Es muy habitual que cuando se pierde el sentido común, se pierde el sentido racional de lo que es la defensa de lo humano y se tira por tierra el sentido ético, moral y trascendente que comporta la vida. Europa, a pesar de todo, tiene unas raíces que será imposible se sequen. En esas raíces se sustenta lo racional y lo trascendente y así se comprende el mundo. Nos lo resume muy bien el filósofo Kant en el epitafio que se encuentra en su tumba: “Dos cosas hay en el mundo que me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí, y el orden moral dentro de mí”. Los grandes retos a los que se enfrenta Occidente son de suma importancia. El pensamiento y filosofía de los ilustrados franceses abrió la brecha del materialismo, de las opciones ateas de la modernidad, que pretenden eliminar todo lo que huela a trascendente. El ser humano se apropia, con soberbia, de algo que no le pertenece; no soporta ser creatura y se quiere erigir en creador. Confesaba en una ocasión Freud a Jung: “Tenemos que hacer de la teoría sexual un dogma, una fortaleza inexpugnable”.

Y si se ahonda mucho más llegamos a la conclusión de observar que una sociedad se degenera y va por derroteros inhumanos si admite de forma paranoica que la vida humana se puede manipular al antojo de las aparentes ideologías liberadoras de turno. Ni la filosofía, ni la ciencia, ni las leyes hipocráticas, ni el sentido racional, ni la ley natural, ni las leyes de Dios pueden dar vía libre al aborto puesto que destruye una vida humana. “No matarás el embrión mediante el aborto, no darás muerte al recién nacido” (Didajé, 2,2). “El aborto es la más grave injusticia de la sociedad actual…el aborto no es derecho humano y los niños no son una enfermedad” decía el Papa Benedicto XVI en el Palacio de Hofburg en Viena (Austria) en el año 2007.

Comprendo a los médicos que teniendo como vocación la curación y la sanación, se asocien al Juramento Hipocrático que dice: “A nadie daré medicina mortal aún cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer fármacos destructores; mantendré mi vida y mi arte alejado de la culpa”. Y ante esta situación tan agresiva ¿cómo podemos reaccionar? Puedo decir que mis manos han servido para bautizar al bebé que la madre, con valentía, ha dejado nacer. Y por otra parte mis manos han servido para perdonar, en nombre de Dios, a las madres que traumatizadas después del aborto no encontraban paz en su conciencia y en su corazón; sólo la hallaron en el Dios misericordioso. De la misma manera lo encontraron quienes colaborando en el aborto se sentían heridos y maltratados por su conciencia. El drama que supone la realización de un aborto es horrible y sólo una misericordia infinita lo puede reparar. Nadie podrá decir que tiene paz en el corazón después de pasar por este trance tan ignominioso.

No hay peor corrupción que la mente desnortada. Si la razón está corrompida es muy difícil convencerla puesto que se sustenta en una mentira existencial que va de ‘progre’ afirmando que es justo poder realizar tal acto y, aún más, se cree que tiene derecho a realizarlo. “Dios Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes abominables” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 51,3).

Pero no sólo queremos manifestar lo grave que es abortar sino también tender la mano a las mujeres para que permitan que nazca el bebé y nosotros nos haremos cargo de él. Desde la Diócesis hemos ofrecido todas las posibilidades para que ninguna madre se encuentre sola y abandonada.

Madre Teresa de Calcuta decía: “Si oís que alguna mujer no quiere tener a su hijo y desea abortar, intentad convencerla para que me traiga a ese niño. ¡No lo mates, dámelo a mí! Yo lo amaré, viendo en él el signo del amor de Dios” (Madre Teresa de Calcuta, al recibir el premio Nobel de la Paz, Oslo, 10 de diciembre 1979). Eso mismo os pido yo y muchos diocesanos que ofrecen sus centros de acogida a las madres ante esta encrucijada escuchando el salmo: “Tú me sacaste del vientre, me confiaste a los pechos de mi madre. A Ti me encomendaron desde las entrañas maternas; desde el seno de mi madre Tú eres mi Dios” (Sal 22, 10-11). Nada hay más gratificante que tener un niño entre los brazos. ¡Se ve, palpa y brilla la sonrisa de Dios!

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