L a compasión es una de las palabras más queridas por Jesucristo en los Evangelios: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”, “No juzguéis y no seréis juzgados”, “No condenéis y no seréis condenados”, “Perdonad y seréis perdonados”, “Dad y se os dará”, “Echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque la misma medida con que midáis se os medirá” (Jn 6, 36-38). Compasión y misericordia son palabras que contienen el mismo significado. Muchas veces hemos tenido la experiencia de personas que nos han ayudado en momentos de dificultad o bien física o bien moral. Ellos se han adherido a nuestra debilidad para asegurarnos su apoyo o aliento y con este gesto nos hacían sentir más seguros. Esta compasión (es decir: padecer con) ha dado un paso más fuerte a nuestra humanidad. La verdadera humanidad se construye desde la compañía y fraternidad que se comparte.

La enseñanza de la Iglesia es muy prolija a la hora de hablar sobre la compasión y misericordia. “Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel” (San Cipriano, Dom. Orat. 23:PL 4, 535C-536ª). No sería fácil ser compasivos si no tenemos una experiencia profunda de vida orante y esta se actúa de modo especial cuando contemplamos la comunión de la Santísima Trinidad como fuente de verdad en toda relación. Sin el sentido de Dios -en nuestra vida- es muy difícil armonizar nuestros actos. La práctica del amor no es un sentimentalismo, ni un paternalismo, ni un amiguismo; es una relación que nos lleva a la fuente del Amor que es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En este contexto histórico que nos toca vivir se hace muy difícil ser compasivos porque hay una tensión provocada por una sociedad competitiva. No importa, muchas veces, dejar en la estacada al contrario y si se tuercen las circunstancias se le deja tirado sin ayuda. Esto me hace recordar la experiencia, que me relataba una persona, el día que fue atropellado; quien había provocado tal situación huyó. Quedó solo en la calzada. Una persona caritativa se acercó y le ayudó. “En ese momento sentí la alegría de la compasión” concluía. Muchos ejemplos conocemos e incluso en muchos más que hemos vivido y visibilizado la cercanía del auténtico amor.

Bien se puede decir que un acto de amor compasivo nos identifica con Jesucristo que es Luz. “La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el conocimiento interno del Señor para más amarle y seguirle” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2715). Sólo desde esta actitud se puede comprender que toda relación humana se hace más humana. “Y viendo las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). La soledad es uno de los traumas más comunes en este tiempo que vivimos. Sólo se puede cubrir cuando los gestos del Maestro nos muestran la forma con la que hemos de conducirnos.
Ante tales circunstancias que vivimos cada día, nos hemos de plantear ser coherentes y analizar –como si de un scanner se tratara- la forma de abordar los momentos de ayuda compasiva en los que nos rodean. La experiencia nos ayudará a ser mucho más humildes y seremos portavoces de una virtud que el mundo necesita. Los medios nos muestran los dolores y sufrimientos que existen en la sociedad. Si no nos conmueven y lloran nuestros corazones es señal de dureza. “Al verla, el Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: no llores” (Lc 7, 13). Son las entrañas del Señor que nos ayudarán a tener un corazón amable y compasivo.

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