«Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). Con estas palabras Jesús se atribuye el fragmento del profeta Isaías que había leído en la Sinagoga de Nazaret ante sus paisanos. Texto bíblico que en parte ocupaba la primera lectura que hemos escuchado.

Jesús se proclama el Ungido de Dios, el Mesías, lleno de su Espíritu. «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres» (Lc 4, 18). Bellamente quedaban recogidas estas palabras proféticas en la oración colecta con la que iniciábamos nuestra celebración de hoy: «Por la unción del Espíritu Santo -hemos rezado- constituiste a tu Hijo Mesías y Señor».

Cristo, como decía el texto de Isaías, ha sido enviado para evangelizar, esto es, para anunciar la Buena Noticia, ha sido enviado para llevar a plenitud el plan salvífico del Padre, y llevar a cumplimiento la historia de la salvación. Una historia de la salvación que tiene como finalidad restablecer la relación entre Dios y la humanidad por él creada, haciéndonos partícipes de su vida divina. Una historia de la salvación que en sus momentos principales escucharemos en la noche del próximo sábado en la liturgia de la Palabra en la Vigilia Pascual.

Esta misión de Jesús se manifestará de modo particular con su pasión y muerte, que nos disponemos a celebrar en los próximos días. Ya que por medio de su muerte en la cruz Jesús nos abrió el camino a Dios, estableció un puente entre el cielo y la tierra, se convirtió en Pontífice de la Nueva Alianza, en único y eterno Sacerdote. Nos lo recordará la segunda lectura de la Celebración de la Pasión del Señor del viernes santo, tomada de la carta a los Hebreos. Y con su resurrección gloriosa, Cristo, nuestro Sacerdote, vuelve al santuario celeste para interceder eternamente por nosotros. Cristo se convierte en el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos. Como nos decía el texto del Apocalipsis que hemos leído en segundo lugar (cfr. Ap 1, 5-8). Cristo resucitado es, como marcaremos en el cirio pascual que lo representa en la liturgia de la luz de la Vigilia Pascual, «el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso».

Cristo resucitado es la Fuente de los sacramentos, que nos transmiten su vida divina. Es por ello que hoy consagramos el crisma y bendecimos los óleos de los catecúmenos y de los enfermos que se utilizan para conferir algunos de los sacramentos. Como sabéis:

  • Con el crisma se ungen los recién bautizados, los confirmados son signados y se sellan las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos cuando son ordenados y se marcan las iglesias y los altares el día de su dedicación para expresar la unción invisible del Espíritu Santo.
  • Con el óleo de los catecúmenos son ungidos éstos antes de recibir el bautismo para fortalecerlos en la lucha contra el mal.
  • Con el óleo de los enfermos éstos son ungidos para que reciban el alivio y el consuelo del Señor.

Todos nosotros, todos los cristianos, participamos en este sacerdocio de Cristo por el bautismo. Cuando fuimos ungidos con el sagrado crisma se nos dijo a cada uno: «para que seas miembro de Cristo sacerdote, [profeta y rey]». Hemos sido constituidos un pueblo de sacerdotes, tal y como cantábamos en el canto de entrada: «pueblo sacerdotal»; tal y como Isaías profetizaba en la primera lectura: «Vosotros os llamaréis “Sacerdotes del Señor”» (Is 61, 6); tal y como expresaba el texto del Apocalipsis de la segunda lectura: «nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (Ap 1, 5); tal y como escucharemos al inicio del prefacio dentro de poco: «Él confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo». Por tanto la misa crismal resalta la participación de todos los bautizados en el sacerdocio de Cristo.

Pero particularmente se destaca hoy el sacerdocio ministerial, la elección de «hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión», como dirá el prefacio al que ya he hecho mención. Al celebrar pues esta fiesta sacerdotal os pido, queridos sacerdotes, que seáis testigos de la redención en el mundo, así lo pedíamos en la oración colecta, que hagáis presente el misterio pascual que en estos días vamos a celebrar ante nuestros fieles de hoy en día. Y así, como nos invitará el prefacio, renovemos el sacrificio de la redención, preparemos el banquete pascual, precedamos al pueblo fiel en el amor, lo alimentemos con la Palabra de Dios y lo fortalezcamos con los sacramentos. En definitiva, que seamos fieles dispensadores de los misterios de Dios, dando testimonio constante de fidelidad y amor. Y nos vayamos uniendo más fuertemente a Cristo y configurando con él. Haciendo realidad las promesas que pronunciasteis el día de vuestra ordenación y que dentro de poco renovaréis.

Contáis con mi oración y también con la del pueblo creyente, con la oración de todos vosotros, queridos sacerdotes, para que así, con la gracia de Dios, seamos imagen, cada vez más viva y perfecta, de Cristo sacerdote, buen pastor, maestro y siervo de todos. Y como nos dice el Señor: “Soy yo, no temáis” (Jn 6, 20). Los discípulos tenían miedo porque la barca se tambaleaba. Al meditar este episodio, la tradición cristiana ha visto en la barca una figura de la Iglesia, que tendrá que soportar muchas dificultades y a la que el Señor ha prometido su asistencia a lo largo de los siglos (cfr. Mt 28, 20). Muchos son los momentos de zozobra y de perplejidad. No obstante “aquel viento es figura de las tentaciones, fragilidades y persecuciones que padecerá la Iglesia por falta de amor. Porque, como dice San Agustín, cuando se enfría el amor, aumentan las olas y la nave zozobra. Sin embargo el viento, la tempestad, las olas y las tinieblas no conseguirán que la nave se aparte de su rumbo y quede destrozada” (Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium Ionannis, ad hoc). Os deseo una Semana Santa llena de confianza en el Señor que se ofrece, por amor, a salvar al género humano. ¡Feliz Pascua de Resurrección! Que María nos ayude a ser fieles discípulos de su Hijo.  

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