La celebración del Jueves Santo, dentro del año jubilar ha de tener un sentido muy especial. Me gustaría en esta Misa Crismal reflexionar brevemente sobre el título que desde diferentes ámbitos recibimos los sacerdotes, como ministros de la misericordia. Ya la carta a los Colosenses contiene un consejo categórico “Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable” (Col 3,12), y las lecturas que se proclaman en esta Eucaristía van en la misma dirección. Basta aplicarnos las palabras que tienen como destinatario inmediato a Jesús Mesías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido (…) para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). “Cristo, en efecto,  no fue ungido por los hombres ni su unción se hizo con óleo, o ungüento material, sino que fue el Padre quien le ungió al constituirlo Salvador del mundo, y su unción fue en el Espíritu Santo” (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses 21,2).

 

El año de gracia alude al año jubilar de los judíos, establecido por la Ley cada cincuenta años, para simbolizar la época de redención y libertad que traería el Mesías. La época inaugurada por Cristo, el tiempo de la nueva Ley, es el “año de gracia”, el tiempo de la misericordia y de la redención, que se alcanzarán cumplidamente en la vida eterna. El “año de gracia” se hace realidad en este Jubileo de la Misericordia que con empeño e ilusión venimos anunciando.

 

  1. En primer lugar, aprendemos a ser ministros de la misericordia en la medida que aprendemos a ser ministros de la palabra, es decir, encargados de acoger la Palabra de Dios y anunciarla con fidelidad y con ilusión. El Magisterio más reciente nos anima a los sacerdotes a dedicarnos con asiduidad a la lectio divina que supone acercarnos a la Escritura con espíritu de oración, “Tu oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios” (San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 85, 7: PL 37, 1086). Más que un estudio científico, en todo caso necesario, nosotros como pastores hemos de dedicarnos a una lectura orante, que lleva consigo los tres eslabones bien conocidos, leerla con atención (lectio) acogerla con docilidad (meditatio)­ y ponerla en práctica con fidelidad (oratio).

 

No se trata de una operación complicada que cuadricula el espíritu, sino de una contemplación gozosa que nace del amor y a él nos lleva, pues, como escribió Orígenes “la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y no se da una auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él”. De ahí que  nos hagamos las tres preguntas elementales, pero profundas: ¿qué dice el texto leído?, ¿qué me dice a mí en concreto? ¿qué es lo que le digo yo al Señor en respuesta a su Palabra? En este último peldaño de la lectio divina descubrimos lo que también nos interesa a nosotros, sacerdotes, el anuncio de la palabra para hacerla asequible a nuestros fieles.

 

Al preparar nuestras homilías debemos echar mano de todos los recursos a nuestro alcance, científicos, pedagógicos o artísticos; pero es imprescindible poner un ojo en el texto y otro en las necesidades de nuestro pueblo. “Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 54). No se trata de responder a las preguntas que nadie se hace ni de buscar la última novedad para aparecer como quien está al día en todo. Se trata de conseguir “que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio” (Ibidem n. 56). El sacerdote predica con pasión, porque no habla de sí mismo, sino de Jesucristo que ha prometido estar siempre entre nosotros.

 

  1. Ministros de la misericordia equivale también a ser “administradores de los misterios de Dios” (1Cor 4,1). En estas palabras de S. Pablo resuenan las de Isaías que hemos proclamado hoy: “Vosotros os llamaréis Sacerdotes del Señor, dirán de vosotros: ministros de nuestro Dios” (Is 61, 6). En efecto, en nuestras manos están los misterios, es decir,  los sacramentos que administramos a diario. Hoy bendecimos el óleo de los enfermos, que sana las dolencias por medio de la unción de enfermos, el óleo de los catecúmenos, que fortalece a los que han de ser bautizados, y consagramos el santo crisma, que configura con Cristo a los recién bautizados, transmite el sello a los confirmados y transforma a los que reciben el Orden sacerdotal. La unción en los sacramentos es signo de la vitalidad sobrenatural, de la alegría y de la exigencia.

 

Hoy, en nuestro día grande del Jueves Santo en que conmemoramos la institución del sacerdocio, queremos ser también ante Dios y ante nuestros hermanos señal de vitalidad, dispuestos a despertar a nuestros fieles muchas veces adormecidos entre los avatares de la vida; y estamos dispuestos a transmitir la alegría del que se sabe cerca de Dios. La misión del sacerdote es anunciar el Evangelio de la Alegría, el gozo del evangelio, no la desgana o el desaliento de quien vive sin horizontes; es dar razón de la esperanza y llenar los corazones de la ilusión del amor de Dios. La alegría no está reñida con la exigencia que nace de la certeza de que por la cruz se llega a la luz.

 

Jesucristo desde la cruz nos ha redimido y nos ha dado muestras del amor supremo. “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13).  “En la cruz está la salvación, en la cruz hallamos protección y defensa contra los enemigos, y por ella se infunde en nuestros corazones la celestial suavidad. En la cruz está la fortaleza y vigor del alma, en la cruz el gozo del espíritu, en la cruz está la suma de toda virtud, en la cruz estriba la perfección de la santidad. No cabe salvación para el alma ni esperanza de vida eterna sino en la cruz. Toma, pues, tu cruz y ve en pos de Jesús, y así llegarás a la vida eterna” (Tomás Hemerken de Kempis, Imitación de Cristo, libro II, cap. 12). El sacerdote tiene la experiencia de la cruz, debe ser un enamorado de la cruz de Jesucristo. ¡Cuántas veces nos vemos envueltos en quejas, apatías, desplantes, desilusiones y flojeras! Nunca se podrán superar si no abrazamos la cruz.

 

  1. Ser ministros de la misericordia supone ser signo e instrumento de comunión. El saludo que hemos leído en el Apocalipsis, dirigido a las iglesias de Asia nos abre un hermoso horizonte de comunión: “Gracia y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el testigo fiel” (Ap 1,5). La gracia, es decir, los bienes de Dios Padre, y la paz, es decir, los bienes de Cristo, que se nos han concedido a nosotros sacerdotes para transmitirlas a todo el género humano. Es un don y una exigencia que se refleja en la “fraternidad que ha de manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal” (Concilio Vaticano III, LG 28). La unidad entre nosotros no es un fin en sí misma, sino el medio necesario para dar a conocer en nuestra vida el rostro amable y caritativo de la Trinidad. “Que todos sean uno, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,11). Tal es el fin de la comunión (communio): que todos conozcan a Jesucristo.

 

Si en este Año Santo Jubilar de la Misericordia estamos animando a los fieles a vivir las obras de misericordia, nosotros debemos ponerlas en práctica con mayor razón con nuestros hermanos sacerdotes. Estoy seguro que tratamos de vivirlas y estoy orgulloso con agradecimiento de ello, pero en esta Misa Crismal en que se pone de manifiesto la comunión de los presbíteros con su Obispo y de los presbíteros entre sí, os exhorto vivamente a que estemos atentos a la comunión y unidad fraterna. Cuando un sacerdote se sienta apesadumbrado o esté enfermo o decaído por cualquier causa, que siempre pueda encontrar un amigo sacerdote donde sentirse aliviado y con la ilusión de seguir pastoreando al Pueblo de Dios. Nos apoyemos mutuamente como los naipes para poder mantenernos erguidos. No tengáis miedo a apreciaros con el afecto que brota del amor de Dios. ¡Él nos amó primero! Y junto al auxilio material que reflejan las obras corporales de misericordia, debemos ayudarnos en lo espiritual con la oración, con el acompañamiento y avivando entre nosotros la cercanía a la vida sacramental.

 

Bien sabemos por experiencia que el mejor confesor y el mejor guía espiritual es el que tiene la experiencia del perdón como penitente y el que acepta a un hermano suyo para que le dirija espiritualmente. Que nadie es buen juez en causa propia. Cuanto más unidos estemos los sacerdotes mayores frutos alcanzaremos en esta nuestra Iglesia Diocesana. Ya S. Ignacio de Antioquía aconsejaba a Policarpo y sus compañeros: “Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred todos a una, sufrid, dormid, despertad dodos a la vez, como administradores de Dios” (Ad Polycarpum 10).

 

No puede acabar sin implorar a Dios Padre que nos conceda muchas y buenas vocaciones sacerdotales y religiosas. Junto con Santa María, Reina y madre de misericordia, nos dirigimos a Jesucristo: “¡No tienen vino!” Y nuestra oración con toda certeza será atendida.

 

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