Hooded monk in deep prayer in a medieval church

La soledad ha sido siempre un modo de vivir que contradice la esencia de la persona que está llamada a relacionarse con los demás. Tal es así que los mismos sicólogos afirman que si no se sabe llevar bien, la soledad puede provocar una enfermedad afectivo-social; pero lo más grave es ver a un grupo chateando con el móvil y los compañeros de al lado no tienen ninguna relación. Alguno ha dicho que el peor crimen es no empatizar con el de al lado. Y el crimen no es sólo físico, puede ser también síquico. La soledad nunca es más cruel que cuando se siente en estrecha proximidad con alguien que ha dejado de comunicarse. La baja estima llega a despreciar la vida y se muere el estímulo de vivir. Y es normal que se llegue a afirmar este modo de pensar. Si como personas no nos sentimos considerados, llega un momento que la soledad se convierte en una pesadilla tal que lleva a la depresión y al sin-sentido de la vida. Provoca la fatiga síquica y destruye las motivaciones para seguir luchando en el quehacer de cada día.

La soledad es y siempre ha sido la experiencia central e inevitable de todo ser humano. De tal forma que anula o ayuda a la persona. Quiero fijarme en esa soledad que bien orientada ayuda a crecer y madurar humanamente. De ahí que es muy importante saber estar bien “acompañados” en la soledad. De hecho sabemos que ya desde el principio Dios quiso que el hombre no estuviera solo y le dio como compañera a la mujer: “No es bueno que el hombre esté solo; voy hacerle una ayuda adecuada para él” (Gen 2, 18). Existe la comunicación personal para el ser humano y esto dignifica. No podemos erradicar lo que ya está implícito en la misma naturaleza, hoy que tanto se pretende sustituirla por ideologías que distorsionan lo que la naturaleza muestra con nitidez. De ahí se deduce que la relación personal constituye lo más sagrado que hay en la persona y lo más noble; de tal forma que Dios instaura el matrimonio (el amor de un hombre y una mujer) como la expresión más hermosa que existe en la creación. Por eso la familia -constituida por padres e hijos- se convierte en el lugar más bello que pueda existir en la sociedad.

La soledad auténtica es aquella que ayuda y no anula puesto que tiene una característica que es la del que busca- en medio de su entrega generosa- mostrar lo que será el futuro de la humanidad. Son los que se consagran a Dios por amor a él y por amor a la humanidad como testigos de lo nuevo que ha de venir. La Sagrada Escritura nos habla de los nuevos cielos y la tierra nueva: ”Vi un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 20, 21). No son realidades que se esfuman sino que están enraizadas en el ser que permanece y para siempre. Como enseña el Concilio Vaticano II: “El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (Gaudium et Spes, n. 39). Muchas veces al contemplar los religiosos que viven en Monasterios de Clausura, nos preguntamos: “¿Cómo pueden vivir en esta soledad tan extrema, retirados y apartados de la sociedad?” y nos resulta incomprensible a simple vista. Es una soledad muy acompañada y que hace visible aquello que ha de venir en el futuro. Sus plegarias, sus vivencias de fraternidad y sus trabajos de cada día muestran la gran esperanza que necesita toda la humanidad. Con Dios el ser humano adquiere la compañía mejor que nadie puede colmar.

Hemos de aprender a estar solos pero bien acompañados. La soledad es el imperio de la conciencia. De ahí que sea muy formativo y educativo saber guardar silencio para realizar el viaje más profundo que es el encuentro con la propia conciencia. Y la conciencia es el lugar donde Dios habla. La soledad es la gran talladora del espíritu si está bien orientada. “Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación” (Papa Francisco, Gaudete et Exsultate, n.31). Por tanto la soledad según se la forme orienta o anula a la persona.

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