Cuando hablamos de pasiones automáticamente pensamos que son algo malo. Sin embargo se llaman pasiones aquellos sentimientos, emociones e impulsos que de forma espontánea nos hacen intuir lo que es bueno y lo que es malo. Según la tendencia que provocan inclinan a actuar bien o mal. Las pasiones son muy numerosas. Por ejemplo: el amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría y la tristeza, la templanza y la ira son pasiones. Dice nuestro Señor que el corazón del hombre es donde se anidan las pasiones. De él sale lo bueno y lo malo: “Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez” (Mc 7,21-22).

Entonces, ¿qué repercusión tienen las pasiones en la vida moral? En sí mismas no son ni buenas ni malas. Se califican si siguen la recta razón y la conciencia bien formada. Seguir en la práctica los sentimientos que impulsan al bien convierte las pasiones en virtudes, los actos malos en cambio se transforman en vicios.

El corazón ha sido señalado siempre como la fuente del amor. El amor es la pasión más grande que tiene el ser humano por ser a imagen y semejanza de Dios que es amor. El amor causa el deseo del bien, mientras que su contrario el odio provoca el mal. El amor produce una emoción de alegría mientras que el odio acarrea tristeza. “Sólo el bien es amado” (San Agustín, Trin, 8, 3, 4).
Se dice que las pasiones malas hacen perder la cabeza, es decir, la razón y la voluntad, y entonces la culpabilidad se ve disminuida o anulada. Hasta pueden llegar a convertirse en enfermedades. En efecto, las pasiones no son algo abstracto separado de la vida. Se dan en personas concretas. Nos preguntamos ¿por qué una persona llega a realizar una acción mala? ¿Cómo ha llegado a anularse la razón y la voluntad? Porque existe el pecado y el mal; existen los vicios por la repetición de actos maliciosos.

Cortar y atajar (los vicios) desde las pequeñas acciones. Oponerse a los principios, es decir, cortar las malas inclinaciones desde los orígenes del vicio antes de que tomen fuerza y se enseñoreen de forma irresistible. Santa Teresa de Jesús citando a San Bernardo dice: “Es necesario andar con la hoz en la mano cortando y segando las hierbas y espinas de los vicios” (Aviso VIII s 2). Es como cuando se detectan síntomas de una enfermedad, entonces es mejor prevenir que curar. Porque los vicios llegan a enfermar el alma, la entristecen y la embrutecen.

El Espíritu Santo es, con sus inspiraciones, el que sugiere la pasión, el deseo de la santidad buscando siempre la virtud. La caridad es la mayor de las pasiones que lleva a entregar la vida por los demás como lo hizo Jesucristo en su pasión, cruz y agonía. Es celo misionero, es paciencia y ofrecimiento de los sacrificios de los enfermos, es entrega de padres de familia, valentía de los mártires, riesgo de los defensores de la justicia, perdón y misericordia de los que sufren violencia, es perseverancia sin límites en la fe, es aliento en la plegaria de las personas contemplativas.
El Espíritu Santo lo es todo para conducir como maestro espiritual incomparable las inclinaciones de las personas hacia lo mejor. Lo expresa muy bien la Secuencia que se proclama en la fiesta de Pentecostés. Es luz, padre, don, fuente, huésped, descanso, brisa, consuelo: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero». Cuando se vive en Cristo podemos decir con el salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Sal 84,3). Esta es una realidad muy hermosa en la vida cristiana que busca el gozo en la virtud y huye del vicio que es tristeza.

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