Las bienaventuranzas sólo se entienden con la añadidura que le sigue a cada una. Prometen muchas recompensas en la tierra, pero sobre todo coinciden en la promesa del Reino de los Cielos. El premio grande, la meta definitiva es la vida eternamente feliz en el Cielo. Toda nuestra razón de existir y ser felices está en nuestro Padre del cielo. Algunos quizás piensen que son promesas paradójicas. Entonces también nos preguntamos: ¿Es una ilusión el deseo de felicidad que tiene todo ser humano? La felicidad en esta tierra ya está unida al cumplimiento de seis de las bienaventuranzas.

Los mansos heredarán la tierra. Los que lloran serán consolados, los que tienen hambre de justicia quedarán saciados, los misericordiosos alcanzarán misericordia, los limpios de corazón verán a Dios, los que buscan la paz serán llamados los hijos de Dios… Todas estas bendiciones anunciadas, ya están siendo reales e inauguradas en muchos millones de personas que a lo largo de generaciones han seguido la sabia ruta de las bienaventuranzas. El hombre está destinado a entrar en la Gloria de Dios. “Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin?” (San Agustín, De civitate Dei, 22, 30).

Pensar en la vida eterna condiciona la vida moral y todos los comportamientos, como el destino de un viaje marca todos los caminos que se han de seguir para llegar a él. Hay un solo camino para llegar al cielo. Dice el libo del Deuteronomio: “Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal… he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida para que vivas tú y tu descendencia” (Dt 30, 15-19).

Algunos eligen el camino de las riquezas, el bienestar egoísta, la gloria humana o el poder para ser felices. Muchos buscan la felicidad en el dinero, que es el ídolo de nuestro tiempo. Piensan que con la riqueza se puede comprar todo. El mundo mide a la gente por su fama con la convicción de que da satisfacción y alegría. Les parecen caminos que llevan derechos hacia la felicidad “pero al final de ellos está la muerte” (Prov 14,12).
Le preguntaron a Jesús: “¿Son pocos los que se salvan?” Él dijo: “Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y amplia es la senda que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Estrecha es la puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt 7,13). El estilo de caminar nos lo señalan los Mandamientos y el Sermón de la Montaña de Jesús. Avanzamos ayudados por la gracia del Espíritu Santo y animados por el Evangelio.

Pensar en el amor y la felicidad del Cielo con mucha frecuencia no es evadirse de la dura realidad de cada día, sino ponerla en el buen camino. Contemplar cara a cara a Dios en su gloria, estar unidos a Él en un amor eterno es la felicidad máxima que se puede desear. Nos animan a desear el cielo las palabras de Jesús que nos dice que Él es el camino para llegar. “En la casa de mi Padre hoy muchas estancias… voy a prepararos un lugar… y de nuevo volveré para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn 14, 1-4).

A las alegrías de este mundo siempre les falta algún elemento. Eso que les falta es el ansia de llegar al Cielo, pues solo Dios puede llenar la tensión del corazón humano hacia la felicidad plena. Decía Santa Clara de Asís: “¡Oh pobreza bienaventurada que da riquezas eternas a quienes la aman y la abrazan!”

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