandes problemas de nuestra sociedad es el haber perdido el horizonte de la esperanza. Basta caminar por las calles de nuestros pueblos o ciudades en un fin de semana y las caras muestran el drama de una felicidad inconclusa, de una felicidad de fuegos artificiales, una felicidad que no hace puerto en el corazón, es decir, una felicidad que no es la auténtica felicidad, que deja el corazón seco y encogido. ¿Quién puede hacernos felices? ¡Sólo Dios que es la fuente del amor y la misericordia! ¿Quién puede mostrarnos un rostro de amor y misericordia? ¡Sólo Dios! En él confiamos y nos sentimos salvados. En Él somos, nos movemos y existimos.

3.- Este año ha de ayudarnos para plantearnos, con mayor intensidad, el caminar por la vía de la santidad. Y la santidad no es un modo de vida ilusorio o imposible de alcanzar puesto que todos estamos señalados por Dios para ejercitarla, basta confiar en su amor y su misericordia. En lo cotidiano de cada día, sin realizar excentricidades, se puede vivir, en los pequeños detalles y estos hechos por amor a Dios y por amor al prójimo. Los caminos de la santidad no son solamente para algunos genios, sino que a ello estamos invitados todos y cada uno según sus capacidades. “Es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, n. 31). La santidad dignifica al ser humano en las diversas facetas de su cotidiano vivir.

El esplendor de la santidad se muestra en los sencillos. ¡Cuantas veces hemos visto el rostro de una madre cariñosa con su hijo que sin palabras ha escrito el mejor romance que se pueda realizar! No necesita explicación y menos objeción pero sí admiración. La santidad es silenciosa y habla por sí misma. No convencen los discursos ampulosos y llenos de sí mismo pero vacíos en sus contenidos; convencen más bien los gestos generosos y gozosos que marcan una vida. Todos hemos escuchado que Beata Madre Teresa de Calcuta será canonizada el próximo año. Su ejemplo nos conmueve y nos invita a ser mejores cristianos. Ella decía: “Ser santos no significa realizar cosas extraordinarias, descifrar misterios, sino únicamente un aceptar incondicional, dado que me he entregado por completo a Dios, porque le pertenezco por entero… la santidad es hacer siempre, con alegría, la voluntad de Dios. Para eso es necesaria la fidelidad a sus deseos, es esta fidelidad la que hace a los santos”. Por eso la santidad no se entiende a los ojos de lo mundano “porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1 Cor 1,25).

4.- Pidamos a María de la Esperanza, a Santa Ana y San Joaquín que nos lleven de sus manos para poder vivir este año de Gracia y Misericordia en comunión con su Hijo Jesucristo y en comunión con la Iglesia. Que sintamos lo mismo que Santa Isabel respecto a María: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!… ¡Dichosa tú que has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!” (Lc 1, 40-45).

-“Llave de David y cetro de la casa de Israel,
tú, que reinas sobre el mundo,
ven a libertar a los que en tinieblas te esperan,
Ven pronto, Señor. ¡Ven Salvador!
-¡Oh Sol naciente, Esplendor de la luz eterna
y Sol de justicia,
ven a iluminar a los que yacen en sombras de muerte!
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!
-Rey de las naciones y Piedra angular de la Iglesia
Tú, que unes a los pueblos,
Ven a libertar a los hombres que has creado
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!
-¡Oh Enmanuel,
Nuestro Rey, Salvador de las naciones,
esperanza de los pueblos,
ven a libertarnos, Señor, no tardes ya!
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!
(Cf. Antífonas mayores)

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