Estamos ya en el tiempo de Cuaresma (Período de cuarenta y seis días, desde el miércoles de ceniza hasta la víspera del domingo de Resurrección, en el cual los cristianos se preparan, con penitencia, ayuno, oración y limosna, para celebrar la Semana Santa que concluye con la Pascua de Resurrección). De esta forma se recuerda los cuarenta días que Jesús vivió en el desierto y tuvo circunstancias y momentos de tentación por parte del diablo al que llama “padre de la mentira” (Jn 8, 44). Lo mismo nos sucede en estos momentos de la historia puesto que las malas artes del Maligno siguen actuando y de forma muy ladina. Siempre lleva por el camino del engaño y la mentira. Se hace pasar como el liberador y embauca a muchos haciéndoles ver que el pecado ya ha pasado de moda y hoy ya no existe; se viste de fiesta aparente para hacernos creer que vamos a ser felices y no es verdad, más bien, todo lo contrario; se expone como actor de la verdad y “es el homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad porque no hay verdad en él” (Jn 8, 44). ¡Cuántos se sienten engañados! Y el Maligno tiene como norma engañar y no cesa de seguir engañando y de ahí que se ha de estar atentos para no caer en la argucia de sus artimañas.

El tiempo de Cuaresma nos ayuda a profundizar en el encuentro con Dios, por eso la ORACIÓN es el primer requisito de todo camino hacia el recorrido del corazón, hacia la santidad. En la oración es donde mejor se define si estamos cercanos o alejados de Dios. “Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas –y también hacia nosotros mismos-, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca” (Papa Francisco, Mensaje Para la Cuaresma de 2019, 4 de Octubre 2018- Fiesta de San Francisco de Asís-). La oración nos ayuda a renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo. Tenemos necesidad de la fuerza que viene del Señor. ¡Cuántas veces constatamos en la plegaria la valentía para seguir luchando en hacer el bien! No olvidemos que la vida cristiana si no se sustenta en la oración y en la cercanía a los sacramentos, de modo especial la Eucaristía y la Confesión, se convierte en una falacia.

Cuando hacemos excursiones por los senderos de una montaña se requiere estar bien preparados y comer lo necesario, pero nunca atiborrarse de los alimentos. El AYUNO libera de la avidez y hace posible que el cuerpo se aligere. Hoy, por las instrucciones dietéticas, que ayudan a cuidar del cuerpo, es normal que el dietista indique la importancia de liberarse de alimentos nocivos, de exceso en alimentos grasos… y todo porque este ayuno hace mucho más ágil al cuerpo y le desintoxica de elementos nocivos para la sangre o por el exceso de glucosa en el mismo. Y si esto se hace para el cuerpo, mucho más lo hemos de hacer para el alma que puede verse enjaulada en una parálisis existencial. El ayuno nos priva de nuestras apetencias egoístas, nos fortalece para saber sufrir por amor, nos hace mirar las realidades materiales por lo que son y no por lo que nos comunican los intereses creados. Nos ayuda a tener el corazón en su lugar sagrado y no fuera de él como si estuviera al borde del precipicio.

Teniendo presente el Juicio final: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 35-36), se entiende el sentido de la LIMOSNA puesto que “entonces, se pondrá a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 678). La limosna no es simplemente una forma de solidaridad sino la expresión de un amor que nos hace ver en el hermano la imagen nítida de Jesucristo. Por eso al final de los tiempos el examen será sobre la atención que se ha tenido con el prójimo puesto que en él se encuentra al mismo Cristo al que se le acepta o se le rechaza.

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