Hay un lugar sagrado que todos respetamos (o deberíamos respetar) y es el de la intimidad. Durante siglos el género humano se ha debatido sobre lo que es de derecho personal o lo que es de derecho social. La intimidad es uno de los derechos fundamentales de la persona. Lo podemos constatar en el art. 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Organización de las Naciones Unidas -10 de diciembre 1948- y consultado el 22 de octubre de 2015): “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, ni cualquier entidad, ni de ataques a su honra o reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”. Y ante tal derecho muchas veces se afirma que estamos en una sociedad donde cualquier mofa, ataque a los sentimientos religiosos, expresiones ofensivas… son justificables porque existe la “libertad de expresión”; como si de una palabra mágica y de libre uso se tratara. La vida privada es el ámbito al que se tiene derecho a proteger de cualquier intromisión y en la experiencia religiosa se requiere también respetar como algo íntimo puesto que es una zona espiritual sobre la cual nadie tiene derecho a usurpar y menos a ridiculizar o maltratar.

Dentro de la intimidad existe una franja muy importante que se ha de tener en cuenta y es la espiritual. Toda la vida humana es posible entenderla como un camino de búsqueda. Una búsqueda de la que con frecuencia no somos conscientes. “¡Ay, ay de mí, por qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío… todo por buscarte con el intelecto… con los sentidos de la carne, porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío” (San Agustín, Confesiones III, 6, 11). Es profundamente grandioso comprobar que las motivaciones llevadas por la experiencia espiritual fundamentan la auténtica humanidad. De ahí se puede deducir que la superficialidad provoca tal insatisfacción que, al no tener raíces, se muere en la desesperanza más absoluta.

El derecho a la intimidad no sólo se ha de considerar como un referente de respeto a la persona, a la familia y a las instituciones sino como un ejercicio de cuidar y madurar la relación entre humanos. Quien no respeta la intimidad no respeta a la persona. Cuánto más se pierde el sentido de Dios, más se fomenta la desconfianza, la intromisión y el desprecio a la persona humana. Pero ocurre que aún en medio de los sentimientos o placeres más mundanos, en las satisfacciones o complacencias que proporcionan los sentidos, estemos atentos porque en lo más íntimo de la conciencia se sigue buscando a Dios. “Mira, estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3, 20). Jesucristo está hablando de buscar una relación estrecha, de una amistad íntima. Nada hay perdido si se está atentos. Quien abre su intimidad y busca… siempre encuentra.

En nuestra sociedad hay mucha soledad. Muchos buscan caminos que no construyen: el alcohol, las drogas, la promiscuidad y otras formas que nunca llevan al puerto de la auténtica libertad sino más bien a una esclavitud dramática. De ahí que existan más ansias y deseos de necesitar la ayuda de unos y otros para romper con el individualismo causante de tantos males. No estamos hechos para vivir solos sino para vivir ayudándonos los unos a los otros en la intimidad de la comunidad. San Pablo lo expresa muy bien: “Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Ciertamente muchos son los miembros, pero uno solo el cuerpo. No puede decir el ojo a la mano: ‘No te necesito’; ni tampoco la cabeza a los pies: ‘No os necesito’. Más aún, los miembros del cuerpo que parecen más débiles son más necesarios; y a los miembros del cuerpo que parecen más viles, los rodeamos de mayor honor; y a los indecorosos los tratamos con mayor decoro” (1Cor 12, 19-23). Que nadie nos robe la intimidad personal, familiar, espiritual y comunitaria.

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