Hay que hacer la declaración de la renta. Y es el momento de poner la “X” famosa en la casilla de la Iglesia. O de no ponerla. La gente que vive desinteresada de la Iglesia se deja ganar fácilmente por la propaganda de quienes están en contra. Los católicos practicantes sabemos bien que esa aportación económica a las necesidades de la Iglesia está perfectamente justificada. Una amplia franja intermedia estará dudando entre poner la “X” en favor de la Iglesia o de otros fines sociales.

No es difícil encontrar razones que abogan en favor de la afirmativa. Nos dicen, en primer lugar, que ese gesto de colaboración no aumenta nuestros gastos. Es un tanto por ciento mínimo que se dedica a la Iglesia de lo que ya tenemos que pagar, sin aumentar para nada nuestra cotización. Por otra parte, las actividades de la Iglesia no molestan a nadie y para quien las quiera aprovechar son muy beneficiosas, catequesis, educación religiosa y moral, ayudas para orar y vivir religiosamente, ejercicio de la caridad con los enfermos y necesitados, facilidades para el encuentro, la comunicación, la integración comunitaria, etc.

También es cierto que hoy circulan algunas imágenes de la Iglesia que no animan a apoyarla. Y, a veces, los mismos cristianos pretenden castigar a la Iglesia no poniendo la “X” porque no les ha gustado alguna actuación determinada o no les gusta el tono general de la Iglesia que ellos conocen. Es una conducta poco razonable. La realidad de la Iglesia es mucho más profunda que nuestros gustos y nuestras opiniones, el anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y el ejercicio de la caridad. Estas cosas tienen un valor incalculable que, afortunadamente, está por encima del valor o del acierto de nuestras actuaciones. El tesoro de la Iglesia es Jesucristo, y su presencia siempre es beneficiosa, a pesar de nuestras deficiencias.

Aquí es donde quería llegar. A propósito de la “X”, lo que entra en cuestión es el juicio que nos merece la Iglesia en su conjunto, y si vamos más al fondo, la verdadera cuestión está en el valor que concedemos al conocimiento de Cristo y a la fe en Dios para el bien de la vida humana. ¿Es bueno para la vida personal creer en Jesucristo y creer en Dios, tal como El nos lo manifestó? ¿Es bueno para mí creer en el Dios de las Bienaventuranzas, en el Dios de la vida y de la misericordia, en el Dios de la vida eterna? ¿Es bueno para una sociedad que viva y actúe dentro de ella una comunidad de cristianos, discípulos de Jesucristo? ¿O es mejor una vida, o una sociedad, en la que se cuenta sólo con los recursos humanos, sin tener en cuenta la existencia Dios y negando u olvidando las enseñanzas del Evangelio y las tradiciones cristianas de nuestra cultura?

Los acontecimientos de la vida actual nos están llevando a esta disyuntiva radical: ¿qué es lo mejor, qué es lo más verdadero, qué es lo que más favorece la autenticidad y el progreso de la vida humana?, ¿creer en el Dios anunciado por Jesucristo, o creer sólo en uno mismo, en lo que se ve y se toca, en las reducidas posibilidades de la vida corporal y terrestre?

Ante semejante dilema, quienes, por lo que sea, viven instalados en la duda, en la inseguridad, en la abstención, tendrían que hacer un esfuerzo para clarificarse y alcanzar unas seguridades básicas que les permitieran vivir con consistencia y con paz interior. A todos nos viene bien clarificar nuestras convicciones fundamentales. He aquí unas sugerencias que pueden sernos útiles.

1.La esencia misma de nuestra libertad, la responsabilidad ante la verdad de nuestra existencia personal, reclaman que respondamos lealmente a la pregunta sobre Dios. La cuestión de la existencia o no existencia de un Dios personal, creador y providente, es un momento inevitable en el crecimiento y la configuración de la propia personalidad. De la respuesta afirmativa o negativa a esta pregunta radical dependen muchas cosas en la comprensión y realización de nuestra existencia, en la escala de valores que rige el ejercicio de nuestra libertad. No se puede vivir en la ambigüedad sin mutilar y desvirtuar la propia existencia.

2.Y esto mismo vale para el conocimiento y la aceptación de la historia y el mensaje de Jesús, el testimonio de los primeros discípulos acerca de su resurrección, de la misión del Espíritu de Dios en el mundo, del perdón de los pecados y de la justicia interior, de las promesas de vida eterna. Si todo esto es verdad la vida tiene un determinado sentido y hay que vivirla de una determinada manera. Si no es verdad no hay más remedio que organizarla de otra forma y buscar en otra parte razones para vivir y modelos válidos para nuestro comportamiento.

Cuando percibimos las implicaciones personales de la fe en Cristo y en Dios, las discusiones sobre el valor de las obras de la Iglesia, sobre el talento o la necedad de los Obispos, quedan muy en la superficie de las cosas. Los que creen de verdad en Dios y en su Hijo Jesucristo verán muchas cosas buenas en su Iglesia, y ellos mismos tratarán lealmente de mejorarla. Quienes no creen, o andan huyendo de su propia fe, encontrarán siempre mil ocasiones para justificar sus rechazos. Pero la llamada de Jesús sigue resonando desde dentro de nuestra historia humana, y el rostro amable de Dios nunca desaparece del todo del fondo más auténtico de nuestro ser personal.

Y ahora volvamos a la “X”. ¿Qué razones podemos tener para no ayudar a una institución que se dedica a mantener viva la memoria y la presencia de Jesús en el mundo, a ayudarnos a creer con fe viva en el Dios de la vida y de la misericordia, a vivir con paz y esperanza en su familia santa? Poner la “X” a favor de la Iglesia es una manera práctica de decir “creo en Dios y quiero que su presencia siga iluminando nuestro mundo”.

 

+ Mons. Fernando Sebastián Aguilar

Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela

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