Queridos diocesanos:
Cada año en el entorno de la fiesta de San José nuestra mirada se dirige con especial solicitud al Seminario y a las vocaciones sacerdotales. En esta ocasión, la inminencia de la Semana Santa -el 19 de marzo es ya víspera del Domingo de Ramos- aconseja adelantar la celebración del Día del Seminario al fin de semana anterior.
El lema de este año, “Enviados a reconciliar”, y el cartel que lo ilustra nos invitan a valorar y agradecer uno de los ministerios más hermosos y necesarios del sacerdote. En efecto, los sacerdotes son, muy principalmente, ministros de la reconciliación: su vida ha sido expropiada al servicio de la auténtica pacificación de las personas, las familias y las sociedades, necesidad siempre apremiante. Y es que nuestro mundo, agitado por graves conflictos, vive dramáticamente la nostalgia de la comunión perdida, pero se ve incapaz de solucionar y ni siquiera de entender el origen profundo de sus males: “paz, paz y no hay paz… Se espera la paz y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación” advertían los antiguos profetas de Israel (Jr 8,11; 14,19).
También hoy nos encontramos con que las proclamas grandilocuentes del “Nuevo Orden Mundial” en favor de la unidad entre los pueblos, la paz y la tolerancia, desembocan en un lamentable fracaso; más aún, es frecuentemente esta ideología materialista y totalitaria la que más empuja en la dirección de la discordia. El Concilio Vaticano II, siguiendo siempre la profunda sabiduría del Evangelio, nos recordó que los males de la humanidad, lejos de ser heridas superficiales, brotan de una ruptura -la del pecado- que está en lo más hondo del corazón humano: “Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad.” (GS 10).
Precisamente a la sanación y restauración del corazón humano, tarea urgente y al mismo tiempo imposible para las solas fuerzas humanas, se dirige la gran obra de la reconciliación que nos ofrece Cristo en su Iglesia: reconciliación del hombre con Dios, del hombre consigo mismo y de los hombres entre sí. Esta pacificación que trae Jesucristo, en quien “Dios estaba reconciliando al mundo consigo” (2 Cor 5,19), se realiza por la predicación del Evangelio, por el testimonio de la caridad y de modo eminente por el sacramento del perdón. Por eso, en este Año de la Misericordia, el papa Francisco incide en la necesidad de ofrecer con generosidad este perdón sacramental: “Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia” (Misericordiae vultus, 17).
¿Cómo gustaremos la misericordia de nuestro Dios, el gozo de la unidad, si no tenemos sacerdotes que nos la hagan presente? Ante el Día del Seminario os invito a apoyar al Seminario y a redoblar vuestras oraciones en favor de las vocaciones sacerdotales repitiendo con insistencia ante el Señor a modo de jaculatoria: “Para que no falten ministros del sacramento del perdón, ¡envía obreros a tu mies!”.

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