Ante tantos cambios que socialmente se están produciendo no debemos dejar a parte el ateísmo que es uno de “los problemas más graves de esta época” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 19,1). Y si uno analiza la descomposición a la que está llevando la falta de una auténtica antropología, propiciada por la ideología de género, comprenderá que la afirmación antes expuesta no es baladí. Se rechaza a Dios como si fuera un invasor impertinente que da fastidio, molesta y nada tiene que ver con el recorrido de lo humano, más bien es un intruso que se ha de excluir totalmente de la historia y de la experiencia humana. No interesa Dios. No se necesita a Dios. No tienen vigencia, en el planteamiento humano, los diez mandamientos. Se eliminan las interferencias y se barre a Dios hasta el punto de descartarlo del lenguaje habitual. Tal es, esta tiranía de pensamiento, que se llega a ridiculizar al que sencillamente usa el nombre de Dios. No es políticamente correcto hablar o nombrar a Dios. Pero lo peor es que, se ha llegado hasta el punto, de profesarse ateo y esto tiene más plausibilidad social que quien afirma la existencia de Dios.

Si vamos a lo más profundo de nuestra interioridad constataremos que Dios no es alguien que pasa de largo en nuestra vida. Quien insiste en los propios errores o se aferra a ideas o a posturas equivocadas, está demostrando con ello que le falta inteligencia y sabiduría. Nada hay más sofocante y cansino que entablar una conversación con un ignorante: lo sabe todo y es impermeable a aprender. El auténtico sabio lo definió muy bien Platón siguiendo el consejo de su maestro Sócrates: “Solo sé que no sé nada y, al saber que no sé nada, algo sé; porque sé que no sé nada” (Platón, Apología de Sócrates, 1). Ya la Sagrada Escritura advierte: “Dice el necio en su corazón: ‘No hay Dios’” (Sal 53, 2). En este contexto la palabra ‘necio’ indica que las personas inmorales rechazan a Dios y, no sólo las personas de poca inteligencia. Y esto porque el ‘necio’ rechaza a Dios con el fin de vivir una existencia llena de placeres y libre de valores morales.

Hecho este análisis no debemos dejarnos llevar por el pesimismo y hemos de abrir la mirada hacia lo alto con esperanza. Y la razón fundamental está en que todo ser humano siente en su interior la fuerza superior que tiene un nombre muy concreto. “La Iglesia sabe muy bien que su mensaje conecta con los deseos más profundos del corazón humano” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 21, 7). De ahí se sigue que la esperanza es segura y el ser humano tiene siempre momentos para encontrarse consigo mismo y volver la mirada a Dios. Aquí resuena el salmo: “¿Adónde alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia? Si subo al cielo, allí estás tú; si bajo hasta el seol, allí te encuentras. Si monto en las alas de la aurora y habito en los confines del mar. También allí me guiará tu mano, me sujetará tu diestra” (Sal 139, 7-10). No es extraño constatar en la historia a muchos santos que han buscado con sencillez y se han dejado llevar, como el niño se deja llevar por las manos de sus padres, por esa oculta pero real presencia de Dios.

Por eso el ateísmo no tiene razón, ni tiene suficientes razones porque sus bases son inconsistentes. Se entiende la experiencia de San Agustín: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y eh aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteniánme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrasé en tu paz” (Confesiones X, 27, 38). Bien se puede decir que todos estamos llamados a creer en el Dios que nos ha desvelado y revelado Jesucristo. Más pronto o más tarde Él se nos presenta como una Luz que ha brillado siempre y es eterna.

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