Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”. Esta famosa frase de San Agustín manifiesta que el ser humano tiene ansias de infinito, que está en tensión buscando la felicidad. Percibe que sólo en la plenitud de Dios encontrará la felicidad plena. Este desasosiego lo ha puesto Dios inscrito en nuestros corazones. La experiencia de San Agustín, que buscó la felicidad en todos los placeres mundanos pensando que la encontraría, nos sirve de lección.

Lo dice San Agustín en una de las oraciones más hermosas de su libro de las Confesiones. Vale la pena pararse a meditarla: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrasé en tu paz” (Conf. 10,20.29).

Mientras tanto Jesucristo nos enseñó cómo encontrar en la tierra un atisbo de felicidad. Es el camino de las bienaventuranzas que nos anuncian la plena felicidad a la que Dios nos llama en el Reino de los cielos. Son una síntesis de las enseñanzas de Jesús que dibujan los rasgos fundamentales del cristiano. Nos llena de optimismo y gozo cuando nos dice: “¡Sed felices!”

Todo el mundo promete en su propaganda la felicidad. El hombre va probando de todo. Pero al final se queda con un vacío, una amargura, una insatisfacción y una sensación de engaño. Hay muchos libros que quieren enseñar cómo ser felices, cómo superar las frustraciones, las depresiones, cómo salir de los duelos, cómo conocer y dominar las causas de la infelicidad. Pero nada ni nadie consigue saciar en este mundo la sed de felicidad. El hombre va teniendo sólo retazos de felicidad, que son anuncios de otra vida plenamente feliz.

Jesús anuncia la felicidad para un “resto”, un grupo que quiere gustar ya en la tierra un poco de cielo. Son los pobres, los humildes, los que cumplen los mandamientos, los que saben sufrir y consolar, los que trabajan por la paz y la justicia, los que tienen el alma y los ojos limpios, los que confían en el Señor. La felicidad no la da la categoría social, las riquezas, el poder, los placeres mundanos, como algunos piensan y después se sienten defraudados y tristes.
Los verdaderos sabios (=que saborean la vida) son los cristianos que, luchando contra la corriente del mundo son felices. Han escogido la vida de “los pobres de Dios” (“los anawim”), los necesitados de Dios. María es el prototipo que encabeza este grupo que anuncia con ella: “Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador; porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava” (Lc 1, 46-48).

Estos “pobres en el espíritu” son felices porque no tienen el corazón apegado a las riquezas, ni confían en la fuerza, ni en los poderes de este mundo. En su corazón han hecho la opción de ser pertenencia de Dios. Pobre es el que necesita de Dios por encima de todo. Necesita rezar. Habla con Dios y le pide y confía en su providencia porque no puede vivir sin Él. Pobre es el que se pone en las manos de Dios para hacer su voluntad. Pobre es el que vive perdonando, trabajando por la paz, llevando una vida limpia. Es un pobre de Dios el que acepta el padecimiento que trae la vida sea por el hambre, las lágrimas o el rechazo y la persecución. Además, a todos estos les pertenece, será para ellos el Reino de los Cielos por siempre.

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