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A través de la historia se han ido desarrollando momentos muy difíciles por varias circunstancias que han ido marcando los acontecimientos. En estos momentos nos encontramos también acompañados por tiempos recios. Y digo esto consciente de las grandes dificultades que nos rodean desde el punto de vista social, político, familiar, educacional, religioso y personal. Basta abrir cada mañana los periódicos e inmediatamente nos sentimos invadidos por noticias que nos hacen sentir defraudados ante tales acontecimientos. Nos deprime ver la negatividad en la que se manifiesta la prensa y los medios de comunicación. Parece que la esperanza se ha ido de vacaciones. Se nos escapan las motivaciones para que el corazón se sienta esponjado. Las tertulias llegan a convertirse en funerales de calamidades. El alma se encoge porque parece que no hay salida. Son recios estos tiempos que pasamos.

Ante tal perspectiva ¿qué hemos de hacer? Lo primero es tener confianza en las posibilidades que están presentes y afianzar desde el corazón su nobleza que late por amor y excluye el miedo por desesperación. Así lo vivió Santa Teresa de Jesús: “En tiempos recios, amigos fuertes de Dios”. Esto tiene una resonancia especial que ahuyenta la mediocridad y potencia las aspiraciones para esforzarse en crecer en una vida de amistad con Jesucristo el cual nos fortalece para amar sin medida. Quien ama y se sustenta en el amor de Dios nunca ha de temer. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Qué bien lo definía San Pablo: “Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la sobreabundancia del poder es de Dios y que no proviene de nosotros” (2Cor 4,7). Pero esto no quiere decir estar pasivos sino activos para poner todo el empeño sabiendo que Dios es más fuerte con su amor que nosotros con nuestras debilidades.

Ponernos en actitud de disponibilidad es confiar en la fortaleza de Dios a pesar de nuestras limitaciones: “Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12, 9-10). Si nuestra fortaleza es posible no se debe a nuestra voluntad sino sobre todo a la presencia que Jesucristo nos ha prometido puesto que nunca nos dejará “tirados en la cuneta”. Él se ha puesto en nuestro lugar asumiendo todo lo que es débil para hacernos fuertes. Su amistad es más segura que cualquier otra amistad. Su amor suplanta, si somos humildes, a nuestro amor que flaquea. Recordemos la experiencia de los mártires cristianos que aún sintiéndose apresados por el miedo, el temblor y la tentación de caer en la apostasía, se llenan de valor y dan la vida simplemente afirmando que Jesucristo es el único Rey de su vida. Mueren y mueren perdonando a sus asesinos. Más aún, ofrecen y rezan por ellos.

La fortaleza lleva a acometer y resistir para realizar la verdad y el bien. Lo contrario a ella es la cobardía, que evita los sufrimientos que hay que superar. “Para alcanzar tal fortaleza, el hombre debe estar sostenido por un gran amor a la verdad y al bien a que se entrega. La virtud de la fortaleza camina al mismo paso que la capacidad de sacrificarse. Esta virtud tenía ya perfil bien definido entre los antiguos. Con Cristo ha adquirido perfil evangélico, cristiano. El Evangelio va dirigido a hombres débiles, pobres, mansos y humildes, operadores de paz, misericordiosos; y al mismo tiempo, contiene en sí un llamamiento constante a la fortaleza. Con frecuencia repite: ‘No tengáis miedo’ (Mt 14, 27). Enseña al hombre que es necesario ‘dar la vida’ (Jn 15, 13) por una causa justa, por la verdad y por la justicia” (Juan Pablo II, La virtud de la fortaleza, 15 de noviembre 1978). Por este motivo no podemos olvidar que en tiempos duros y recios más amigos de Dios hemos de hacernos y con él, estamos seguros, venceremos siempre.

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