Acoger y transmitir la Palabra de DIos
CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA,
BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA
CUARESMA – PASCUA 2009
SUMARIO
INTRODUCCIÓN
1. El contenido específico de nuestra conversión (n. 1)
2. Aperturas y opacidades ante la Palabra de Dios (n. 2)
3. La intención de esta Carta Pastoral (n. 3)
4. La Carta paso a paso (n. 4)
I. DIOS BUSCA COMUNICARSE CON NOSOTROS
POR JESUCRISTO
1. Un luminoso y reconfortante cambio de perspectiva (n. 5)
2. Jesucristo, presente en la Palabra de Dios (n. 6)
2.1. La Palabra de Dios en el seno de la Trinidad
2.2. La Palabra de Dios en los profetas (n. 7)
2.3. La Palabra de Dios se hizo carne (n. 8)
2.4. La Palabra de Dios en la predicación de los
Apóstoles (n. 9)
2.5. La Palabra de Dios en la Escritura (n. 10)
2.6. La Palabra de Dios en la predicación
de la Iglesia (n. 11)
II. LA PALABRA DE DIOS ES VIVA:
EFICAZ Y ACTUAL
1. Palabra eficaz (nn. 13-14)
2. Palabra actual (n. 15)
3. Palabra de Dios y palabra humana (n. 16)
III. EL ÍNTIMO PARENTESCO ENTRE
PALABRA, ESPÍRITU, EUCARISTÍA, IGLESIA
1. Palabra y Espíritu (nn. 17-18)
2. Palabra y Eucaristía (nn. 19-20)
3. Palabra e Iglesia (n. 21)
3.1. La Iglesia nace y vive de la Palabra de Dios
3.2. La Palabra de Dios sostiene a la Iglesia
a lo largo de la historia
3.3. La Palabra de Dios penetra y anima,
con la potencia del Espíritu Santo,
toda la vida de la Iglesia
3.4. Para un mayor arraigo de la Palabra
en la Iglesia (n. 22)
IV. DISCÍPULOS Y TESTIGOS
DE LA PALABRA DE DIOS
1. Discípulos de la Palabra (nn. 23-24)
2. Testigos de la Palabra (n. 25)
3. Discípulos y testigos como María (n. 26)
V. ACTITUDES AUTÉNTICAS E INAPROPIADAS
ANTE LA PALABRA DE DIOS
1. Actitudes auténticas (n. 27)
1.1. Reconocimiento y escucha
1.2. Agradecimiento (n. 28)
1.3. Acogida incondicional (n. 29)
1.4. Consciencia atenta (n. 30)
1.5. Confianza (n. 31)
1.6. Admiración sobrecogida (n. 32)
1.7. Compromiso (n. 33)
2. Actitudes inapropiadas (n. 34)
2.1. La lectura fundamentalista
2.2. El historicismo crítico (n. 35)
2.3. La lectura legitimadora y reductora (n. 36)
2.4. La lectura ideológica (n. 37)
2.5. La lectura moralista (n. 38)
2.6. La lectura espiritualista (n. 39)
2.7. Desconocimiento y apatía (n. 40)
2.8. Incoherencia entre palabra y vida (n. 41)
VI. PARA ADENTRARNOS EN LA PALABRA
DE DIOS: LA «LECTIO DIVINA»
1. La gestación y alumbramiento de la
«lectio divina» (nn. 42-44)
2. Las claves de la «lectio divina» (n. 45)
2.1. Una lectura respetuosa de los textos
2.2. Acceder al texto desde la vida y
para la vida (n. 46)
2.3. Compartir la Palabra de Dios en
la comunidad orante y presidida (n. 47)
2.4. A la luz de la Pascua del Señor (n. 48)
3. Los pasos de la «lectio divina» (n. 49)
3.1. La lectura y relectura del texto
3.2. La meditación
3.3. La oración
3.4. La contemplación
3.5. El compromiso
3.6. El diálogo
4. Los efectos de la «lectio divina» (n. 50)
VII. UN MENSAJE A LA COMUNIDAD CRISTIANA
Y A SUS DIFERENTES MIEMBROS
1. Un mensaje para todos (n. 51)
2. A los laicos (n. 52)
2.1. A los catequistas y profesores de Religión
(n. 53)
2.2. A los lectores de la Palabra en la liturgia
(n. 54)
2.3. A los animadores de las celebraciones
en ausencia de presbítero (n. 55)
2.4. A los monitores de la lectura creyente
de la Palabra (n. 56)
2.5. A los padres de familia (n. 57)
2.6. A los creyentes de los medios de comunicación
social (n. 58)
3. A los profesores de exégesis y teología (n. 59)
4. A los religiosos (n. 60)
5. A los presbíteros y diáconos (n. 61)
6. A nosotros, los obispos (n. 62)
CONCLUSIÓN (n. 63)
– 2 –
INTRODUCCIÓN
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, Miércoles de Ceniza, inaugura la
Iglesia un itinerario espiritual que tiene
como centro y como meta la Pasión, Muerte
y Resurrección del Señor. Durante los cuarenta
días precedentes (la Cuaresma), la comunidad
cristiana, movida por el Espíritu, va
madurando su conversión principalmente
mediante la escucha de la Palabra de Dios, la
celebración del sacramento de la Reconciliación
y la actualización de la Eucaristía. Bajo
la acción del mismo Espíritu, contribuye
también ella a esta conversión con la oración,
la austeridad y el ejercicio de la misericordia.
Así responde a la apremiante invitación
de Jesús: «El tiempo se ha cumplido. El
Reino de Dios está llegando. Convertíos y
creed en el Evangelio» (Mc 1, 15).
Llegados a la cima de la Pascua, la liturgia
de la Iglesia se explayará durante cincuenta
días más para desvelarnos las riquezas
de la Resurrección del Señor y ayudarnos
a vivir con mayor plenitud una vida
auténticamente pascual.
Nuestra Carta Pastoral quiere contribuir a
este noble propósito. Se propone acompañarnos
especialmente en este tiempo singular
que discurre entre el Miércoles de Ceniza,
punto de partida, y Pentecostés, último capítulo
de la Pascua.
1. El contenido específico
de nuestra conversión
1. Cada Cuaresma y cada Pascua imprimen
a nuestra conversión un acento particular,
propiciado por las circunstancias eclesiales y
sociales que afectan especialmente nuestra
vida. El último Sínodo, celebrado a lo largo
del mes de octubre pasado, nos ha recordado
con energía e insistencia que la Palabra de
Dios ha de ocupar un lugar central en la vida
y actividad de la comunidad eclesial, y debe
jugar un papel decisivo en la espiritualidad
de todos los cristianos. Es evidente la distancia
entre estos postulados y nuestra temperatura
espiritual. Este contraste nos descubre
un exigente surco de conversión.
Celebramos, con todas las comunidades
católicas del mundo, el Año de San Pablo,
luminoso y ardiente «testigo de la Palabra de
Dios y maestro de la Iglesia».1 Aquel a quien
la Palabra de Jesús derribó en el camino de
Damasco, convirtió en discípulo y transformó
en apóstol infatigable (cfr. Hch 22, 7-8),
constituye un ejemplo sumamente valioso
para que acojamos devotamente y ofrezcamos
confiadamente la Palabra. Lamentablemente,
la escucha religiosa y la proclamación
confiada del Evangelio, recomendadas
por el Concilio (cfr. Dei Verbum, n. 1), encuentran
entre los cristianos dificultades y
reticencias. El Año Paulino es también un
estímulo para convertirnos de estas actitudes
deficitarias.
Pero tenemos todavía una razón más fundamental
que estas dos importantes circunstancias
eclesiales. Nuestra fe afirma con toda
verdad que la Palabra de Dios es siempre
fuente excepcional de nuestra conversión
personal y de la renovación evangélica de la
Iglesia y vía de contacto con muchas personas
y grupos alejados de la fe y de la comu-
(1) Sínodo de los Obispos 2008 sobre «La Palabra de
Dios en la vida de la Iglesia», Instrumentum laboris, n. 2.
– 3 –
nidad cristiana. «La fuerza sanadora de la
Palabra de Dios es una llamada viva a una
constante conversión personal».2 Es, pues,
sumamente apropiado que, en el inicio de
este tiempo de gracia, sea la Palabra el centro
de nuestra reflexión creyente.
Si ensanchamos además nuestra mirada a
la sociedad, la anemia espiritual de nuestro
tiempo, registrada por muchos analistas sociales
y simultáneamente «la difusa exigencia
de espiritualidad que… se manifiesta en
una renovada necesidad de oración»,3 han de
suscitar en la comunidad cristiana la urgencia
por ofrecer a sus conciudadanos el alimento
vigoroso de la Palabra y la referencia
neta del Evangelio. Esta misión reclama un
entusiasmo por la Palabra de Dios y un coraje
para transmitirla que distan mucho de ser
patrimonio compartido por nuestras concretas
comunidades cristianas.
2. Aperturas y opacidades
ante la Palabra de Dios
2. Pero, ¿interesa de verdad esta Palabra a
nuestro mundo? Bastantes indicadores
sugieren espontáneamente la respuesta negativa.
En el amplio espacio de la fe desvanecida
o fenecida, la Palabra de Dios es valorada
como un residuo anacrónico, «una de las últimas
ideologías que se resiste a morir».4 En
una cultura en la que el hombre, seducido
por sus propios logros increíbles, tiende a
considerarse como único protagonista de su
propia salvación, el ofrecimiento de la Palabra
trascendente que se presenta como revelación
del rostro de Dios y salvación radical
del hombre está de antemano abocado a ser
rechazado. En una civilización rigurosamente
crítica, esta Palabra tiende a considerarse
como un producto mítico gestado hace miles
de años en un medio muy distante de la sensibilidad,
las preocupaciones y las preguntas
de nuestro tiempo.
En contraste con este panorama, la Palabra
de Dios experimenta hoy en el mundo,
según los expertos, un amanecer único en la
historia. El acercamiento a la Palabra de
Dios escrita no es un fenómeno que se circunscribe
a un área cultural. Ha ido surgiendo
casi al mismo tiempo y de forma autónoma
en varios continentes. La lectura y meditación
de la Escritura está siendo fuente de
renovación cristiana y de expansión de la
Iglesia. Se cumple la vieja profecía de Amós
(8, 1): «Habrá hambre no de pan ni de agua,
sino de oír la palabra del Señor».
Todavía las metas propuestas por el Vaticano
II quedan lejos. La Escritura no es aún,
en la medida deseable, el alma de la teología
ni la inspiradora de toda la existencia cristiana.
5 Pero los avances realizados en los estudios
bíblicos y teológicos y en los planteamientos
catequéticos, el relieve alcanzado
por la proclamación de la Palabra en la Liturgia,
las Escuelas de Formación escriturística,
las cuidadas traducciones de la Biblia,
las Semanas y Jornadas bíblicas, la inmensidad
de los materiales de apoyo publicados y,
sobre todo, el auge y la extensión casi universal
en la Iglesia de la lectura creyente y
orante de la Biblia, ofrecen un panorama
sorprendente y esperanzador. La Palabra de
Dios se revela como dotada de un frescor y
un vigor que no posee ninguna palabra humana.
Felizmente, la Palabra de Dios es hoy
entregada, en vivo y en directo, al pueblo
cristiano con mayor intensidad que en tiempos
pasados. La gente sencilla y pobre no
sólo la acoge con alegría y esperanza sino
que la comprende con especial profundidad.
«Hay que alegrarse de ver que gente humilde
y pobre toma la Biblia en sus manos y puede
aportar a su interpretación y actualización
una luz más penetrante, desde el punto de
vista espiritual y existencial, que la que le
viene de una ciencia segura de sí misma».6
Se cumplen aquí, de manera particularmente
incisiva, las palabras de Jesús: «Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has escondido estas cosas a los sabios y pru-
(2) Sínodo de los Obispos 2008, proposición 8ª.
(3) JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, n. 33.
(4) E. SALMANN, La palabra partida, PPC, Madrid
2006, pp. 9-12.
(5) Cfr. JUAN PABLO II, Tertio millennio adveniente, n.
36.
(6) PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de
la Biblia en la Iglesia, IV, C. 3.
– 4 –
dentes y se las has revelado a los sencillos»
(Mt 11, 25).
La apertura hacia la Biblia no es un fenómeno
puramente eclesial. Extensos continentes
culturales como la India y el Extremo
Oriente, hasta hace pocos años casi impermeables
al cristianismo, se sienten atraídos
por la Palabra contenida en la Escritura. Resulta
confortador que, mientras el sol de la fe
parece ocultarse en Occidente, vuelve a renacer
en Oriente.
Pero algo sucede también en Occidente.
Precisamente en algunos países, al parecer
más desertizados, registramos la emergencia
de grupos minoritarios que, insatisfechos
con los sentidos parciales que encuentran o
persiguen en su vida, anhelan un sentido más
profundamente motivador y lo buscan con
frecuencia en la Religión. El encuentro con
la Biblia, cuando es orientado pedagógicamente,
les resulta un verdadero descubrimiento
y les abre el acceso a la noble y limpia
figura de Jesús y a la fe en Él. Todo hace
pensar que este fenómeno, aún bastante incipiente
entre nosotros, va a cobrar en un futuro
próximo un gran relieve.
3. La intención de esta Carta Pastoral
3. Es preciso reconocer que este renacer bíblico
no afecta ni mucho menos a la totalidad
del pueblo de Dios. La gran mayoría
de la comunidad cristiana tiene un conocimiento
muy rudimentario de lo que es y lo
que dice y hace la Palabra de Dios. Tal desconocimiento
origina una muy débil adhesión.
El 50% de las familias españolas tienen
una Biblia en su casa. Sólo un 2% la utilizan
para una lectura asidua. Si la Palabra de Dios
es tan necesaria para la fe, no hay tarea más
importante ni más urgente para la Iglesia que
promover su conocimiento cabal y su aprecio
real. Aprender a leer la Biblia, a descubrir
su sentido original y actual, a orar con
ella, a extraer de su texto consecuencias para
nuestro comportamiento es algo más que una
de las posibles iniciativas que merecen un
intenso cultivo. «Una espiritualidad cristiana
no basada en la Escritura, difícilmente podrá
sobrevivir en un mundo complejo, difícil,
fragmentado y desorientado como el moderno
» (card. Martini).
La presente Carta Pastoral pretende abriros
el camino hacia el conocimiento, la valoración
y el uso de la Palabra de Dios, a la espera
de la Exhortación Postsinodal, más
autorizada y más completa, del Papa Benedicto
XVI. Para cumplir este cometido, nos
proponemos proceder por los pasos siguientes.
4. La Carta paso a paso
4. Antes que un elenco de verdades o un directorio
para nuestra conducta moral, la
Palabra es expresión del amor de un Dios
que quiere abrirnos su corazón, mostrarnos
su rostro paternal, revelarnos su proyecto
salvador, suscitar nuestra fe, provocar nuestra
conversión, buscar nuestra adhesión, liberarnos
de nuestras esclavitudes. Desvelar
este trasfondo profundamente alentador ocupará
las primeras páginas de nuestra Carta.
La Palabra de Dios no es una melodía
simple, sino un canto coral. En este canto, la
melodía principal es Jesucristo. Desgranar
las diversas voces de este canto (es decir, sus
diferentes acepciones) y subrayar su orientación
a Cristo constituirá el segundo paso de
nuestro itinerario.
Por ser de Dios, la Palabra proclamada o
escrita reviste unas cualidades altamente saludables
para los creyentes: su eficacia y su
actualidad. Describiremos estas cualidades
en el tramo siguiente de nuestra exposición.
Por ser también palabra humana, refleja las
condiciones culturales del tiempo en que fue
escrita y las características personales de sus
autores.
La Palabra, el Espíritu, la Iglesia y la Eucaristía,
están íntimamente ligados entre sí.
Descubrir este vínculo será cometido de las
páginas subsiguientes.
Ser discípulos que acogen la Palabra y
testigos que la transmiten constituye la vocación
de todos los cristianos. Procuraremos
– 5 –
desvelar las implicaciones prácticas de esta
doble condición. María será, para esta reflexión,
modelo precioso y amable.
Acoger religiosamente y proclamar confiadamente
la Palabra de Dios reclama de los
creyentes unas actitudes que procuraremos
identificar en las páginas ulteriores.
No es infrecuente toda una patología en la
escucha y transmisión de la Palabra. Procuraremos,
a continuación, identificarla con
claridad, para no incurrir en ninguna de sus
expresiones.
Juan Pablo II y Benedicto XVI han recomendado
vivamente la lectura creyente y
orante de la Escritura como alimento de
nuestra fe y fuente de renovación eclesial.
¿Cómo robustecer y orientar en nuestras diócesis
esta práctica que ha tenido durante muchos
siglos tanta solera en la Iglesia? Ofreceremos
en su momento unas sencillas
indicaciones.
El momento de la comunidad cristiana y
la peculiar situación y responsabilidad eclesial
y social de los diferentes grupos que la
conforman, reclaman algunas sugerencias
que iluminen y motiven la asimilación de la
Palabra de Dios y su específico servicio a
ella. Con ellas daremos término a nuestra reflexión.
I. DIOS BUSCA COMUNICARSE CON NOSOTROS
POR JESUCRISTO
1. Un luminoso y reconfortante
cambio de perspectiva
5. Los cristianos agradecemos de corazón la
Revelación de Dios. Pero durante mucho
tiempo hemos mantenido una idea limitada
de esta Revelación. La concebíamos simplemente
como un elenco de verdades y de preceptos
que Dios había querido transmitirnos
para nuestra salvación. La Escritura era el libro
que, inspirado por el Espíritu Santo, consignaba
fielmente estas verdades y preceptos.
El Concilio Vaticano II, recogiendo el
sentir de los Padres de la antigüedad cristiana,
ha ensanchado notablemente este concepto
de la Revelación y, con ello, nos ha
ensanchado el alma a los creyentes.
Sin dejar de reconocer que Dios nos ha
revelado verdades y preceptos para nuestra
salvación, hemos aprendido que, ante todo,
Él nos revela su Rostro y su Proyecto salvador
no sólo a través de palabras, sino también
de acontecimientos salvadores. Palabras
y acontecimientos constituyen la Revelación.
«El designio divino de la Revelación se realiza
a la vez mediante acciones y palabras íntimamente
ligadas entre sí, que se esclarecen
mutuamente».7
Pero con ser importante, no es éste el
cambio de perspectiva decisivo. El Concilio
tuvo deliberada intención de presentarnos la
Revelación como una manifestación y comunicación
que Dios nos hace de sí mismo, inspirado
por su amor a la humanidad. «Por
esta revelación, Dios invisible, movido por
su gran amor, habla a los hombres como a
amigos y habita con ellos para invitarles a
comunicarse con él y recibirles en su compañía
» (Dei Verbum, n. 2). La Revelación tiene
pues «estructura dialogal y resonancia personalista
».8 Al revelarse Dios ha pretendido
ante todo abrirnos su corazón, ofrecernos su
(7) Catecismo de la Iglesia católica, n. 53.
(8) R. BLÁZQUEZ, De muchas maneras habló Dios en la
historia, Conferencia en Santiago de Compostela (3-IX-
2008), p. 4.
– 6 –
amistad, invitarnos a compartir con Él su
misma vida, y responderle con nuestra fe y
nuestra conversión.
Esta intención divina resplandece en el
vocabulario mismo del escrito específico del
Concilio sobre la Revelación (Dei Verbum).
Los términos escogidos para este fin (palabra,
conversación, diálogo, comunicación,
participación, amistad), impregnan sus páginas,
también cuando nos habla de la Biblia,
expresión escrita de la Revelación. «En los
sagrados libros, el Padre que está en los cielos
se dirige con amor a sus hijos y habla
con ellos» (Dei Verbum, n. 21). «La Escritura
es la Carta que Dios ha enviado a los
hombres» (San Gregorio Magno). Una carta
de amor.
Llevados de un escepticismo, que erróneamente
identificamos con el realismo, tendemos
a ver a Dios tan lejos y a concebirle
tan mudo que llegamos a preguntarnos si es
posible que Dios nos hable y lo haga movido
por su amor. Ahora sabemos que es no sólo
posible, sino real. Él está cerca; no puede
abandonar la obra de sus manos. «Quiere encontrarse
con los seres humanos y ser buscado
por ellos. Desea aquello que es lo más
personal y lo más humano: amar y ser amado
»9.
Conocemos el impacto decisivo que tuvo
en la conversión de San Agustín la escucha
de las palabras de Rm 13, 11-14. Más tarde
describirá de manera inigualable lo que vivió
en aquellos momentos: «Tú estabas dentro de
mí; era yo quien estaba fuera de mí mismo.
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo…
Me llamaste y me gritaste y venciste mi
sordera; me tocaste y ardí en amor a ti».10
El teólogo luterano D. Bonhoeffer reconoce
en una de sus cartas que, a pesar de llevar
sobre sí una gran experiencia de predicador
y de pastor, no se convirtió hasta que, en
contacto con el Sermón de la Montaña, percibió
que la Palabra que predicaba no era un
mensaje sobre Dios sino una Palabra de Dios
dirigida a él. A partir de ahí comenzó a orar
intensamente. «Entonces comencé a ser cristiano
».11
La experiencia de Bonhoeffer se ha sucedido
muchas veces a lo largo de la historia.
Muchos conocemos a personas que están
buscando la verdad, el bien, la justicia, Dios.
Cuando estas personas, en contacto con unas
palabras de la Biblia, encuentran aquello que
buscan, albergan la profunda convicción de
que «han sido encontrados». El hallazgo no
ha sido fruto de su búsqueda, sino un regalo
de Dios. Y a Él se entregan en la fe.
2. Jesucristo,
presente en la Palabra de Dios
6. «Jesucristo está presente en la Palabra,
pues cuando se proclaman las Escrituras
es Él quien habla» (Sacrosanctum Concilium,
n. 7).
Para comprender esta afirmación teológicamente
densa y espiritualmente rica, es preciso
que detengamos nuestra mirada en los
diversos significados de la expresión «Palabra
de Dios».
2.1. La Palabra de Dios
en el seno de la Trinidad
El Hijo es, en la Trinidad, la Palabra eterna
del Padre. Una Palabra personal y divina,
inefable y fidelísimo reflejo del Padre. «En
el principio ya existía la Palabra y la Palabra
estaba junto a Dios y la Palabra era
Dios» (Jn 1, 1). Desde el seno de la Trinidad,
esta Palabra participa con el Padre y el
Espíritu en la creación del mundo y del hombre.
«Todo fue hecho por ella y sin ella no se
hizo nada de lo que llegó a existir» (Jn 1, 3).
El mundo es, pues, creado por la Palabra de
Dios como escenario de la historia de la salvación
y el ser humano es creado con especial
amor por esa misma Palabra para ser su
interlocutor, confidente y colaborador.
(9) Rencontrer Dieu dans sa Parole, Declaración de los
Obispos belgas (Bruselas 2008), Ed. Licarp, p. 15.
(10) SAN AGUSTÍN, Confesiones, X.
(11) D. BONHOEFFER, Carta a Elisabeth Zin (enero
1936), citado en Rencontrer…, p. 5.
– 7 –
2.2. La Palabra de Dios en los profetas
7. Tras haber creado la humanidad y la diversidad
de sus culturas, Dios prepara un
pueblo para que sea cuna del Mesías, su Hijo
y su Palabra. Suscita en su seno a los profetas
que, movidos por ella, hablan en nombre
de Dios, desvelan valerosamente los desvaríos
de su pueblo tentado por la idolatría, la
insolidaridad, el formalismo religioso y el
desenfreno, lo consuelan de parte de Jahvé
en los momentos de máximo aprieto y sufrimiento
y regeneran su esperanza abriéndole
horizontes de futura salvación y despertando
la espera del Mesías. En la palabra de estos
profetas está presente y activa la Palabra de
Dios. Es Palabra de Dios en palabras humanas,
que reflejan las aptitudes naturales y las
limitaciones personales y culturales de los
llamados a este servicio.
2.3. La Palabra de Dios se hizo carne
8. He aquí el momento decisivo de la historia
de nuestra salvación cuyos pasos principales
estamos apuntando. En vez de confinarse
en el océano de plenitud y de dicha de
la vida trinitaria, el Hijo de Dios, la Palabra,
enviada por el Padre y el Espíritu, quiere
compartir, por amor, nuestra condición humana.
«La Palabra se hizo carne y plantó su
tienda entre nosotros» (Jn 1, 14).
Este hombre, Jesús, es Palabra de Dios de
un modo único e irrepetible. Dios no sólo
está presente en Él. Él es el Hijo de Dios encarnado.
En Él, Dios se nos ha revelado «de
cuerpo entero». Él es la Palabra plena y definitiva.
«Porque, en darnos como nos dio a su
Hijo, que es Palabra suya que no tiene otra,
todas las habló junto y de una vez en esta
sola Palabra y no tiene más que hablar» (San
Juan de la Cruz).
Toda su vida, desde su concepción en el
seno de María hasta la efusión pascual del
Espíritu Santo a los Apóstoles (Jn 20, 19-
22), es Palabra de Dios. Por ella nos dice
quién es Dios, su Padre: misericordia, fidelidad,
amor. Por ella nos muestra lo que quiere
ser para los humanos: Padre que ama, hermano
que acoge, amigo que comparte en su
Hijo la condición humana para hacernos partícipes
de su condición divina.
Jesús es Palabra con plena autoridad. A
Él no «viene» la Palabra de Dios como a los
profetas o al mismo Bautista. Él es la Palabra
de Dios. De Él brotan palabras y gestos
que sanan, perdonan los pecados, confortan
y consuelan, interpelan y avisan, convierten,
defienden a los débiles, se enfrentan con los
opresores. Estas palabras no son acogidas
por los que «no le recibieron» (Jn 1, 11), le
condujeron a la Pasión y a la Muerte. El Padre
lo resucitó y lo hizo Señor de todo y de
todos.
2.4. La Palabra de Dios
en la predicación de los Apóstoles
9. Tras los acontecimientos del Triduo Pascual
y con la creación de la primitiva comunidad
cristiana, Jesucristo transfiere su
Palabra salvadora a los Apóstoles. No sólo
les encarga ser «repetidores» de su Palabra,
sino testigos y servidores. Jesucristo ha querido
que su predicación sea en sentido análogo,
pero verdadero, Palabra de Dios. Él ha
prometido estar personalmente presente en la
palabra de los Apóstoles. «El que os recibe a
vosotros, a mí me recibe, y el que me recibe
a mí, recibe a Aquél que me envió» (Mt 10,
40). Jesús les ha prometido, asimismo, que
su Espíritu estaría con ellos a la hora de dar
testimonio de Él (Mc 13, 11). Esta doble
promesa garantiza que la palabra apostólica
es palabra del mismo Cristo.
2.5. La Palabra de Dios en la Escritura
10. Ya algunos profetas plasmaron por escrito
su palabra. Si no hubieran tomado esta
previsión, hoy no nos hubiera quedado apenas
nada de su rico mensaje. En el Nuevo
Testamento pronto surgió la necesidad de
consignar por escrito la vida, los actos, las
palabras, la Muerte, la Resurrección del Señor.
Lucas, «después de haber investigado
cuidadosamente», se propone «escribir una
exposición ordenada» para que las generaciones
sucesivas lleguen «a comprender la
autenticidad de las enseñanzas recibidas»
– 8 –
(Lc 1, 1-4). La misma necesidad les condujo
a plasmar por escrito sus enseñanzas a los
Apóstoles e inmediatos colaboradores.
Plasmar por escrito la Palabra de Dios
anunciada por los profetas, ofrecida por Jesús
y predicada por los Apóstoles no fue una
simple iniciativa pragmática orientada a consignarla
con mayor precisión y a facilitar su
transmisión. Fue una gran iniciativa del Espíritu
Santo. Asistida por Él, la Iglesia supo
entrar en el río de la Tradición y discernir y
aceptar aquellos escritos inspirados por este
Espíritu. De esa Palabra escrita se nutre principalmente
la fe de la Iglesia. «El Espíritu ha
querido de esta manera asegurar a la Palabra
inspirada por Dios mismo una forma de continuidad
más estable y de conservación más
fiel».12 La Revelación de Dios fluye a nosotros
de la Tradición viva y de la Escritura
que nació en su seno. Ambas merecen de nosotros
igual veneración. Pero el papel real
que, apoyada en la Tradición, la Escritura
juega en la vida de la Iglesia, es excepcional.
«Toda la predicación de la Iglesia, como
toda la religión cristiana, se ha de alimentar
y regir con la Sagrada Escritura… Ella constituye
sustento y vigor de la Iglesia, firmeza
de la fe para sus hijos, alimento del alma,
fuente límpida y perenne de vida espiritual»
(Dei Verbum, n. 21). La Biblia tiene el aval
incomparable de estar inspirada por el Espíritu
Santo, que es su verdadero autor.
Con todo, la Escritura necesita de la Tradición
viva en la que tiene su origen y con la
cual mantiene una estrecha vinculación. Esta
Tradición, procedente de los Apóstoles, enriquecida
por lo que la Iglesia es, dice y cree,
y decantada cuidadosamente por la asistencia
del Espíritu Santo, es una garantía necesaria
para una genuina interpretación de la
Escritura. La decantación realizada por el
Espíritu discierne la verdadera Tradición de
otras tradiciones eclesiales que pueden ser
marginales e incluso contrarias a aquella.13
Es tal la dignidad de la Escritura a los ojos
de la Iglesia que ésta, siguiendo la senda de
Padres de la Iglesia, descubre en ella una
analogía entre la Palabra de Dios plasmada
en la Escritura y la Palabra de Dios encarnada
en el seno de María. El texto bíblico sería
como el cuerpo literario de la Palabra de
Dios encarnada. «La palabra de Dios, expresada
en lenguas humanas, se hace semejante
al lenguaje humano como la Palabra del
Eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición
humana, se hizo semejante a los hombres
» (Dei Verbum, n. 12).
No contienen, pues, exageración alguna
las palabras que en el s. III escribía Orígenes:
«Sé bien con qué precaución respetuosa
guardáis el Cuerpo del Señor cuando os es
confiado, no sea que se os caiga alguna parte
de él. Si cuando se trata de su Cuerpo tomáis
razonablemente tanta precaución, ¿pensáis
que la negligencia de la Palabra de Dios merece
una reprensión menor que la de su
Cuerpo?».14 Verdaderamente nos admiran y
nos confortan las palabras iniciales de Dei
Verbum, n. 21: «La Iglesia ha venerado
siempre la Sagrada Escritura como lo ha hecho
con el Cuerpo de Cristo».
2.6. La Palabra de Dios
en la predicación de la Iglesia
11. El recorrido de la Palabra por la historia
no se congela con la transcripción escrita
de la Palabra de Dios. La Iglesia sigue escuchándola
y proclamándola a lo largo de los
siglos y a lo ancho del mundo. La Palabra
continúa su curso en la predicación viva, que
se realiza de muchas maneras entre las que
sobresalen el anuncio, la catequesis y la homilía
en la celebración litúrgica. El encargo
y la promesa de la presencia de Cristo y de
la acción de su Espíritu siguen vigentes. La
promesa de Jesús y la acción de su Espíritu
nos autorizan a denominar la predicación de
la Iglesia como Palabra de Dios en sentido
verdadero y propio, aunque análogo, con tal
que tenga a la Escritura como su alma, su regla
y su alimento y esté en sintonía con la fe
(12) Card. MARTINI, Carta Pastoral In principio la Parola,
Centro Ambrosiano, Documentatione Studi Religiosi,
Milán 1981, p. 45.
(13) Cfr. Card. KASPER, Escuchar la Palabra de Dios
con devoción y proclamarla con valentía. La Constitución
dogmática ‘Dei Verbum’ sobre la Revelación, Federación
Bíblica Católica, p. 7. (14) ORÍGENES, In Exodum, Homilía 13, 3.
– 9 –
de la Iglesia. Nos sorprende e incluso nos espanta
esta verdad, que reclama de la predicación
de la Iglesia y de sus ministros tanta
responsabilidad.
12.A la luz de esta reflexión podemos tal
vez comprender mejor el enunciado que
encabeza este apartado:
– Jesucristo está presente en la Palabra porque
toda ella habla de Él. El Antiguo Testamento
está surcado por la espera del Mesías.
Los mismos autores del Nuevo
Testamento entendieron que la clave para
comprender el Antiguo Testamento era
Cristo. El Antiguo Testamento, inspirado
por el Espíritu Santo y venerado como tal
por la Iglesia desde sus orígenes, cobra
pleno sentido a la luz del Nuevo Testamento.
Y el Nuevo Testamento entero tiene
como eje y quicio a Jesucristo. Es una
amplia catequesis sobre el Misterio de
Cristo.
– Jesucristo está presente en la Palabra porque
ésta, en sus formas diferentes de
anuncio, es expresión de la Palabra Encarnada,
del Hijo de Dios encarnado. Todas
estas formas están habitadas e impregnadas
por Él. «Contienen la fragancia de
Cristo».15
II. LA PALABRA DE DIOS ES VIVA: EFICAZ Y ACTUAL
«La Palabra de Dios es viva y eficaz y
más cortante que una espada de dos filos:
penetra hasta la división del alma y del espíritu,
hasta las coyunturas y tuétanos y discierne
los pensamientos y las intenciones del
corazón. Así que no hay criatura que esté
oculta a Dios» (Hb 4, 12-13).
1. Palabra eficaz
13. La Palabra de Dios no siempre es una
pieza literaria brillante. «Ha habido y habrá
libros mejores, más refinados e incluso
más edificantes que muchos libros de la Biblia.
Pero ninguna de estas obras maestras
producirán el efecto del más modesto de los
libros inspirados. Existe en sus palabras una
desproporción evidente entre el signo verbal
y la realidad que éste produce. En las palabras
de la Escritura hay algo que actúa más
allá de toda explicación» (Cantalamesa). En
términos teológicos: la Palabra de Dios es
eficaz.
La teología católica, preocupada por defender
la verdad de la Palabra de Dios, no se
había ocupado tanto en registrar su eficacia.
Debemos a la teología protestante (particularmente
a Karl Barth) el habernos ayudado
a descubrir mejor y valorar más esta dimensión
capital: la Palabra de Dios hace lo que
dice. Santa Teresa de Jesús expresará el mismo
pensamiento de manera bien gráfica:
«sus palabras son obras».
Las ciencias del lenguaje han resaltado el
carácter «performativo», es decir, eficaz, de
la palabra humana. En su frágil envoltura genera
consensos, construye comunidad, produce
alegría, suscita amor, siembra esperanza.
Pero, al mismo tiempo, la palabra
humana es también pobre: falible, impotente
para curar enfermedades y asegurar los éxitos
deseados, dubitante y tornadiza, incluso,
en ocasiones, destructiva.
En cambio, la Palabra de Dios es eficaz
en grado eminente. «No me avergüenzo del
Evangelio, que es fuerza de Dios para que
se salve todo el que cree, tanto si es judío
como si no lo es» (Rm 1, 16). La Palabra de
Dios crea, da el ser a lo que no existe: «Y
dijo Dios: que exista la luz. Vio Dios que la
(15) SAN FRANCISCO DE ASÍS, cita tomada de RODRÍ-
GUEZ CARBALLO, Ministro General de OFM, Mendicantes
de sentido, de la mano de la Palabra, Roma 2008, n. 15.
– 10 –
luz era buena… Y dijo Dios: que haya una
bóveda entre las aguas… y así fue» (Gn 1,
passim). El profeta Jeremías, asustado y renuente
ante la llamada de Jahvéh, contemplará
cómo Él toca su boca y le dice: «Mira,
pongo mis palabras en tu boca; en este día
te doy autoridad sobre naciones y reinos,
para arrancar y destruir, para edificar y
plantar» (Jr 1, 9-10). En Is 55, 10-11,
Jahvéh asegura: «como la lluvia y la nieve
caen del cielo y solo vuelven allí después de
haber empapado la tierra, de haberla fecundado
y hecho germinar para que dé simiente
al que siembra y pan al que come, así será
la palabra que sale de mi boca: no volverá a
mí de vacío».
14. Jesús, en los Evangelios, con el poder de
su Palabra cura a los enfermos (Mt 8, 3;
Mc 7, 34; Lc 7, 14); expulsa malos espíritus
(Mt 8, 32); domina la naturaleza (Mc 4, 39);
convierte corazones y perdona sus pecados
(Mt 9, 6); renueva vidas humanas (Jn 4). Su
palabra penetra hasta lo más hondo del corazón
humano y allí crea vida. «Nadie ha hablado
como este hombre» (Jn 7, 46), dirán,
admirados, sus oyentes.
Todas las modalidades de la Palabra de
Dios tienen esta fuerza salvífica. Pero la Escritura,
cuando es proclamada o escuchada
con fe, con espíritu de pobre, con voluntad
de acogida, la tiene en grado eminente. Nadie
permanece igual que antes tras haber escuchado
la Palabra de Dios. Aquel que culpablemente
se resiste o frívolamente se
desentiende, queda en una situación más lamentable
que antes de la escucha. No se puede
jugar con la Palabra del Dios vivo.
Tenemos, en la Escritura, un tesoro valioso
para ir adquiriendo mediante la escucha asidua
de la Palabra «la mente de Cristo» (1 Co
2, 16), es decir, su modo de pensar, su sensibilidad,
sus valores, su adhesión al Padre, su
debilidad por los pobres. Así la Palabra nos
convierte y nos introduce progresivamente
en el proyecto divino de la salvación. Nos
mueve a reconstruir una y otra vez el edificio
de la comunidad cristiana. Nos ofrece un
rayo de luz y un bálsamo de consuelo en los
momentos de angustia. Nos da coraje, solidaridad,
conciencia de nuestra fragilidad, vigilancia
sobre nuestras ambiciones superficiales,
fidelidad para cumplir nuestra misión,
esperanza para perseverar sin desmayo.
«¿Hay algo más grave y más pecaminoso
que no leer la Escritura y creer que su lectura
es inútil y no sirve para nada?».16
Es preciso, con todo, disipar un posible
equívoco: que la Palabra de Dios sea eficaz
no significa que siempre sea efectiva. La eficacia
de la Palabra de Dios no es mágica: no
se da sin un personal y específico empeño de
responsabilidad por parte de quien la escucha.
La parábola del sembrador (Mc 4, 1-9)
es bien esclarecedora. Como la buena semilla,
portadora de una promesa de vida, tiene
por delante un largo recorrido hasta convertirse
en espiga, la Palabra de Dios escuchada
tiene ante sí un largo itinerario antes de llegar
«al corazón» del ser humano, al centro
vital del que fluyen los criterios, las opciones,
las actitudes. Al igual que aquella se
malogra en terreno pedregoso o entre cardos,
la Palabra puede y suele quedar retenida por
la superficialidad, la insensibilidad o la fuerza
de nuestras pasiones. Sólo la lectura asidua
puede reblandecer estas resistencias y
abrir camino por entre ellas a la Palabra que
llega. Ésta se hace efectiva cuando, superadas
las resistencias, llega al corazón. Entonces
podemos decir con Ignacio de Antioquia:
«Yo me refugio en el Evangelio como en la
Carne de Cristo».
2. Palabra actual
15. «Le entregaron el libro del profeta
Isaías… Todos los que estaban en la sinagoga
tenían sus ojos clavados en él. Y comenzó
a decirles: Hoy se ha cumplido ante
vosotros esta profecía» (Lc 4, 17. 20-21).
Las palabras pronunciadas por el profeta (Is
61, 1-3) unos 550 años antes, se cumplen en
el «hoy» y «aquí» de Nazaret. Fueron dichas
en un contexto. Son actuales en un nuevo
contexto. Tan actuales y tan adaptadas a la
situación como en el momento en que se
pronunciaron originariamente. No están «en-
(16) SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matheum, 2, 5 (PG 57).
– 11 –
cadenadas» a una cuadrícula del espacio y
del tiempo. Por algo son Palabra de Dios.
Ella es contemporánea de todos los tiempos
y coextensiva de todos los lugares.
La Escritura no es, pues, una palabra
mantenida «en conserva» porque, aunque
pronunciada hace mucho tiempo en otro
contexto, pueda sernos útil para nuestros
días. Es una palabra viva y actual que se
pronuncia para mí o para una concreta comunidad
cuando la estoy escuchando. Está
vinculada a la Palabra originaria, dicha muchos
siglos antes, pero es creadora de una
nueva situación de salvación. Entonces la
palabra que parecía congelada «se enciende
»; la que parecía opaca se vuelve transparente.
El Espíritu Santo la reaviva para salvación
de quienes la escuchan con fe. Por
esta razón, el Concilio (Dei Verbum, n. 21)
utiliza el presente al afirmar: «en los libros
sagrados, el Padre que está en el cielo sale
amorosamente al encuentro de sus hijos y
conversa con ellos».
Una de las deficiencias más frecuentes
consiste en que nuestra relación con la Biblia
sea relación con el libro, no con el Autor. En
la escucha de la Palabra se encuentran, de un
lado y del otro, sujetos palpitantes y vivos
que se comunican entre sí y «tienen mucho
que decirse». No. La Biblia no es un simple
libro de contenido espiritual. Es una Palabra
viva de Alguien que se hace presente a través
de ella y quiere entablar con nosotros
una relación de amor.
Si la Palabra de Dios es actual, lo son
también las circunstancias que se dan cita en
este encuentro. Ella nos invita a descubrir las
nuevas lepras, parálisis, fiebres, malos espíritus,
tempestades, los que invaden nuestra
vida y entorno y los nuevos necesitados, las
nuevas invitaciones que nos dirige el Señor.
En una palabra, las nuevas aperturas o dificultades
que le ofrecemos.17 Cuando escuchamos
a Jesús que se invita a sí mismo a
casa de Zaqueo (Lc 19, 1-10), somos nosotros
los visitados. Cuando escuchamos a los
murmuradores de turno: «Ha ido a alojarse
en casa de un pecador», ese pecador soy yo.
Cuando oigo las palabras de Jesús: «Hoy ha
llegado la salvación a esta casa… pues el
Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar
lo que estaba perdido», soy yo quien
doy gracias al Señor porque me ha buscado
y encontrado. Y esta lectura no es una acomodación
piadosa, sino una actualización
completamente legítima de la Palabra viva
de Dios.
3. Palabra de Dios
y palabra humana
16. Basta asomarse a las Escrituras del Antiguo
y Nuevo Testamento para percibir
que estamos ante una palabra humana con su
riqueza y su limitación, con su impregnación
cultural y su genialidad transcultural. Estamos
ante una obra conjunta del Espíritu y de
un amplio grupo de escritores inspirados por
Él.
Cuando el Espíritu inspira a un escritor
sagrado no anula su condición humana. No
le extrae del cuadro de sus condicionamientos
psicológicos, sociológicos, culturales.
Asume tales condicionamientos hasta tal
punto que todo el escrito es obra del Espíritu
Santo y obra del autor humano; el Espíritu
otorga su aval a la verdad consignada «para
nuestra salvación» en los libros inspirados
(cfr. Dei Verbum, n. 11). Los autores humanos
persisten en sus percepciones antropológicas,
cosmológicas, ingenuas y precientíficas,
desbordadas hoy por visión más
científica del mundo. Esto no «molesta» en
absoluto a Dios. En palabras de algunos Padres
griegos, Él se autolimita, se «estrecha»
y se «contrae» en aras de poder comunicarse
con los humanos.
La Palabra de Dios no es, pues, una Palabra
divina sembrada entre palabras humanas,
sino una Palabra divina en palabra humana.
Este comportamiento del Señor no mengua
su santidad. Antes bien, «nos muestra la admirable
condescendencia de Dios para que
aprendamos su amor inefable y cómo adapta
su lenguaje a nuestra naturaleza con su pro-
(17) Cfr. BADIOLA, Dios se dice en su Palabra. Confe- videncia solícita» (Dei Verbum, n. 13).
rencia en el aniversario de la fundación de la Facultad Teológica
del Norte de España, p. 9.
– 12 –
III. EL ÍNTIMO PARENTESCO ENTRE
PALABRA, ESPÍRITU, EUCARISTÍA, IGLESIA
No podemos comprender ninguna de las
grandes realidades enumeradas en este enunciado
sin desvelar la íntima vinculación (una
especie de mutua inmanencia) existente entre
ellas.
1. Palabra y Espíritu
17. «Toda Escritura ha sido inspirada por
Dios y es útil para enseñar, para persuadir,
para responder, para educar en la rectitud,
a fin de que el hombre de Dios sea perfecto
y esté preparado para hacer el bien»
(2 Tm 3, 16-17). La fe de la Iglesia confiesa
que toda la Escritura (Antiguo y Nuevo Testamento)
es obra del Espíritu Santo. El Símbolo
de Nicea-Costantinopla reconoce que el
Espíritu Santo, «Señor y dador de vida…,
habló por los profetas». El Concilio Vaticano
II ratifica que «todos los libros del Antiguo
Testamento y del Nuevo Testamento, en
cuanto escritos por inspiración del Espíritu
Santo, tienen a Dios como autor y como tales
han sido confiados a la Iglesia» (Dei Verbum,
n. 11).
El Espíritu inspiró no sólo la palabra de
los profetas y de los demás autores del Antiguo
Testamento. Inspiró también que tales
palabras fueran transcritas para así asegurar
mejor su transmisión. El Espíritu llenó y
condujo a Jesús, Palabra del Padre, de manera
eminente en su andadura terrena (cfr. Lc
3, 22; 4, 18). El mismo Espíritu inspiró a los
evangelistas para que consignaran por escrito
las palabras y obras del Señor. Este mismo
Espíritu sembró en los autores la iniciativa
y determinó el contenido de los escritos
apostólicos del Nuevo Testamento. En suma
y en consecuencia, la Escritura es obra del
Espíritu Santo. Él está activamente presente
en su origen.
Pero el Espíritu Santo no está solo en el
origen de los libros de la Escritura. El mismo
que los inspiró está presente y activo en ellos
y en los que se acercan para escucharlos.
Dios Padre ha querido que la obra salvadora
de su Hijo se actualice entre nosotros por la
acción del Espíritu Santo. La Palabra eficaz
de Cristo «cobra vida» y actualidad por la
intervención del Espíritu Santo cuando se
proclama en la liturgia, se lee en la catequesis
o se comparte en la lectura creyente y
orante de la Palabra. Quienes nos acercamos
a la Escritura con espíritu abierto somos internamente
trabajados por el Espíritu Santo.
Utilizando una imagen de la vida rural, podríamos
decir que el Espíritu activa la semilla
de la Palabra y, simultáneamente, remueve
y prepara la tierra de los que la escuchan.
En este contexto, comprendemos mejor
las admirables palabras de Ignacio Hazim,
Patriarca ortodoxo Ignacio IV de Antioquía,
en una memorable reunión ecuménica: «Sin
el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado;
el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, simple
institución; la predicación, pura propaganda;
la liturgia, una evocación mágica; el
comportamiento cristiano, una moral de esclavos
».
18. El Espíritu, Artífice de los libros sagrados,
es también su principal intérprete.
«El mismo Espíritu, que es autor de las Sagradas
Escrituras, es también guía de su recta
interpretación».18 La Pontificia Comisión
Bíblica asegura que, puesto que la Biblia es
tesoro de todo el Pueblo de Dios, todos tienen
alguna parte en su genuina interpretación:
los exegetas, los santos, los pobres, los
que viven en determinadas situaciones culturales
y sociales, los que atraviesan circunstancias
particulares. La última palabra la tiene
el Magisterio de la Iglesia, «que tiene el
oficio de interpretar auténticamente la Palabra
de Dios oral o escrita» (Dei Verbum, n.
10). Los pastores de la Iglesia ejercen este
oficio en nombre de Cristo y cuentan con la
(18) Sínodo de los Obispos 2008, proposición 5ª.
– 13 –
asistencia del Espíritu Santo para el cumplimiento
de esta delicada misión. Son conscientes
de que «el Magisterio no está por encima
de la Palabra de Dios, sino a su
servicio, para enseñar puramente lo transmitido
pues, por mandato divino y con la asistencia
del Espíritu Santo, la escucha devotamente,
la custodia celosamente y la explica
fielmente» (Dei Verbum, n. 10).
Si el Espíritu activa la Palabra de Dios y
nos remueve para acogerla y hacerla fructificar,
hay algo que no debemos olvidar nunca
cuando entramos en contacto con el texto sagrado:
reconocer con agradecimiento y pedir
con ardor la acción intensiva de este Espíritu.
2. Palabra y Eucaristía
19. «Cuando estaba sentado a la mesa con
ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y
se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y
lo reconocieron, pero Jesús desapareció de
su lado. Y se dijeron uno a otro: ¿no ardía
nuestro corazón mientras nos hablaba en el
camino y nos explicaba las Escrituras? En
aquel mismo instante se pusieron en camino
y regresaron a Jerusalén… y contaban lo
que les había ocurrido cuando iban de camino
y cómo lo habían reconocido al partir el
pan» (Lc 24, 30-35).
El relato de Emaús es una perla, «un pequeño
evangelio dentro del Evangelio». Nos
ilumina para comprender la estrecha relación
existente entre Palabra y Eucaristía y, en general,
entre Palabra y Sacramento.
El encuentro con Jesús como compañero
de camino opera una notable transformación
en el corazón de los discípulos. La Palabra
del Señor les hacer ver la realidad con ojos
diferentes. No ha cambiado la realidad; han
cambiado los ojos para verla. Esta Palabra
les conduce de la desesperanza a la esperanza,
de la depresión a la alegría. Cura la herida
provocada por el traumatismo de la Pasión.
Prepara el reconocimiento. La Cena
eucarística con el Forastero acaba y lleva a
término el trabajo salvífico de la Palabra: reconocen
a Jesús al partir el pan. El encuentro
de Jesús es, desde este momento, pleno…
aunque fugaz. Palabra y Eucaristía les mueven
sin demora a la misión de anunciar su
experiencia pascual.
El episodio de Emaús evoca la celebración
de la Palabra y el memorial de la última
Cena, que se actualizan en la Eucaristía. La
teología y espiritualidad protestante tiende a
estimar la Eucaristía (la Cena) como un
complemento de la celebración de la Palabra,
que es «el plato fuerte». Durante mucho
tiempo, la sensibilidad católica ha tendido a
considerar la liturgia de la Palabra como
algo previo al sacramento de la Eucaristía.
Muchos recordamos aún que el precepto dominical
quedaba cumplido si el feligrés se
incorporaba a la Misa inmediatamente después
del Evangelio. En esta mentalidad, la liturgia
de la Palabra sería contemplada como
la parte catequética y pedagógica, y la Eucaristía
sería la parte mistérica y salvífica. La
primera instruye; la segunda salva; la primera
subrayaría la acción del hombre; la segunda,
la acción de Dios. No es preciso insistir
en las deficiencias teológicas de esta concepción.
20. Ciertamente, Palabra y Eucaristía no son
intercambiables. La comunión con el Padre
en Cristo y con los hermanos en la Eucaristía
es una verdadera cima, a la que se sube
por las veredas ascendentes de la Escritura.
La Palabra está orientada hacia una más
fructuosa celebración de la Eucaristía y de
los sacramentos. A su vez, la Eucaristía se
enraíza en la Escritura. Las palabra centrales
de la Plegaria Eucarística son precisamente
el relato escriturístico de la Cena pascual del
Señor. «La Palabra de Dios se hace carne sacramental
en el acontecimiento eucarístico y
(este acontecimiento) lleva a su cumplimiento
la Sagrada Escritura».19
El Concilio (Sacrosanctum Concilium, n.
56) formuló este vínculo inescindible con las
siguientes palabras: «Palabra y Eucaristía están
tan estrechamente unidas entre sí que
constituyen un solo acto de culto». Esto sig-
(19) Sínodo de los Obispos 2008, proposición 7ª.
– 14 –
nifica que la proclamación de la Palabra no
es sólo anuncio de la salvación, sino acontecimiento
salvador. Significa, asimismo, que
la celebración de la Eucaristía es no sólo
acontecimiento, sino anuncio. Porque «siempre
que coméis de este pan y bebéis de este
cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta
que Él venga» (1 Co 11, 26).
Bien fundadas están, pues, las palabras
conciliares: «La Iglesia no deja de tomar el
Pan de vida de la mesa de la Palabra de Dios
y del Cuerpo de Cristo» (cfr. Dei Verbum, n.
21). Muchos siglos antes escribía el autor de
«La imitación de Cristo»:20 «Me has dado
como a un enfermo tu sagrado Cuerpo para
alimento del alma y del cuerpo, y tu divina
Palabra para que guiase mis pasos como una
lámpara. Sin estas dos cosas, yo no podría
vivir rectamente. Porque la Palabra de Dios
es luz del alma y tu Sacramento el pan de la
vida. Estas dos cosas son como dos mesas
colocadas en el tesoro de tu Santa Iglesia».
3. Palabra e Iglesia
21. «La Palabra de Dios es, en verdad, apoyo
y vigor de la Iglesia, fortaleza de la fe
para sus hijos, alimento del alma, fuente
pura y perenne de la vida espiritual» (cfr.
Dei Verbum, n. 21). Por eso, «como la vida
de la Iglesia recibe su incremento de la renovación
constante del misterio eucarístico, así
es de esperar un nuevo impulso de la vida
espiritual, de la acrecida veneración de la Palabra
de Dios que permanece para siempre»
(Dei Verbum, n. 26).
Palabra y Eucaristía construyen la Iglesia.
Esclarecer y subrayar especialmente el papel
de la Palabra en la generación y regeneración
de la Iglesia ha sido uno de los objetivos
principales del Sínodo reciente, cuyo
lema es bien revelador: «La Palabra de Dios
en la vida y la misión de la Iglesia».
Podemos desplegar la relación existente
entre Palabra e Iglesia a través de tres afirmaciones
escalonadas.
3.1. La Iglesia nace y vive de
la Palabra de Dios
En el libro de los Hechos y en las cartas
de Pablo, contemplamos cómo la Palabra de
Dios anunciada por los Apóstoles congrega
en torno a ella y a ellos comunidades nacientes.
La Palabra de Dios tiene, junto con la
Eucaristía, una virtualidad generadora de comunidad.
En palabras ajustadas de M. Legido:
«La Iglesia es convocada por la Palabra,
congregada por la Eucaristía y conducida
por el ministerio apostólico». En consecuencia,
tanto más vigorosas nacerán y crecerán
las comunidades cuanta mayor sea su veneración
y acogida práctica de la Palabra de
Dios.
3.2. La Palabra de Dios sostiene
a la Iglesia a lo largo de la historia
Una comunidad frágil y naciente, a la que
seguramente le hubiéramos augurado una
vida corta en el clima cultural de agresividad
en el que surgió, se sobrepuso a grandes dificultades
y logró no quedar confinada en el
seno del judaísmo. El recuerdo de Jesús, la
experiencia pascual, la lectura del Antiguo
Testamento, realizada desde la perspectiva
de la Resurrección, y las cartas de los Apóstoles,
la sostuvieron en su identidad. El Antiguo
y Nuevo Testamento fueron en los siglos
siguientes la mística que mantuvo su
identidad, dentro de la cultura helenística.
No sin dificultades, la Palabra de Dios ha seguido
manteniendo esa misma identidad a
través de la Edad Media y Moderna. La sigue
y seguirá manteniendo (así lo creemos
firmemente) en medio de un mundo cada
vez más poderoso, más extraño a la fe y más
capaz de impregnar la mentalidad y sensibilidad
de los mismos creyentes. «No me cansaré
nunca de repetir que la lectura creyente
y orante de la Escritura es uno de los medios
principales con los que Dios quiere salvar
nuestro mundo occidental de la ruina moral
que pende sobre él a causa de la indiferencia
y el miedo a creer. Ella es el antídoto que
Dios propone… para favorecer el crecimiento
de la interioridad sin la que el cristianismo…
corre el peligro de no superar el desafío
del tercer milenio».21
(20) T. DE KEMPIS, Imitación de Cristo, libro IV, cap.
11.
(21) Card. MARTINI, Programmi pastorali diocesani
1980-90, Centro Ambrosiano, Milano, p. 529.
– 15 –
3.3. La Palabra de Dios penetra y anima,
con la potencia del Espíritu Santo,
toda la vida de la Iglesia
Sin la fuerza de la Palabra de Dios y la
acción del Espíritu, toda la ingente actividad
de la Iglesia sería un simple «correr en
vano». Podemos lamentar la desproporción
entre nuestros esfuerzos y los resultados.
Pero son la Palabra y el Espíritu quienes animan
la predicación, vivifican la liturgia, estimulan
la acción caritativa, alimentan a los
contemplativos, inspiran a los teólogos, sostienen
a los educadores cristianos, alientan a
los catequistas, mantienen nuestras editoriales,
sustentan nuestras universidades, confortan
a los políticos creyentes, acompañan a
laicos comprometidos en la construcción de
una sociedad más humana, fortalecen a los
pobres que luchan por una vida más digna,
alivian a los enfermos, ensanchan las energías
de los misioneros y misioneras. Percibimos
un notable vigor y aliento en esta inmensa
tarea evangelizadora. Será mayor, si
quienes estamos en ella, nos apoyamos más
firmemente en la Palabra que renueva y da
esperanza.
3.4. Para un mayor arraigo de
la Palabra en la Iglesia
22. Profundamente persuadido de estas verdades,
el Concilio dedica un capítulo
(Dei Verbum, n. 6) a señalarnos unas tareas
que aseguren una mejor acogida y un mayor
fruto de la Palabra en la Iglesia. Es necesaria
la lectura íntegra de este capítulo, «el punto
culminante del documento».22 He aquí algunos
apuntes:
– Los creyentes han de tener «amplio acceso
a la Sagrada Escritura» (Dei Verbum, n.
22). Han de contar para ello con traducciones
fieles, dotadas de introducciones y
notas suficientes.
– A todos se les exhorta «con vehemencia»
a que accedan a la directa «y frecuente
lectura de las Sagradas Escrituras… No
olviden que la oración debe acompañar a
la lectura… porque a Él hablamos cuando
oramos y a Él oímos cuando leemos las
palabras divinas» (Dei Verbum, n. 25).
– «El estudio de la Sagrada Escritura ha de
ser como el alma de la Sagrada Teología»
(Dei Verbum, n. 24).
– «Los exegetas católicos y demás teólogos
deben trabajar aunadamente, bajo la vigilancia
del Magisterio, para investigar y
proponer las letras divinas» (Dei Verbum,
n. 23).
– La lectura devota de la Escritura es especialmente
urgida a los que «se dedican legítimamente
al ministerio de la Palabra
(sacerdotes, diáconos, catequistas). Sumérjanse
en las Escrituras con asidua lectura
y con estudio diligente para que ninguno
de ellos resulte predicador vacío y
superfluo de la Palabra de Dios que no escucha
en su interior» (Dei Verbum, n. 25).
– «Toda la predicación eclesiástica… ha de
nutrirse de la Sagrada Escritura y regirse
por ella» (Dei Verbum, n. 21).
– Ha de procurarse el número mayor y la
preparación mejor de los ministros de la
Palabra (cfr. Dei Verbum, n. 23).
IV. DISCÍPULOS Y TESTIGOS DE LA PALABRA DE DIOS
23. Toda la vida de la Iglesia se condensa en
un doble movimiento: acoger y transmitir
la salvación. Acoger la salvación equivale a
ser discípulo del Señor. Transmitirla equivale
a ser testigo y anunciador de la salvación
recibida. La Iglesia encuentra en María, (22) Card. KASPER, a.c., p. 8.
– 16 –
miembro singular de la Iglesia, el prototipo
de este doble movimiento. Acoger la Palabra
de Dios y transmitirla al mundo constituye el
eje mismo de su vida y misión.
Acoger y transmitir la Palabra de Dios es
condición común de todos los cristianos.
Este doble movimiento está inscrito en el código
genético del cristiano, desde el Papa
hasta el último bautizado. No ha de haber en
la Iglesia ni simples transmisores ni simples
receptores. Todo transmisor es al mismo
tiempo receptor. Cuando esto no sucede, es
más bien «campana que suena o címbalo
que retiñe» (1 Co 13, 1). Correlativamente,
todo receptor está llamado a ser transmisor.
De no serlo, se asemeja al servidor que recibió
un talento para negociarlo y lo escondió
en tierra (cfr. Mt 25, 24 ss). Todos somos, a
la vez, discípulos y testigos, receptores y
anunciadores.
1. Discípulos de la Palabra
24. «El Señor me ha dado una lengua de discípulo
para que sepa sostener con mi palabra
al abatido. Cada mañana me espabila
el oído para que escuche como los discípulos.
El Señor me ha abierto el oído y yo no
me he resistido ni me he echado atrás» (Is
50, 4-5).
Una de las primeras características del
discípulo es la familiaridad con la Palabra de
Dios. Al discípulo el Señor «le ha abierto el
oído», le ha vuelto atento y sensible a la voz
de Dios. Esta voz no le suena a extraña, a incompatible
con su mundo. Tiene sintonía,
afinidad con ella.
La familiaridad es un don. Es el Señor
quien le ha abierto el oído. Pero este don recae
más connaturalmente sobre los santos y
los sencillos de corazón. San Francisco de
Asís comprendió y asimiló mejor la Palabra
de Dios que muchos ilustres predicadores y
doctores de su tiempo. Los sencillos tienen
también especial afinidad para intuir determinados
aspectos existenciales y prácticos
contenidos en la Palabra que escuchan.
Esta familiaridad es especialmente postulada
a los que en la Iglesia han recibido, en
un grado u otro, el ministerio de la Palabra
(sacerdotes, diáconos, catequistas, profesores
de Religión). Pero también ellos son antes
discípulos que maestros. San Agustín decía a
sus diocesanos en una predicación: «Os cuidamos
porque así nos lo pide nuestro deber
de hacerlo, pero queremos ser cuidados (por
el Señor) juntamente con vosotros. Somos
como pastores para vosotros, pero somos
ovejas con vosotros bajo aquel Pastor. Somos
como doctores desde esta cátedra para
vosotros, pero bajo aquel único Maestro somos,
en esta escuela, condiscípulos vuestros
».
La sensibilidad del profeta es otra de las
características del discípulo. Al fin y al cabo
éste, por el Bautismo, participa de la condición
profética de Cristo. El profeta es alguien
que se deja estremecer por la Palabra
de Dios. «Cuando encontraba palabras tuyas,
yo las devoraba; tus palabras eran mi
delicia y la alegría de mi corazón, porque he
sido consagrado a tu nombre, Señor Dios todopoderoso
» (Jr 15, 16). Pero el profeta no
sólo se estremece de gozo. La Palabra de
Dios le interpela y le agarra por dentro: «Tú
me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir, me
has agarrado y me has podido. Se ríen de mí
sin cesar, todo el mundo se burla de mí… Yo
decía: no pensaré más en él, no hablaré más
en su nombre. Pero (tu Palabra) era dentro
de mí como un fuego devorador encerrado
en mis huesos: me esforzaba en contenerla y
no podía» (Jr 20, 7-9). El rollo que Ezequiel
comió le supo como la miel, pero después le
produjo escozor en las entrañas (cfr. Ez 3, 3.
14).
La docilidad del oyente es asimismo propia
del discípulo. Cuando la Palabra, vencidas
todas las resistencias, llega al centro del
corazón, el creyente le entrega su mente,
prefiere la lógica de Dios a su propia lógica,
«Le son más dulces los mandatos del Señor,
más que miel en la boca» (Sal 119, 103). La
palabra escuchada en Pentecostés «les llegó
hasta el fondo del corazón; así que pregun-
– 17 –
taron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué
tenemos que hacer, hermanos?» (Hch 2, 37).
Así es la docilidad del discípulo.
2. Testigos de la Palabra
25. Ser testigo es algo muy serio. No es un
simple vendedor de ideas. Ni siquiera sin
más un hombre convencido de lo que afirma,
pero no implicado en ello. Un testigo es
aquel que ha vivido un acontecimiento absolutamente
central en su existencia. Este
acontecimiento le ha marcado, ha cambiado
el curso de su existencia, hasta el punto de
que no puede en adelante sino transmitirlo
con su palabra y con su vida. La Palabra y el
Espíritu crean testigos así. «Creo a testigos
que se dejan degollar» (Pascal).
Esta vocación común de todo creyente,
reconocida, acogida y vivida, es capital para
el presente y el futuro de nuestra Iglesia. En
unos tiempos en los que incluso muchos
bautizados han perdido todo contacto habitual
con la Palabra de Dios y nos encontramos
con generaciones a quienes la Palabra y
la fe se les antojan extrañas y mitológicas,
no podemos olvidar, sin embargo, que son
muchos los cristianos sinceros y motivados
«sembrados» en todos los ambientes y en
contacto directo (incluso de calidad) con estas
personas más que alejadas. No deben olvidar
estos cristianos que, por su condición
bautismal, son enviados de Jesucristo y de su
comunidad a tales ambientes. Reconocemos
la dificultad de manifestar la fe en determinados
ámbitos. Pero la Palabra de Dios tiene
una fuerza especial que consuela e interpela
al mismo tiempo. En la vida de estas personas
tan distantes hay coyunturas en las que
la fuerza combinada de una proximidad
afectiva y servicial y de un mensaje bíblico
adaptado, puede abrir puertas y romper barreras.
No faltan testimonios que avalan que
esto es posible y real.
Eso sí: «sólo aquel creyente que tenga el
Evangelio en su corazón, un evangelio convertido
en objeto de contemplación y motivo
de oración, logrará mantenerlo en su boca
como un tesoro del que hablar y lo tendrá en
sus manos como algo ineludible que tiene
que entregar».23
3. Discípulos y testigos como María
26. Nadie ha acogido la Palabra de Dios
como María. San Agustín nos dice que la
concibió antes en su espíritu que en su cuerpo.
Sobre todo en el Evangelio de la infancia,
María es retratada como aquella que
muestra su plena docilidad y disponibilidad
a la Palabra que le comunica el proyecto de
Dios sobre su vida, a pesar de que este designio
altera sus planes previos. «Aquí está
la esclava del Señor; que me suceda según
dices» (Lc 1, 38). En el «Magnificat», María
acoge con exultante gratitud el proyecto salvador
del Dios fiel y misericordioso que a
través de ella se realiza en Jesús, cumpliendo
así la antigua promesa a su pueblo. Inmersa
en la tradición de los pobres de Jahvéh, María
muestra su alegría de que Dios se acuerde
de los pobres y desvalidos. «Tomó de la
mano a Israel su siervo, acordándose de su
misericordia… Ensalzó a los humildes y colmó
de bienes a los hambrientos» (Lc 1, 51.
53. 54).
Los acontecimientos en torno al nacimiento
del Niño dan mucho que pensar y
sentir a María, que «guardaba todos estos
recuerdos y los meditaba en su corazón» (Lc
2, 19). A medida que su Hijo crecía, ella le
observaba con los ojos del corazón (cfr. Lc
2, 28-38) y retenía todos los signos, incluso
aquellos que no comprendía y le producían
dolor y desconcierto, como el episodio del
templo (cfr. Lc 2, 41-50).
En el inicio del ministerio de su Hijo, invita
a los criados de Caná a «hacer lo que Él
les diga» (Jn 2, 5). A lo largo de su vida pública,
María está entre los discípulos del Señor
que escuchan su Palabra y la cumplen
(cfr. Lc 11, 27-28).
Llegado el gran momento de la Pasión,
María está al pie de la Cruz, sufriendo en su
(23) P. CHÁVEZ, Rector Mayor de los Salesianos, Palabra
y vida salesiana hoy, Roma 2004.
– 18 –
corazón el martirio que Jesús sufría en su
cuerpo, «porque en María todo sucede dentro
» (beata Isabel de la Trinidad) y recogiendo
con sumo cuidado las palabras entrecortadas
de Jesús: «Ahí tienes a tu Hijo…, ahí
tienes a tu Madre» (Jn 19, 26-27). Vivida la
experiencia de la Resurrección, persevera
con los discípulos en oración a la espera del
cumplimiento de la palabra de su Hijo, que
había prometido la venida del Paráclito (cfr.
Hch 1, 14).
En síntesis, María es la mujer que renuncia
a su propia lógica para aceptar la lógica
desconcertante de Dios. Se fía de Él y de su
promesa, que es, a sus ojos, más valiosa que
todas las garantías y seguridades del mundo.
Esta confianza le abre el camino a la obediencia
total a Dios. No en una actitud voluntarista
sino con la sintonía del corazón,
aunque no sin costo ni dolor. María progresa
en su fe y va comprendiendo mejor el misterio
de su Hijo porque recoge y medita sus
palabras, gestos y acciones. Por esto es modelo
y estímulo para todos los que, entre dificultades
y tropiezos, queremos ser discípulos
y testigos de Jesús, Palabra hecha carne
en el seno de María. «Ella es el arquetipo de
la fe de la Iglesia que escucha y acoge la Palabra
de Dios».24
V. ACTITUDES AUTÉNTICAS E INAPROPIADAS
ANTE LA PALABRA DE DIOS
27. La naturaleza misma de la Escritura postula
que nos aproximemos a la Biblia en
unas determinadas actitudes coherentes con
ella. Nos proponemos enumerarlas y describirlas
escuetamente. Pero a menudo nuestra
aproximación suele quedar lastrada por prejuicios,
intereses, frivolidades ajenas a la estructura
de la Palabra de Dios. Hemos de
identificarlas con cuidado. Así podremos
acercarnos al mandato del Concilio: «Oír [la
Palabra de Dios] con piedad, guardarla con
exactitud y exponerla con fidelidad» (Dei
Verbum, n. 10).
1. Actitudes auténticas
1.1. Reconocimiento y escucha
La Palabra que escuchamos es de Dios.
Al acercarnos a ella es preciso reconocer humildemente
su soberanía; es decir, su prioridad
absoluta sobre cualquier palabra humana
que pronunciemos o escuchemos. No la hemos
elegido nosotros. Ella nos ha elegido.
En rigor, no somos nosotros quienes asimilamos
la Palabra de Dios; es ella quien nos asimila
a nosotros: nos hace pensar y sentir
como ella y actuar consecuentemente. Dios
lleva la batuta. Él toma la iniciativa. Por esto
el humilde reconocimiento y la dócil escucha
son connaturales a una Palabra así. La
tentación de los judíos fue interpretarla sobre
todo como una ley; la de los griegos, hacerla
demasiado acomodada a la razón y olvidar
su carácter paradójico, que rompe la lógica
humana para introducir la novedad de Dios.
Tal vez la de muchos creyentes de hoy queda
bien retratada por Paul Claudel: «El respeto
de los católicos por la Sagrada Escritura
es inmenso, pero se manifiesta sobre todo en
la distancia que adoptan ante ella».
1.2. Agradecimiento
28. La Palabra de Dios es gratuita. Es un regalo
total e inmerecido. «Nuestro Dios es
un Dios que habla» no un ídolo mudo. Aunque
muchas veces, dolorosamente, creamos
percibir su silencio, Dios ha querido libremente
comunicarse con nosotros por amor,
revelarnos su Rostro, hacernos partícipes de
(24) Sínodo de los Obispos 2008, proposición 4ª.
– 19 –
su proyecto salvador. Merece todo nuestro
agradecimiento. No es la suya una palabra
mágica cuyos efectos benéficos podamos
evocar a nuestro antojo, sino Alguien que se
ofrece libremente cuando llega el momento
oportuno, cuando encuentra nuestra casa dispuesta
y preparada o la sorprende revuelta y
enrevesada y se propone pacificarla y convertirla.
1.3. Acogida incondicional
29. La Palabra de Dios es medicina necesaria
para nuestra salvación. Sin ella el
pueblo creyente se diluiría y la humanidad
correría el gran riesgo de perder la ruta en
las cañadas de la historia. Sin ella, cada uno
de nosotros seríamos seres definitivamente
malogrados. Nuestras heridas se volverían
crónicas. Podríamos acabar destruyéndonos
unos a otros. La amargura y la desesperación
ahogarían el gozo de vivir y la esperanza.
Dios se nos difuminaría en el horizonte. Las
tremendas, geniales y gráficas palabras de
Nietzsche que proclaman la muerte de Dios
y el frío glacial y el vacío abismal provocado
por ella, reflejarían una experiencia compartida.
Una Palabra que nos es tan necesaria
postula de nosotros acogida incondicional.
1.4. Consciencia atenta
30. La Palabra de Dios es actual. No es un
simple precipitado de anteriores intervenciones
de Dios. Aquí y ahora el Padre conversa
con sus hijos cuando nos reunimos
para leer las Escrituras. Conversa conmigo
cuando abro el texto sagrado. Esta actualidad
reclama de nuestra parte una consciencia
atenta. Nuestra relación con la Palabra es un
encuentro, un acontecimiento salvador. No
se puede leer la Palabra de Dios «en diagonal
», como se lee la prensa diaria. Es nada
menos que Dios quien me habla. No se puede
«dormitar» ni «profundizar en la superficie
» ante una Palabra así.
1.5. Confianza
31. La Palabra de Dios es eficaz: hace lo que
dice. Es palabra y acontecimiento. Nuestra
actitud ante ella no puede ser la del oyente
aburrido que «se la sabe de antemano», ni
la del interlocutor «escaldado» que no se
cree que esta Palabra introduce un fermento
de cambio en mí, en nosotros. No debemos
ir derrotados de antemano a la Palabra de
Dios, sino confiados.
1.6. Admiración sobrecogida
32. La Palabra de Dios es siempre nueva y
sorprendente. El Espíritu Santo la rejuvenece
cada vez que se pronuncia para todos o
para mí. Ella regenera lo que toca. La situación
que vivimos, diferente a la que vivieron
sus primeros destinatarios hace que ella sea
«siempre antigua y siempre nueva». Escucharla
con esperanza es, pues, coherente con
su naturaleza. Benedicto XVI pide al oyente
que «se deje sorprender por la novedad de la
Palabra de Dios que nunca envejece y nunca
se agota; que vence la sordera para escuchar
las palabras que no coinciden con nuestros
prejuicios y opiniones». Esta Palabra siempre
nueva reclama nuestra admiración.
1.7. Compromiso
33. La Palabra de Dios es interpeladora y dinámica.
Provoca a la acción, al cumplimiento,
al compromiso. «Poned pues en
práctica la Palabra y no os contentéis con
oírla, engañándoos a vosotros mismos… Dichoso
el hombre que se dedica a meditar la
ley perfecta de la libertad y no se contenta
con oírla, para luego olvidarla, sino que la
pone en práctica» (St 1, 22-25). «Guardar la
Palabra es cumplirla» (M. Blondel).
2. Actitudes inapropiadas
34. Toda actividad noble corre el riesgo de
quedar contaminada cuando es tocada
por manos humanas. Veamos algunas de las
marcas con las que la mano humana puede
empañar la Escritura. Ellas actualizan nuestra
tentación de servirnos de la Palabra de
Dios en vez de reconocer su soberanía.
2.1. La lectura fundamentalista
La Pontificia Comisión Bíblica25 dedica
un extenso texto a describir y valorar esta
– 20 –
patología en el acercamiento a la Escritura.
«La lectura fundamentalista parte del principio
de que, siendo la Biblia Palabra de Dios
inspirada y exenta de error, debe ser leída e
interpretada a la letra en todos sus detalles…
Este género de lectura encuentra cada vez
más adeptos a finales del siglo XX en grupos
religiosos y sectas, pero también entre los
católicos… Impone, como fuente única de
enseñanza sobre la vida cristiana y la salvación
una lectura de la Biblia que rehúsa toda
investigación crítica… Se vuelve incapaz de
aceptar plenamente la verdad de la Encarnación,
puesto que rechaza admitir que la Palabra
de Dios inspirada se ha expresado en
lenguaje humano y ha sido escrita, bajo la
inspiración divina, por autores humanos cuyas
capacidades y posibilidades eran limitadas.
Por esto, tienda a tratar el texto bíblico
como si hubiera sido dictado palabra por palabra
por el Espíritu».
2.2. El historicismo crítico
35. En las antípodas de la deformación precedente
se sitúa la postura de los estudiosos
increyentes de la Escritura, que la consideran
como simple palabra humana a la que
hay que tratar exacta y exclusivamente con
los mismos instrumentos de análisis que se
utilizan para documentos de naturaleza análoga.
Deslizarse hacia esta posición puede
ser una tentación cuando se niegan en la
práctica los criterios específicos derivados
de su condición de Palabra inspirada y leída
en la Iglesia: la unidad de toda la Escritura,
su orientación hacia Cristo y la analogía de
la fe.
2.3. La lectura legitimadora y reductora
36. El teólogo norteamericano Howard Clark
Kee, denuncia el riesgo que consiste en
justificar determinadas convicciones sociales,
injustificables o discutibles, apoyándolas
en la Escritura. De este modo podemos identificar
la invitación bíblica a disfrutar de la
creación (Gn 1, 26-31; Sal 104; Qo 5, 18-19)
con la legitimidad del consumismo. La providencia
de Dios puede traducirse en términos
de progreso económico y reducirse prácticamente
a él. La libertad del creyente
puede ser fácilmente confundida con la concreta
democracia occidental. La salvación
cristiana puede diluirse en la salud física y
mental. «A veces se concibe la Biblia como
una guía para alcanzar el equilibrio y la integridad
emotiva. Así las categorías psicológicas
suplantan a las teológicas».26
2.4. La lectura ideológica
37. No es tampoco un riesgo irreal. La ideología
puede ser conservadora y pretender
apoyarse en la Biblia para defender a ultranza
el sistema vigente, al tiempo que se vuelve
ciega y sorda para dejarse interpelar por
los frecuentes requerimientos de la Palabra
de Dios a favor de los pobres y en contra de
toda opresión e injusticia social.
La ideología puede ser progresista, incluso
revolucionaria. Algunas mescolanzas
poco rigurosas entre marxismo y cristianismo
pertenecen a un pasado aún reciente.
La intuición originaria es acertada: «si los
pueblos viven en circunstancias de opresión,
es necesario recurrir a la Biblia para buscar
allí el vigor capaz de sostenerlos en sus luchas
y esperanzas. La realidad presente no
debe ser ignorada, sino afrontada, para esclarecerla
a la luz de la Escritura. La Palabra de
Dios es plenamente actual gracias, sobre
todo, a la capacidad que poseen los “acontecimientos
fundantes” (el éxodo, la Pasión y
Resurrección del Señor) de suscitar nuevas
realizaciones en el curso de la historia».27
Una lectura tan comprometida comporta
sus riesgos. Se seleccionan textos narrativos
y proféticos y se omiten otros igualmente señalados.
Pueden utilizarse instrumentos de
análisis de la realidad incompatibles con la
dinámica de la fe. Bajo la presión de enormes
problemas sociales, puede llegarse a un
subrayado exclusivo del mensaje social y
político liberador, y mostrarse escasa sensibilidad
por la dimensión trascendente de la
salvación cristiana.
(25) PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, o.c., cap. I, F.
(26) H. CLARK KEE, Biblia y predicación, en Comentario
Bíblico Internacional, Verbo Divino, Estella 1999, p.
134.
(27) PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, o.c., cap. I, E.
– 21 –
2.5. La lectura moralista
38. Incurrimos en ella cuando la Escritura es
concebida y utilizada primariamente como
un conjunto de criterios y normas morales
destinadas a orientar y determinar nuestro
comportamiento. Tal lectura no tiene en
cuenta que en la Biblia «no están previstos»
todos los posibles comportamientos humanos.
Ella no posee una «receta moral» para
cada situación histórica o biográfica. Esta
lectura ignora, además, la evolución que bastantes
normas morales han sufrido, al cambiar
determinadas circunstancias, dentro de
la misma Biblia. Olvida, sobre todo, que el
Evangelio leído en la Iglesia, más que insistir
en muchas normas concretas, nos invita y
urge a convertirnos a un nuevo modo de
existencia y a un renovado estilo de vivir
más sensible a la voz contrastada del Espíritu
que al cumplimiento rigorista de la ley.
2.6. La lectura espiritualista
39. «El Espíritu es quien da la vida; la carne
no sirve para nada. Las palabras que os
he dicho son espíritu y vida» (Jn 6, 63). La
lectura espiritualista se desentiende de lo que
el autor sagrado quiso decir a los oyentes de
su tiempo. Margina cuanto la Palabra de
Dios nos dice sobre la realidad terrena, la
existencia corporal o las relaciones sociales.
Para tales lectores, la Biblia es casi exclusivamente
un recetario de máximas espirituales.
Es cierto que «cuanto fue escrito en el
pasado lo fue para enseñanza nuestra, a fin
de que, por la perseverancia y el consuelo
que proporcionan las Escrituras, tengamos
esperanza» (Rm 5, 4). Pero es necesario
complementar este espléndido pensamiento
bíblico: «Toda Escritura… es útil para enseñar,
persuadir, responder, educar en la rectitud
a fin de que el hombre de Dios… esté
preparado para hacer el bien» (2 Tm 3, 16-
17). No podemos orillar el carácter interpelante
y crítico que posee la palabra de Dios
acerca de nuestras posiciones personales, sociales
y eclesiales.
Ni la lectura «materialista» ni la «espiritualista
» se sitúan correctamente ante la Palabra
de Dios. En medio se sitúa la lectura
«espiritual».
2.7. Desconocimiento y apatía
40. Las lecturas desenfocadas son reales,
pero afectan a un número relativamente
reducido de creyentes. La gran mayoría desconoce
la Biblia. La ignorancia en este punto
es bastante general. Vive lejos de la Palabra
de Dios. Incluso la muchedumbre de practicantes
habituales conoce de la Escritura lo
que retiene de la liturgia dominical.
El documento preparatorio del Sínodo
utiliza un término de resonancia más afectiva:
el desapego de los fieles con respecto a
la Biblia.28 Este desapego puede tener su origen
en el desconocimiento. Puede también
inscribirse en el contexto general de una indiferencia
religiosa. Puede asimismo revelar la
fe siquiera rudimentaria de esta crecida colectividad
que ha sido educada en una excesiva
distancia de la Biblia. Es difícil valorar aquello
que no ha sido gustado y apreciado en la
época temprana de la gestación de la fe.
2.8. Incoherencia entre palabra y vida
41. La Palabra llama, a veces con estrépito,
como anota San Ignacio, pero no fuerza.
Por lo general, toca finamente a la puerta.
«Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno
oye mi voz y abre la puerta, entraré en
su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,
20). Cuando la vida no se deja cambiar, la
voz padece cada vez más interferencias para
ser nítidamente escuchada y el que escucha
tiene cada vez menos arrestos para reaccionar
y decir: «Volveré a casa de mi Padre»
(Lc 15, 18).
Durante un tiempo prevalece la insatisfacción;
después se instala la insensibilidad y la
costumbre inveterada y esclavizadora.
(28) Sínodo de los Obispos 2008, Instrumentum laboris,
n. 6.
– 22 –
VI. PARA ADENTRARNOS EN LA PALABRA DE DIOS:
LA «LECTIO DIVINA»
42. ¿Cómo colaborar con el Espíritu para
que la Palabra de Dios sea efectivamente
palabra de vida para nosotros? ¿Cómo realizar
una lectura verdaderamente espiritual de
la Escritura?
El primer camino es la lectura asidua de
la Escritura (cfr. Dei Verbum, n. 25) «Alimentarnos
de la Palabra para ser servidores
de la Palabra… es indudablemente una prioridad
para la Iglesia al comienzo del nuevo
milenio».29 La asiduidad es un factor muy
relevante. Ordinariamente los libros sagrados
nos abren su sentido nuclear a través de
un trato continuado con ellos. Sucede lo mismo
en la investigación científica. Charcot,
una celebridad de la medicina parisina, decía
que su método consistía en «dar vueltas a los
hechos hasta que se le ponían a hablar».
Sólo una lectura asidua permite el acceso a
un conocimiento «sapiencial», es decir experiencial
y connatural, de la Escritura, mucho
más vital y nutritivo que el conocimiento puramente
exegético. Sólo ella consigue debilitar
las resistencias y reticencias que anidan
en nosotros ante la Palabra de Dios. «Es la
permanencia de la Palabra la que transforma
el corazón de piedra en corazón de carne».30
43. El segundo es el estudio de la Palabra de
Dios. Es preciso reconocer el primado
del conocimiento sapiencial sobre el conocimiento
científico. En el ámbito social en el
que se desenvuelve nuestra vida creyente, lo
que no es sapiencial se desmorona fácilmente.
Pero, lejos de ser excluyentes, conocimiento
sapiencial y estudio se combinan y
refuerzan. Necesitamos formular lo que vivimos.
Tal formulación refuerza nuestra experiencia
interior. Siempre «lo vivido es más
rico que lo formulado» (Husserl) pero necesita
el sostén de la formulación para no ir
perdiendo contornos y difuminándose progresivamente.
Con todo, la formulación necesita
«alma» para que nos «resuene dentro»
lo que conocemos y podamos orar con la Palabra
de Dios. Lamentablemente no son muchos
en la Iglesia los que pueden dedicarse
larga e intensamente al estudio de la Palabra
de Dios. Nos son necesarios. El Concilio los
anima explícitamente (cfr. Dei Verbum, n.
23). Pero es más que deseable para todos un
mínimo conocimiento bíblico, siquiera por
medio de adecuadas introducciones a los libros
sagrados y de oportunas notas explicativas
al pie de página.
Hay un tercer camino, estrechamente emparentado
con los anteriores. Ha sido recomendado
con calor por Juan Pablo II y Benedicto
XVI. El reciente Sínodo lo ha
resaltado reiteradamente. Tiene una solera de
muchos siglos en la Iglesia. Se ha extendido
portentosamente, en formas variadas, en todos
los continentes. Está considerada como
la «sugerencia más práctica de la DV» (card.
Kasper). Produce frutos notables de renovación
eclesial. Es la «lectio divina» o lectura
creyente y orante de la Biblia. A ella dedicamos
el resto del presente apartado.
1. La gestación y alumbramiento
de la «lectio divina»
44. «La “Lectio divina” es una lectura individual
o comunitaria de un pasaje más o
menos extenso de la Escritura, acogida como
Palabra de Dios. Se desarrolla bajo la moción
del Espíritu en meditación, oración y
contemplación».31
La Iglesia ha leído desde sus orígenes la
Escritura en actitud creyente y con espíritu
orante. Basta comprobar cómo las comunidades
que se reunían en torno al Evangelio
(29) JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, n. 40. de Lucas acogían respetuosamente los textos
(30) RODRÍGUEZ CARVALLO, Ministro General OFM,
o.c., p. 50. (31) PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, o.c., III, C 2.
– 23 –
bíblicos, los interpretaban, los leían a la luz
de la Pascua del Señor, en comunidad presidida
por los responsables, y buscaban en
ellos lecciones para su vida actual.
En los primeros siglos del cristianismo,
grandes Padres de la Iglesia (Orígenes, San
Juan Crisóstomo, San Basilio, San Agustín)
ponían los cimientos de la «lectio divina»
con una aproximación a la Escritura impregnada
de los caracteres en que ésta habría de
plasmarse más tarde en los monasterios de la
Edad Media. La centralidad de la Palabra de
Dios, la unidad de todas las Escrituras, su interpretación
sapiencial y espiritual y su preocupación
por inculturar la Biblia en el mundo
greco-romano son testimonio de una
auténtica lectura creyente realizada y enseñada
por los Padres.32 A ellos debemos la
identificación y la práctica de cuatro modelos
de aproximación a la Biblia: la literal
descubre en el texto los hechos contrastados
y fija tal texto. La alegórica recoge las verdades
salvadoras que el texto nos revela. La
moral es sensible a las normas orientadoras
de nuestra conducta contenidas en el texto.
La mística se propone desvelar el sentido último
que la Palabra comentada guarda para
el destino de la humanidad. La vida monástica
de la Edad Media supo recoger esta rica
herencia y establecer un recorrido a través de
la Palabra de Dios, cuyas etapas constituyen
el nervio de la «lectio divina». Todas las
nuevas formas de lectura creyente y orante
de la Biblia son adaptación o complemento
de la forma de acceso ideada por los monjes.
2. Las claves de la «lectio divina»33
45. Antes de describir uno a uno los pasos de
este itinerario es necesario interiorizar
sus claves. Están ya presentes en la lectura
realizada por las comunidades de San Lucas.
2.1. Una lectura respetuosa de los textos
Tal respeto se muestra en el interés por
aproximarnos al sentido originario que tuvo
en el contexto en el que fue escrito y a la experiencia
originaria de la fe que suscitó en
sus primeros destinatarios. Este esfuerzo evita
que el texto sea manipulado, «haciéndole
decir» lo que no dice.
La lectura ha de hacerse con sumo respeto.
Consiste en acercarnos al texto para ver
lo que dice, sin dejarnos llevar por prejuicios
ni proyectar sobre él nuestra subjetividad.
Hemos de abordar el texto desde el punto de
vista histórico, literario y teológico. Para
esta lectura nos aportan una luz inestimable
los trabajos de la exégesis, cuyo objeto es
comprender el significado preciso del texto
en su contexto.
2.2. Acceder al texto
desde la vida y para la vida
46. El creyente no lee la Biblia sobre todo
para acrecentar su cultura bíblica, sino
para entender y orientar su vida. Las Escrituras
les revelan el sentido de los acontecimientos
y los acontecimientos ayudan a que
se nos desvele el sentido de las Escrituras.
La Palabra de Dios es «de ayer y de hoy».
Tuvo un mensaje para ayer y tiene un mensaje
para hoy, y ambos están emparentados.
Así sucede, por ejemplo, en el relato de
Emaús. La pregunta que se hacían los discípulos
de la segunda generación cristiana era
ésta: ¿dónde podemos encontrar hoy a Jesús
Resucitado? Ellos no le habían conocido
personalmente. Los seguidores comprenden
a la luz del texto que, a pesar de sus desfallecimientos
y sus dudas, el Resucitado no estaba
ausente en el camino de su vida, sino presente
en las Escrituras, en la Eucaristía, en la
comunidad creyente.
2.3. Compartir la Palabra de Dios
en la comunidad orante y presidida
47. La comunidad cristiana es el lugar natural
por excelencia para escuchar la Palabra.
La Escritura ha sido consignada por escrito
principalmente para ser proclamada en
la asamblea eclesial. Con todo, el Concilio
(Dei Verbum, n. 25) recomienda también la
lectura individual. Ella precede provechosa-
(32) M. MASINI, La lectio divina, BAC, Madrid 2001,
pp. 356-370.
(33) Cfr. S. GUIJARRO, La Biblia en el c