El hambre: una herida que no deja de sangrar
La reciente encíclica Fratelli Tutti sobre la fraternidad y la amistad social no busca “resumir la doctrina sobre el amor fraterno, sino detenerse en su dimensión universal, en su apertura a todos” (FT 6). Por ello, el papa Francisco ha querido explícitamente “que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad” (FT 6). Como se sabe, el primer capítulo de la encíclica se dedica a presentar “las sombras de un mundo cerrado”, pues desde ahí podrá plantear con más fuerza y realismo su propuesta encarnada: “pensar y gestar un mundo abierto” (capítulo 3), con “un corazón abierto al mundo entero” (capítulo 4), trazando “caminos de reencuentro” (capítulo 7).
Sin lugar a dudas, una de las sombras más clamorosas y lacerantes de nuestro mundo es el hambre y la desnutrición. En este sentido, el Obispo de Roma se hace eco del “Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común”, firmado conjuntamente con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb, que denuncia sin rodeos: “Con respecto a las crisis que llevan a la muerte a millones de niños, reducidos ya a esqueletos humanos —a causa de la pobreza y del hambre—, reina un silencio internacional inaceptable” (FT 29). Una vez más, la Iglesia toda, y el Santo Padre de un modo especialmente intenso, alza la voz para denunciar esta injusticia desgarradora y estos silencios cómplices.
En el capítulo quinto de Fratelli Tutti, el Sucesor de Pedro habla de los “desvelos del amor” y reivindica la caridad política, que siempre incluye “un amor preferencial por los últimos” (FT 187). En ese contexto, encontramos este enfático párrafo, colmado de audacia y gravedad. Conviene leerlo con calma: “Todavía estamos lejos de una globalización de los derechos humanos más básicos. Por eso la política mundial no puede dejar de colocar entre sus objetivos principales e imperiosos el de acabar eficazmente con el hambre. Porque ‘cuando la especulación financiera condiciona el precio de los alimentos tratándolos como a cualquier mercancía, millones de personas sufren y mueren de hambre. Por otra parte, se desechan toneladas de alimentos. Esto constituye un verdadero escándalo. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable’. Mientras muchas veces nos enfrascamos en discusiones semánticas o ideológicas, permitimos que todavía hoy haya hermanas y hermanos que mueran de hambre o de sed, sin un techo o sin acceso al cuidado de su salud. Junto con estas necesidades elementales insatisfechas, la trata de personas es otra vergüenza para la humanidad que la política internacional no debería seguir tolerando, más allá de los discursos y las buenas intenciones. Son mínimos impostergables” (FT 189).
Merece la pena repetir las susodichas afirmaciones papales: La alimentación es un derecho inalienable. Por el contrario, el hambre es criminal, una auténtica vergüenza. La especulación financiera con los precios de los alimentos es una injusticia que clama al cielo. El despilfarro de alimentos es un verdadero escándalo. La lucha eficaz contra el hambre debe estar entre los objetivos principales y urgentes de la política internacional. Todas estas aseveraciones son principios esenciales, mínimos impostergables. Quizá se puede decir más alto, pero no más claro.
Deberíamos sonrojarnos, por consiguiente, al comprobar que, mientras el hombre ha dado pasos de gigante en campos técnicos, científicos, informáticos y médicos, no ha avanzado a igual ritmo en el terreno de la solidaridad y cooperación internacional al desarrollo. A la vez que se realizan esfuerzos ingentes y costosos por descubrir vida en el espacio estelar, muchos hermanos nuestros, en regiones pobres de nuestro planeta, o a nuestro lado, la pierden por carencia de lo imprescindible para llenar su estómago. Los recursos financieros dedicados a la producción y al comercio bélico, que hiere o destruye la vida, son ampliamente mayores que los que se gastan en ayuda humanitaria para cuidarla y promoverla en países desfavorecidos.
Ante lo anterior, ¿qué se puede hacer? El Santo Padre propone, en la misma encíclica, algunas vías de respuesta. Destaco dos, una de carácter más general, pero directa, y una segunda aún más concreta y operativa.
Primero, el Obispo de Roma reconoce que nuestro mundo ve cómo se debilitan los Estados-nación y cómo se impone el poder financiero. Ante ello, “se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar” (FT 172). Pero es muy interesante no perder el enfoque, los matices, los subrayados y las prioridades que señala Francisco: “Cuando se habla de la posibilidad de alguna forma de autoridad mundial regulada por el derecho no necesariamente debe pensarse en una autoridad personal. Sin embargo, al menos debería incluir la gestación de organizaciones mundiales más eficaces, dotadas de autoridad para asegurar el bien común mundial, la erradicación del hambre y la miseria, y la defensa cierta de los derechos humanos elementales” (FT 172). Necesitamos instituciones vigorosas y eficaces, que puedan hacer frente al reto global del hambre.
Segundo, y concretando un poco más, Su Santidad vuelve a proponer que “con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida más digna” (FT 262). Es una demanda que ya realizó san Pablo VI, pero que ha sido desoída hasta ahora; ni siquiera “se aprovecharon adecuadamente las ocasiones que ofrecía el final de la guerra fría por la falta de una visión de futuro y de una conciencia compartida sobre nuestro destino común” (FT 260). Pero no por ello podemos cejar en el empeño.
Necesitamos, sin duda, renovar nuestro compromiso para erradicar el hambre en el mundo, un flagelo que, por desgracia, no deja de fustigar a los más vulnerables, una herida que sigue supurando bochornosamente. Por supuesto, necesitamos que exista una voluntad política y económica que a todos los niveles plante cara a esta lacra, con eficacia y urgencia. Pero también es preciso confiar en Dios, para que mueva en esta dirección las decisiones de los grandes de este mundo, y también las nuestras, no olvidando que la divina bondad “ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno” (FT 120). Por eso, termino, como hace el Papa al final de Fratelli Tutti, orando al Creador: “Señor y Padre de la humanidad, que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad, infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal. Inspíranos un sueño de reencuentro, de diálogo, de justicia y de paz. Impúlsanos a crear sociedades más sanas y un mundo más digno, sin hambre, sin pobreza, sin violencia, sin guerras”.