El morbo del concilio
Desde que terminaron los funerales del Papa Juan Pablo II, es el cónclave el centro de la curiosidad y de los pronósticos. Interesan los detalles externos, las normas, los procedimientos, y sobre todo los candidatos. Se multiplican las encuestas y las suposiciones sobre si el Papa será italiano o no, si será europeo, americano o africano. Unos lo adivinan conservador otros progresista.
Todo ello está muy bien y resulta prácticamente inevitable. Pero es posible que de estos comentarios no nos quede mucho provecho. Son suposiciones, hipótesis y, a veces, proyección de los propios deseos. Resulta más interesante tratar de ver los aspectos reales de lo que va a ocurrir. Se trata de un acontecimiento eclesial, y por eso mismo hay que verlo desde el interior de la Iglesia, con una mirada de fe, tratando de situarnos en la realidad de lo que es para la Iglesia la celebración de un cónclave.
En esto, como en todo, para descubrir la realidad de un acontecimiento de Iglesia tenemos que situarnos en la perspectiva de Jesús. La Iglesia de hoy sigue siendo la Iglesia de Jesús, fundada por El, sostenida, vivificada y dirigida por El. La elección de un nuevo Papa es un acontecimiento en el cual está presente y actuante la persona de Jesús resucitado, y con El la Trinidad Santa, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es un hecho que tiene sus raíces en la providencia y la asistencia de Dios a su Iglesia, para bien de la humanidad entera. Un acontecimiento directamente vinculado al amor salvador de Dios.
Ya en el orden de lo terreno y de lo visible, la elección del Papa depende de los Cardenales electores, de su manera de ver la situación y las necesidades de la Iglesia y del mundo, del conocimiento y valoración que tengan de los candidatos, del consenso que se vaya formando poco a poco entre ellos. En este proceso estarán iluminados y dirigidos por la asistencia del Señor, recibida mediante la oración y la reflexión en unos corazones dóciles y responsables.
La elección de un Papa en el siglo XXI no es un hecho aislado, sino que está inserto en una historia, en la vida histórica de la Iglesia, en la continuidad de Jesús en la vida de la humanidad. En definitiva, la elección del Papa es la repetición de aquel momento en que Jesús dijo a Pedro “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Confirma a tus hermanos”, “Apacienta mis ovejas”, “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Esto lo dijo Jesús para siempre, para todos los sucesores de Pedro, para el nuevo Papa como para todos los demás.
Ahora nuestra participación más importante en este acontecimiento tiene que concretarse en la oración. Pedimos al Señor para que los Cardenales electores perciban las inspiraciones del Señor, las acojan, las obedezcan, de modo que busquen en todo exclusivamente el mayor bien de la Iglesia y del mundo, escogiendo al candidato que responda mejor a los designios de Dios, al anuncio y aceptación del evangelio de Jesús en el mundo.
Querer delimitar los proyectos de Dios, los pasos futuros de la Iglesia o del mundo, desde nuestras preferencias del momento, aparte de ser un atrevimiento, es también un ejercicio bastante inútil. Tenemos que pensar que, en estos momentos, Dios tiene ya un candidato preparado en el silencio a lo largo de toda una vida, lo que interesa es dar con él, descubrirlo, interpretar y ejecutar los planes de Dios, que van mucho más allá de nuestras cortas previsiones.
Las características del nuevo pontificado tendrán el sello de la personalidad y de la biografía del elegido, pero sobre todo vendrán determinadas por las raíces de la Iglesia, por las enseñanzas de Jesús y la tradición apostólica, por la herencia de los santos y la animación del Espíritu de Dios. Todo ello vivido y ejercido en estrecha relación con las necesidades de los hombres y las vicisitudes del mundo, para cuya salvación vive y opera la Iglesia en el nombre del Señor.
No sería sensato esperar un papa que introduzca grandes variaciones en la vida de la Iglesia. Los Papas nacen del interior de la Iglesia que es una y católica. Los pontificados no se repiten. Cada uno responde a las cambiantes situaciones de su tiempo. Y a la vez conservan una profunda continuidad, porque se alimentan de la misma tradición. Tampoco tienen por qué ser unos mejores que otros. Cada uno responde a una época diferente. Son diferentes a pesar de su profunda unidad, y mantienen su continuidad a pesar de las muchas innovaciones y diferencias. Esta es la riqueza de la Iglesia. Nunca podrá ser comprendida por quien quiera verla como una institución meramente humana equiparable a otras instituciones sociales o políticas.
Desde esta perspectiva de fe sí podemos suponer con cierto fundamento que el nuevo Papa seguirá el proceso de acercamiento de la Iglesia al mundo con el ministerio de la caridad y de la palabra, llamará a los fieles a una vida santa, apostólica y participativa, impulsará el ecumenismo entre las diferentes iglesias y comunidades cristianas, fomentará el diálogo con las religiones monoteístas y los proyectos culturales más influyentes en la vida de los hombres, asumirá la defensa de los derechos y la dignidad de las personas en toda circunstancia como imagen de Dios y se empeñará con lealtad y firmeza a favor de la paz en todos los lugares de la tierra. Difícilmente podemos ir más allá en nuestras previsiones.
A partir de aquí, lo más importante, lo que más seriamente debemos hacer los católicos es preparar nuestro espíritu para recibir al nuevo Papa en un verdadero acto de fe como Vicario de Cristo, especialmente guiado y asistido por El, para bien de la Iglesia y del mundo, para iluminar, confirmar y estimular nuestra fe personal en la comunión de la Iglesia universal y católica. No son las personas las que hacen grande la misión, sino que es la misión la que hace grandes a las personas. Así ocurrió con nuestro querido Papa Juan Pablo II y así ocurrirá con su sucesor.