Alegría y fiesta hay en este día en nuestra diócesis, alegría y fiesta en vuestras familias, en vosotros mismos y, por qué no decirlo, dentro de mi corazón y de todos nosotros por la ordenación de presbíteros y diáconos: Los presbíteros José Ángel Zubiaur Mayans, Quoc Thang Doan, Yesnedy Andrés González Barrera, Huynh Nguyen, Allan Salamida Durán. Y los Diáconos Héctor Arratibel González y Jorge Tejero Ariño.

Cuando pasen los años celebraréis este día, el 30 de junio, que estará siempre marcado en rojo festivo como el día en que recibisteis la ordenación sacerdotal. Digo más, cada vez que celebréis el domingo décimo tercero del tiempo ordinario del ciclo C, repetiréis con gozo y hasta con responsabilidad las lecturas que hoy se proclaman y que parecen escogidas para fundamentar el sentido del sacerdocio y del diaconado. Vosotros, al meditarlas, iréis sacando ideas muy provechosas para vuestra vida. Por mi parte, hoy haré algunas consideraciones sencillas que a nosotros y a todos los que nos acompañan nos ayuden a vivir con piedad esta celebración eucarística dentro de la que tiene lugar vuestra ordenación presbiteral y diaconal.

1.- Elías, nos dice el libro de los Reyes (Cf. 1Re 19, 16b. 19-21) puso su manto sobre los hombros de Eliseo y lo constituyó profeta del Señor. Cada uno de vosotros por la imposición de las manos del obispo, que es un signo sacramental maravilloso, vais a ser consagrados presbíteros unos y otros diáconos. Eliseo respondió abandonando su profesión de agricultor rico, hizo una hoguera con el yugo y sacrificó a Dios los bueyes, dando de comer a la gente; y así comenzó su seguimiento a Elías. Vosotros también habéis prescindido de todo oficio profesional lícito para dedicaros de lleno a la labor pastoral, para seguir con exclusividad a Jesús. San Jerónimo comenta: “Dejar el oro por seguir al maestro es de principiantes, no de perfectos. Esto lo hizo el tebano Crates y otros filósofos. Ofrecerse a sí mismo a Dios, eso es lo propio de los cristianos y de los apóstoles (Carta a Licinio, 71,3). Nuestra pobreza sacerdotal no es una virtud puramente personal, como una medalla de adorno, es la respuesta a la llamada que hemos recibido, la consecuencia del don más precioso que se nos ha concedido, como dice el Salmo de hoy: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano. Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15, 1-2). Mi heredad y la de todo sacerdote es Jesús, el centro de nuestra vida; y lógicamente es la Iglesia, nuestra Madre. Por ella nos desvelamos, por ella estamos dispuestos a ir gastando nuestra vida poco a poco.

No podemos, no queremos olvidar esta hermosa realidad, y cuando vengan momentos de desaliento, de bajón decimos ahora, debéis recordar la grandeza de nuestra vocación, el gran honor de saber que Dios nuestro Señor se ha fijado en nosotros con particular predilección, como en otro lugar dice el Salterio: “Te doy gracias, Señor, porque me has escogido portentosamente” (Sal 118,14). ¡Qué grande la misión del sacerdote, que ofrece al Señor el sacrificio del Altar y que está siempre dispuesto a atender a sus hermanos, a acompañarles en su camino hacia la Patria definitiva que es el Cielo!¡Qué grande el diaconado que se pone en servicio al estilo de Jesucristo Siervo! Si Eliseo entendió el privilegio de seguir a Elías y heredar su dignidad de profeta, cuanto más nosotros que vamos a actuar en el nombre y en la persona de Cristo Jesús.

2.- San Pablo escribió a los Gálatas un consejo que parece dirigido a nosotros, a vosotros, queridos hijos que vais a ser ordenados sacerdotes y diáconos: “Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.  Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. Vuestra vocación es la libertad” (Ga 5,1). Sabemos bien que la libertad es el aire que aviva el amor, que nos lleva a valorar a nuestros hermanos y a crecer en la comunión con todos. Me gustaría insistiros que valoréis lo que significa pertenecer a nuestro presbiterio, que con plena libertad no dejéis de participar en las actividades que se organizan, aunque solo sea porque a tenor del Proverbio latino, “el hermano, apoyado por su hermano es como una ciudad fortificada” (Prov 18,19, Vulgata). Sin duda, el amor verdadero brota de la verdadera libertad, porque aleja de la posesión personalista, transforma todo esfuerzo en don alegre y nos hace capaces de la comunión más perfecta. Preocupaos especialmente de los sacerdotes mayores y de los enfermos, conscientes de que son el mayor tesoro de nuestra Iglesia. Tened siempre presente que sois ministros y hermanos con los sacerdotes y hermanos y amigos cristianos con los cristianos.

3.- Me queda proponeros una reflexión breve sobre el texto del Evangelio que hemos proclamado. Se encuentra Jesús con tres personas con planteamientos distintos de cara a seguirle. Al primero que se ofreció voluntariamente, lo rechazó; a otro que no se atrevía por no saber cómo compaginar sus obligaciones con el seguimiento lo animó; y al tercero que ponía pegas, lo censuró. Probablemente el primero buscaba su propio beneficio instrumentalizando el ministerio en favor propio.  A estos el Señor los rechaza. Al tercero, que condicionaba el seguimiento, tampoco lo aceptó. Es evidente que el seguimiento de Jesús es radical puesto que llena todas las ilusiones, todos los proyectos. En este mundo que nos toca vivir, tan lleno de pensamiento débil y tan falto de decisiones fuertes, queremos poner toda la carne en el asador, sin pausas injustificadas, sin volver la vista atrás en añoranzas inútiles. Solo uno de los tres personajes de este relato recibió la llamada sin esperarla y expuso con sencillez la dificultad razonable de enterrar a su padre. Jesús no se lo recriminó, únicamente le planteó la primacía de su vocación: “Tú sígueme” (Lc 9, 59). Que brote esta oración: “Con qué radicalidad exiges que te sigamos, y que yo te siga. Y ante tu invitación -¡Sígueme!-, no tengo otras palabras que te seguiré adonde vayas, en la pobreza, en la obediencia y en el celibato. Me desprenderé de mí para ser totalmente tuyo. No hay Maestro más auténtico que tú. Ni más sabios consejos que los tuyos. Ni compañía  más segura y fiel que la tuya”.

 ¿No os veis reflejados en este joven? ¿No habéis ido descartando en vuestros años de Seminario los asuntos que podían atraeros y habéis decidido atender la llamada de Jesús con todas las consecuencias? Y aquí estáis ante el Señor y ante la Iglesia con esta decisión libre y generosa. “Hoy se pide a todos los cristianos, a las iglesias particulares y a la Iglesia universal la misma valentía que movió a los misioneros del pasado y la misma disponibilidad para escuchar la voz del Espíritu” (San Juan Pablo II, Redemptoris missio, n. 30). Dentro de unos momentos escucharéis del mí, como vuestro Obispo, ese deseo intenso, como confirmación de las promesas que vais a formular: “Dios que comenzó en ti la obra buena, él mismo la llevará a término”. La misión del sacerdote es conocer a Jesús, darlo a conocer y atraer a los más posibles hacia Él. Para conocerle hay que tratarle. Un último consejo quiero daros: No abandonéis nunca vuestra oración, vuestro espacio diario de intimidad con el Señor mejor si es delante ante el Sagrario y escuchando su Palabra. Es el momento más fecundo de vuestra labor pastoral.

Terminamos con una mirada a Santa María, madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes. Bajo su amparo os encomendamos para que ella os proteja y os guarde.

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