Estamos celebrando la Jornada de Infancia Misionera 2018. Y es de una importancia muy especial. Este año lleva como lema: “Atrévete a ser misionero”. Es verdad que son tantas las jornadas dedicadas a tantos eventos que sobrepasan los días. Ahora bien, si algo debe cuidarse hoy en la sociedad es la educación de los niños. De lo que hayan aprendido será la mejor herencia para el futuro. Tengo aún en mi experiencia y en mi memoria lo que viví como niño recordando, con admiración, el testimonio de los misioneros. Me impresionaban sus trabajos evangelizadores y su entrega generosa pues salían de mi diócesis burgalesa a tierras desconocidas. Aún tengo en mi recuerdo aquel misionero que nos narraba las aventuras por las que debía pasar para llegar a los poblados más inhóspitos y a pié recorriendo la selva sin saber con lo que se iba a encontrar; el medio de transporte más cómodo solía ser una pequeña embarcación. ¡Es de un heroísmo majestuoso!

Tal fue el impacto que sentía en mi corazón que un día le dije a mi madre: “Quiero ser sacerdote para anunciar a muchos que Jesús es nuestro amigo”. Desde mi tierna infancia sentí ser misionero para llevar el mensaje de Jesús. Fui atrevido y comencé a leer vidas de santos. Tal vez San Francisco de Javier me ayudó, sin duda, a mirar el amor a Jesús de una forma especial. Me impresionaba leer, en los comics hechos para tal mensaje, las dificultades que superaban los misioneros con fortaleza y alegría por puro amor a Jesucristo. Todo esto iba calando en mi corazón de niño. Me fascinaba esta experiencia misionera y siempre le preguntaba al párroco de mi pueblo por la vida de Jesús y qué podía hacer yo por Él. Nos ponía filminas, no era como en la actualidad, puesto que los medios de comunicación eran muy precarios. Pero el gozo interior era tan fuerte que me sabía a gloria celestial. La vida de Jesús me daba una alegría especial.

El párroco nos daba una merendilla -pan y miel- siempre que acababa la catequesis. Se dedicaba los tiempos libres a cultivar las colmenas. Tenía muchas colmenas y las abejas alguna vez me picaron y dolía mucho. Los niños nos hicimos muy amigos del sacerdote. A los seis años ya llegué a ser monaguillo. Siempre le miraba con envidia, a mi párroco, puesto que de mayor quería ser como él pero yendo a las misiones. Nos enseñó a amar a Jesús Eucaristía. Siempre diré que en el sagrario de mi parroquia aprendí a amar mucho a Jesús. Ésta fue la escuela donde Jesús, poco a poco, me infundió la vocación sacerdotal. Un día, lo recuerdo como si fuera hoy mismo, pasó por la puerta de mi casa un pobre que pedía a mi madre un poco de comida. Estaba a punto comerme el bocadillo de chorizo que me encantaba. Mi madre me dijo que le diera la mitad del bocadillo y sin pensarlo mucho le di el bocadillo entero. Mi madre me miró, me dio un abrazo y me dijo: “Ama mucho a Jesús que está en el sagrario y nunca dejes de ayudar a los pobres. Así serás como los misioneros”. Esta sencilla experiencia y el consejo de mi madre han marcado mi vida.

Soñé con ser misionero y a punto de ir a tierras de misión en África, al sur del Congo Kinsasa en la diócesis de Kolwezi, no lo pude realizar puesto que el mismo Jesús al que tanto quería y quiero cada día más permitió en mi vida una enfermedad que duró más de tres años. Tenía 26 años -desde hacía tres años era sacerdote- corría el año 1973. Un día le dije al Señor en oración: “Mira tú eres el responsable que no vaya a las misiones” y sentí dentro de mi corazón una sutil respuesta: “Ser misionero es vivir unido a la voluntad de Dios”. Y lo que nunca hubiera pensado llegó el día 1 de diciembre de 1995 cuando el Papa San Juan Pablo II me comunicó que me nombraba obispo para la Diócesis de Osma-Soria. La misión no tiene lugar, la misión está en el corazón donde reside la disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios donde quiera que sea. Para ser misionero hay que ser atrevido pero siempre diciendo: ¡Aquí estoy para hacer tu voluntad!

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