Estamos en un momento muy importante del año y que a todos nos fascina y es la ya cercana Navidad. El Adviento nos sirve para meditar y reflexionar sobre tal evento. Un acontecimiento que no debe ser manipulado por las luces y los aparentes reflejos compuestos de colores y del esfumado musgo. Es fácil caer en la superficialidad más absoluta sobre las fiestas de Navidad. El protagonista -que es el Niño Dios- se ve, muchas veces, desplazado en un recuerdo marginal que viene suplantado por emociones, sentimientos y reclamos de los comercios donde lo importante es consumir. ¿Se ha perdido el sentido auténtico de la Navidad? ¿Somos conscientes de la importancia que ella tiene? ¿Hemos dejado al Niño Dios en una memoria o recuerdo pasado? Es bueno dar respuesta a estas preguntas y personalmente creo que se requiere una profunda restauración sobre la Navidad.

Durante la liturgia del tiempo del Adviento se ha ido mostrando el deseo y voluntad del Señor en la experiencia humana. El salmo nos recuerda: “¡Oh Dios, restáuranos, haz que brille tu rostro y seremos salvos!” (Sal 80, 4). La conversión del corazón y la restauración, más íntima del ser humano, es lo que le hace madurar en su realidad humana. El humanismo verdadero se realiza desde la aprobación del progreso espiritual que constituye a la persona en su integridad. La restauración, que es conversión, enaltece y hace crecer al ser humano. La historia de la Iglesia ha ido mostrando, a pesar de momentos oscuros, que la única Luz que llena y completa la vida del hombre, es Jesucristo. Él es la fuente y vida de toda espiritualidad y en él se refleja y brilla el rostro de Dios.

Así lo expresaba el Papa Juan XXIII: “La sociedad humana, tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo” (Pacem in Terris, 36.- 11 de abril 1963).
He oído con frecuencia a alguna persona: “Mi vida cambió cuando me encontré con la fe. Pasaba de ella y a veces la despreciaba; un día descubrí que todo tiene su tiempo pero Dios permanece con su amor y misericordia. Fue una luz tan brillante y luminosa que me invadió. Ahora soy más feliz”. Todos tenemos resortes interiores que nos ayudan a descubrir que la vida o es auténtica o no tiene sentido. Es esa semilla que Dios ha sembrado en todo ser humano. El Adviento nos ayuda a mirar con esperanza que el ser humano tiene una única razón para confiar y es que Dios ha apostado totalmente por nosotros. Envía a su Hijo y se pone en nuestro lugar para hacernos libres y poder participar de su Vida de Amor. La espera, a veces, es ardua porque pasa por momentos de oscuridad. Ocurre lo mismo cuando atravesamos un túnel, si esperamos, sabemos que vendrá la luz.

Ya a las puertas de la Navidad deseo de corazón, a todos los diocesanos, que nos invada la alegría de tener la gran certeza del Niño-Dios que nos sonríe y nos ofrece su vida para ser felices y vivir en el gozo permanentemente. ¡¡¡Feliz Navidad y Feliz Año 2019!!! n

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