LA DIMENSIÓN PROFÉTICA DE LA IGLESIA EN LA MISIÓN

L a Iglesia que contempla el rostro de Dios revelado en Jesucristo como Padre rico de Misericordia, se hace misionera para llegar a ser sal de la tierra y trazar proféticamente aquellas vías que ayudan a sanar las heridas de la humanidad y a construir un solo mundo, según el proyecto común, a nivel eclesial, cultural y social.

Conviene recordar que el papa Francisco habla muchas veces sobre este tema y lo hace porque a veces estamos apresados negativamente por el pasado o por una conciencia errónea del presente y por unas fatales consecuencias, así pensamos, que sucederán en el futuro. “Cuando falta la profecía de la Iglesia, falta la vida misma de Dios y predomina el clericalismo. El profeta es el que escucha la Palabra de Dios, sabe ver el momento y proyectarse en el futuro. Tiene dentro de sí estos tres momentos: el pasado, el presente y el futuro…El profeta es un hombre de tres tiempos: promesa del pasado, contemplación del presente, valentía para indicar el camino hacia el futuro.” (Homilía en la Capilla de Santa Marta, 16 de diciembre 2013).

Ciertamente que el sentido profético de la misión debe tener unos pilares fundamentales que sostienen la adhesión al presente con la fuerza del evangelio y mirando al futuro con el sentido de la esperanza que ayuda para no caer en la desesperación: “Sólo en Dios está el descanso, alma mía, porque de Él viene mi esperanza. Sólo Él es mí roca y mi salvación, mi alcázar: no podré vacilar. En Dios está mi salvación y mi gloria, mi roca fuerte; en Dios está mi refugio” (Sal 62, 6-8).
Hoy día podemos afirmar que hay varios problemas que están afectando a la sociedad y que han provocado ciertas heridas. El ser humano ha de plantearse de dónde viene y hacia dónde va. Los analistas que estudian el espíritu humano (la sicología humana) generalmente afirman que uno de los grandes males o enfermedades síquicas que se dan actualmente es cuando se pierde el sentido de la transcendencia. Si la vida se corrompe en lo material, hedónico y en el pansexualismo, llega un momento que el vivir no tiene sentido y la única salida que se tiene es el sentimiento de inutilidad. De ahí que la evangelización tiene como finalidad el concienciar y profetizar a todo ser humano que, posteriormente a esta vida terrenal, hay una eternidad que nos aguarda.

Otra herida que los mismos especialistas han llegado, en su estudios, a afirmar y subrayar es la relación personal deteriorada por el individualismo, es decir que la persona que tengo frente a mí no significa nada y todo lo más en tanto en cuanto me sirva para la realización de mis propios gustos y deseos. Por ejemplo, estamos en una reunión, si miramos alrededor la mayoría tiene el móvil o la tablet funcionando. Cada vez es más difícil mantener un discurso sosegado y donde la persona signifique el mayor regalo. La profecía cristiana nos hace mejores personas puesto que la práctica de la virtud y de la caridad nos abre a las personas que nos rodean. “Esta cualidad -afirma el psiquiatra Harold Koenig, de la Universidad de Duke, en los EE.UU- junto con el optimismo y la capacidad para mantener buenas relaciones, es la mejor prevención contra las enfermedades mentales”.

Y una de las actitudes proféticas que más bien hacen a la vida interior de la persona es la capacidad de pedir perdón y sentirse perdonado: La mejor medicina que cuida y cura el corazón humano es saber perdonar. Es el mismo Señor que con sentido profético y de madurez humana anuncia a los suyos: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 12). Muchos conflictos personales, familiares y sociales en el amplio espectro vital serían superados gracias al perdón. El insigne fraile dominico Henri Lacordaire dijo: “¿Quieres ser feliz un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz toda la vida? Perdona”. No cabe duda que hay muchas razones para la ira y la venganza pero estas no sanan el corazón.“La inmensa alegría del perdón, ofrecido y acogido, sana heridas aparentemente incurables, restablece nuevamente las relaciones y tiene sus raíces en el inagotable amor de Dios” (San Juan Pablo II, 1 de enero de 1997).

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