No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza” (1Tes 4,13). Estas palabras ponen, en la fe, el fundamento del acompañamiento en el duelo que sigue a la muerte de un ser querido. Cuando fallece alguien familiar a quien se tiene un gran afecto, el desgarro y el trauma que produce la implacable muerte rompe a las personas por dentro. Suelen venir grandes depresiones y tristeza profunda. Es el duelo.
Para los cristianos comienza a superarse el duelo desde el momento de la muerte. Antiguamente, especialmente en los pueblos, las campanas de la iglesia sonaban con melancolía anunciando la defunción. Aquellos tañidos llenaban de pena a todos. Enseguida se comenzaban a realizar tres acciones que propone el ritual de exequias: la vigilia de oración en la casa del difunto, el funeral en la iglesia y el enterramiento en el camposanto o cementerio.
Era de gran consuelo para toda la familia, ver a la comunidad cristiana que iba a la casa del difunto, donde se le velaba, y se rezaba el Rosario y el sacerdote hacía un Responso. Se les acompañaba hasta en los quehaceres hogareños para que la familia estuviese tranquila y en paz recibiendo el pésame. Eran unos momentos muy emotivos donde la familia se sentía arropada por la comunidad cristiana, que acompañaba con sinceras lágrimas a los parientes. Los funerales eran de cuerpo presente en la Iglesia y en el camposanto se hacía el enterramiento (en tierra).
Hoy, en la mayoría de los casos las personas mueren en los hospitales, son llevados a los tanatorios y a veces se depositan los restos mortales del difunto en tierra, en nichos o se llevan al crematorio para recoger después las cenizas. Son las formas actuales de funcionar por muchas razones. También en estas situaciones interesa no perder los sentimientos, dejándose llevar por la frialdad e insensibilidad de los ambientes. Lo importante es acoger a las personas, empatizar con su dolor, tener cercanía y realizar bien todos los gestos pastorales que producen consuelo en los duelos.
En el pasaje evangélico de la resurrección del hijo de la viuda de Naín aparece el mismo Jesús como modelo de acompañante en el duelo (Cf. Lc 7, 11-17). Jesús se encontró con aquella escena dolorosa de una madre desconsolada llorando, “tuvo compasión de ella y le dijo: No llores”. El que acompaña al duelo, ante todo no debe intervenir siguiendo un protocolo aprendido en un frío libro de psicología, sino “tener compasión”. Significa sintonizar con el dolor, empatizar con el que sufre, entrar en su piel, removerse las entrañas por dentro. Sólo así el que actúa es el corazón y las palabras son acertadas. Así es como Jesús le dijo con cariño: “No llores”. Psicológicamente es humano y necesario llorar y estar doloridos. Así es como se deshace el nudo emocional que provoca la pena. Llorar demasiado no es bueno, porque la vida sigue.  Jesús lloró en la tumba de su amigo Lázaro  y Él mismo dijo a los suyos: “Cuando yo me vaya… lloraréis y os lamentaréis” (Jn 16, 20). “Jesús tocó el féretro” del joven difunto de Naín. Tocar expresa la cercanía, la confianza. Después hizo lo que sólo él puede hacer, devolver con vida a la viuda su hijo único.
Estamos en el año de la misericordia. Hay una obra de misericordia espiritual que dice: “Consolar al triste”. En los momentos de duelo es cuando uno se siente más sólo. Ha desaparecido aquella persona que constantemente le hacía compañía, con la cual se comunicaba. Todos podemos cumplir esta obra de misericordia. Para ello es necesario rezar, estar al lado, hablar de la vida, regalar una sonrisa, decir alguna palabra de aliento evangelizador. Las palabras de fe en la resurrección, en vida eterna y en la comunión de los santos, donde todos estaremos felices viviendo en el Señor, son las más apropiadas. San  Pablo decía a los cristianos: “Consolaos mutuamente con estas palabras” (1 Tes, 4, 18).
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