Hay ambientes sociales o medios de divulgación que no tienen la suficiente gallardía para respetar la privacidad de las personas o de las mismas instituciones. Se airean los comentarios y se convierten, en muchos momentos, en falsas noticias que perjudican a aquellos de los que se habla con superficialidad y hasta con regodeo. La murmuración se ha convertido en una “salsa de las conversaciones” y el mal que se hace es mucho y muy grave. Las lenguas viperinas destruyen, con su veneno, las relaciones sanas entre personas y muchos se ven vilipendiados y acosados mucho más que si de un arma de fuego se tratara. Preferirían morir físicamente antes que ser objeto de desprecio y calumnia. Señalar con maldad y alevosía a una persona es casi asesinarla en su vida privada y hacer público la profunda herida de su más hondo sentimiento. Muchos suicidios vienen provocados por la injerencia malévola en la vida privada de la persona. Se sienten acorralados y no saben salir de esa situación de angustia vital y existencial. ¡Cuánto mal se puede hacer con la lengua que no sabe callar o contenerse!

La calumnia o la injuria son como cuchillos que van deteriorando lo más íntimo que tiene la persona. Es como quien invade los lugares más privados de la casa y los destruye. De ahí que ya la Biblia afirmaba que “no darás testimonio falso contra tu prójimo” (Ex 20, 16). Y no es un consejo simplemente, es preferentemente un mandamiento divino que saca a la luz cómo deben ser las actitudes y obras concretas de la persona hacia los demás. Desde los comienzos de la humanidad la verdad estaba ya inscrita en el ADN de la persona; quien contradice o se opone a tal realidad, vive en la mentira más absoluta. “Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas…, se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según su exigencias” (Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae 2).

Es propio del derecho humano y así consta en los derechos internacionales que no se puede lesionar la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación. Las ofensas a la verdad tienen como base fundamental la mentira. El mismo sentido racional, tiene como fuerza humana, el “rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias” (1P 2, 1). No cabe duda que en este campo se ha de avanzar para sanar las inclinaciones perversas a las que llevan los vicios señalados. No existe auténtico cambio o conversión si no se fortalece la virtud de la sencillez y purificación del corazón.

Un corazón corrompido es una bomba que puede explotar y hacer mucho daño. “La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los humanos y rompe el tejido de las relaciones sociales” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2486). Tan grave es la mentira que Jesucristo la considera una obra diabólica (Cf. Jn, 8, 44); llamándole, al Maligno, padre de la mentira. De esto se deduce que la persona merece el mayor respeto y de modo especial a su fama. El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto (Cf. Código de Derecho Canónico, can 220). La reputación y honor del prójimo ha de tener su base en la defensa de la dignidad humana y cada persona posee un derecho natural al honor de su nombre. Quien sepa vivir con sentido auténtico ha de dar respuesta concreta a la privacidad y veracidad. Muchos problemas no se darían o se resolverían si se tuviera la capacidad de honradez y sinceridad.

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