Muchas veces nos hemos encontrado aturdidos por tanto ruido y por tantas palabras que salen a borbotones de nuestra boca y parece que uno no se realiza si no habla. Tan importante como hablar es saber escuchar. Las tertulias de los medios de comunicación son la viva expresión de lo poco que se escucha y lo mucho que se pisa, a toda costa, al adversario. Pero lo peor de todo es cuando quien habla se cree tan poseedor de la verdad que no tiene ni idea de lo que está diciendo. El dicho popular de «cuando no tengas ideas comienza a inventar palabras», es muy significativo. La falta de respeto y al mismo tiempo la gran ignorancia filosófica y de modo especial la lógica que va acompañada del sentido común parece que se nos han ido de vacaciones.

Con motivo de la Cuaresma y la Pascua cinco obispos escribíamos una carta pastoral y en ella decíamos que hoy ser testigos del evangelio es algo muy serio. El testigo no es un simple vendedor de ideas. Ni siquiera sin más un hombre convencido de lo que afirma, pero no implicado en ello. Un testigo es aquel que ha vivido un acontecimiento absolutamente central en su existencia. Este acontecimiento le ha marcado, ha cambiado el curso de su existencia, hasta el punto de que no puede en adelante sino transmitirlo con su palabra y con su vida. La Palabra y el Espíritu crean testigos así. Pascal decía: «Creo en testigos que se dejan degollar».

Esta vocación común de todo creyente, reconocida, acogida y vivida, es capital para el presente y el futuro de nuestra Iglesia. En unos tiempos en los que incluso muchos cristianos han perdido todo contacto habitual con la Palabra de Dios y nos encontramos con generaciones a quienes la Palabra y la fe les parece algo extraño o incluso algo mitológico, no podemos olvidar, sin embargo, que son muchos los creyentes que sinceramente siembran en todos los ambientes y tratan de llevar con su testimonio la fragancia de la Palabra incluso a aquellos que no quieren escucharla. No deben olvidar estos cristianos que, por su condición bautismal, son enviados por Jesucristo y por la Iglesia a impregnar todos los ambientes aún los más hostiles y contrarios.

Reconocemos la dificultad de manifestar la fe en determinados ámbitos. Pero la Palabra de Dios tiene una fuerza especial que consuela e interpela al mismo tiempo. En todo ser humano hay un ansia de infinito, es más, desea inconscientemente ser pertenencia de Dios. El mensaje bíblico puede abrir puertas y romper barreras. «Sólo aquel cristiano que tenga bien centrado el evangelio en su corazón, un evangelio que se ha convertido en contemplación y en oración, logrará mantenerlo en su boca como un tesoro del que hablar y lo tendrá en sus manos como algo ineludible que tiene que entregar» (P. Chávez, salesiano). La Palabra que se escucha bien por dentro se anuncia mejor por fuera.

 

+Mons. Francisco Pérez González

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

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