El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la libertad moral que Dios ha dado al hombre para elegir. “A la libertad nos ha llamado Dios” (Gal 5,13) y “la verdad os hará libres” (Jn 8.15) son las expresiones evangélicas que iluminan esta reflexión. Ya las páginas del Antiguo Testamento recuerdan cómo Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, por lo tanto capaz de usar la libertad que Él mismo respeta. “Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión” (Si 15,14); “de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él llegue libremente a la plena y feliz perfección” (GS 17). Dios no fuerza la naturaleza humana. Dice San Agustín: “El que te creó sin ti no te salvará sin ti”.

La libertad es una de las cualidades más deseadas por todo el mundo porque está en lo más profundo de la naturaleza humana. Es un poder que, siguiendo la razón y la voluntad, le hace posible elegir qué acciones quiere realizar y cómo. No hablamos de la libertad en relación con la esclavitud, ni con la función social que cumple para conseguirla en la historia de los pueblos. Los cristianos viviendo en plenitud nuestra condición de personas libres queremos que todos los sean. Aquí hablamos de libertad moral personal para hacer el bien o el mal.

La libertad es un don, una gracia, un gran privilegio de Dios y también una tarea para no perderla y usarla bien. Así lo expresa el Concilio Vaticano II cuando habla de la dignidad de la conciencia moral y la grandeza de la libertad. “Posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo” (GS 17). Cervantes dice que “es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los dioses”. La libertad es una disposición moral de la persona. Implica poder elegir entre el bien y el mal.

La verdadera libertad es responsable, es decir, quien la ejerce tiene en cuenta las consecuencias de sus acciones. No es libertad elegir el mal. El mal uso de la libertad “conduce a la esclavitud del pecado” (cf Rm 6, 17). Desde los orígenes de la humanidad la libertad está herida por el pecado. Por eso es necesario un esfuerzo constante para usarla bien haciendo un discernimiento responsable. Cada uno debe responder de sus actos y rogando a Dios le ayude con su gracia.
El Señor pide responsabilidades a Adán después del pecado en el paraíso: “¿Qué has hecho?” (Gn 3,13). También a Caín le pregunta: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4, 10). Así mismo los profetas recriminan a los reyes sus malas acciones. Algunas veces se fomenta una libertad depravada, que nace de una conciencia deformada, laxa o errónea. La historia certifica cuántas desgracias y males han venido a cada persona, a grupos sociales y a la humanidad entera nacidas del mal uso de la libertad, nacido de corazones depravados. El Infierno es fruto del pecado y a Dios nunca hemos de echarle la culpa; es el ser humano quien se hace responsable de sus actos que pueden ser buenos o malos. Al final cada uno dará cuentas de su vida como muy bien nos dice la Biblia.

La gracia de Dios nos ayudará a vivir nuestra libertad con responsabilidad. Nunca la destruye, sino todo lo contrario. Ayuda a atemperar las pasiones. El cristiano antes de elegir ora al Espíritu Santo, que es el Consejero de nuestras almas, para tener acierto. “Donde está Él, está la libertad” (2 Co 3,17). Los cristianos hemos de ser las personas más libres según dice San Pablo: “Nos gloriamos de la libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21). Hoy se confunde libertinaje con libertad y esto es fruto del relativismo que ciega la auténtica conciencia y desvía del camino que lleva a la eterna realización que es el Cielo.

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