Las Javieradas se conocen en toda la sociedad como un momento de “peregrinación en la fe”. No son por motivos ni deportivos, ni culturales, ni de paseo ecológico. Es un momento de reflexión y de poner a punto la propia vida en sintonía con el amor misericordioso de Dios. La sociedad necesita momentos, como las Javieradas, para romper con el hartazgo de las ideologías, de las manifestaciones torticeras y de baja calidad, de las falsas promesas
-de la sociedad del bienestar- que lo único que producen es malestar y angustia. La sociedad necesita una medicina, es decir, una espiritualidad que haga cambiar los corazones y una fraternidad universal que sea la mejor forma de sanar ciertas heridas que, por el contrario, llevan a la muerte síquica y anímica. Los cristianos generosos que están a pie de obra nos ayudan, con su ejemplo, a mirar a la humanidad por lo que es y no por los ilusionismos de ciertos modos de pensar que llevan a los prolegómenos del precipicio. Me da pena constatar que haya ciertas manifestaciones contrarias a la finura y profundidad de la espiritualidad cristiana.

Lo auténticamente humano no contradice la experiencia evangélica que Jesucristo nos propone como vivencia de libertad, de amor y de esperanza. Aún más, la vida cristiana, ayuda a poner las realidades humanas en su justo lugar. Y más aún, tenemos resortes, que denuncian la fragilidad de los programas idealistas que buscan sus propios intereses y lo podemos constatar en la hermosa labor de testigos creyentes e instituciones caritativas que tienen como finalidad vivir el mandato de Cristo: “Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (Jn 13, 34-35). Para ser signos y testigos de esperanza no nos queda otra alternativa sino la propuesta de Jesucristo. “Todos pueden signarse con la señal de la cruz de Cristo; todos pueden responder amén; todos pueden cantar aleluya; todos pueden hacerse bautizar, entrar en las iglesias, construir los muros de las basílicas. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo sino por la caridad. Los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto sólo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto. ¡Has cumplido la ley!” (San Agustín, In Epistolam Ioannis ad Parthos 5, 7).

Los santos son aquellos que más promocionan el sentido humano y la razón es muy sencilla: Han calado en la esencia de la naturaleza humana que se sustenta en lo eterno que no pasará nunca. Me alegra saber que los santos interceden por nosotros para que vivamos con la mirada puesta en el cielo con los pies en la tierra. De ahí que las Javieradas han de contemplarse como un peregrinaje de hombres y mujeres de fe que miran a un santo –que fue San Francisco- al que no se le nubló la mente cuando San Ignacio de Loyola le reta: “Porque ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? o ¿qué podrá dar al hombre a cambio de su alma?” (Mt 16, 26). Ante tal reto que Cristo lanza a los suyos también se dirige a todos nosotros. Nadie quiere más al ser humano que Jesucristo puesto que nos sustenta, con su vida, nuestra vida. La vida en Cristo hace posible, en el creyente, pasar del pecado a la gracia, de lo negativo a lo positivo, de lo superficial a lo permanente y del egoísmo a la entrega sin límites. Así lo vivió San Francisco de Javier.

Espero y así lo deseo que estas jornadas, de las Javieradas, nos ayuden a mirar con realismo y con la fuerza de la espiritualidad lo más importante que sucede en nuestra propia vida: la Salvación en Jesucristo que nos cambia y realiza la conversión y nos ponga la mirada en aquello que permanece para siempre que es la vida eterna. Es el mejor regalo que podemos recibir y es la herencia que más podemos desear. n

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