Monseñor Francisco Pérez nos recuerda la importancia que tiene para un cristiano la amistad con Jesucristo. Nos lo muestra de una manera sencilla, con su propio testimonio

En el Seminario nos infundían mucho el sentido y espíritu de la oración y mi modo de rezar era estar tiempo hablando con Jesús
ante el sagrario.

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Cristo Jesús

Amistad con Jesucristo

Los destellos de Luz del Señor Resucitado son la oración y las palabras de la Sagrada Escritura. Su presencia viva y vivificante se nos ofrece y regala en los sacramentos. Y si tuviera que decir lo que es la oración para mi tendría que remontarme a la niñez, en la que aprendí a amar a Jesucristo. Nunca olvidaré las enseñanzas, de modo especial, de mi querida madre. Su labor fundamental fue la de infundirme dos cosas: el amor a Dios a través de la Virgen María y el amor a la Iglesia participando en los sacramentos. Los momentos claves de estos dos amores, fundidos en uno, eran la novena que hacíamos junto a nuestra madre sus hijos en el mes de junio y en el período de vacaciones. Por la mañana salíamos hacia la Ermita de la Virgen de Viyuela, que es la advocación de la Virgen de mi pueblo, y por el camino rezábamos el rosario. Durante el trayecto, no más de dos kilómetros, recogíamos espigas de trigo o cebada que habían caído de las galeras de los carros que iban hacia el lugar de la trilla; estas espigas servían para poder alimentar a las gallinas y animales de nuestra pequeña granja. Cuando llegábamos a la Ermita nos poníamos a los pies de la imagen de la Virgen y rezábamos la Salve y estoy seguro de que a sus pies nació mi vocación.

A los once años fui al Seminario. Un día, tímidamente, dije a mi madre, mi padre escuchaba en silencio: “Quiero ser sacerdote”. Ella me respondió: “Me parece muy bien, pero no olvides que es una vocación, es decir, que tienes que sentir que Dios te llama. Si eres trabajador y un buen amigo de Jesús, serás feliz. La mejor herencia que os podemos dejar -mis padres eran pobres- es una buena formación y que seáis buenos cristianos”. Así nació mi vocación, mejor dicho, así me sentí llamado por Dios. Desde pequeño iba con mi padre a tocar las campanas de la torre de la iglesia de mi pueblo, puesto que él era el “campanero” del pueblo y como había que pasar a través del Templo siempre me entretenía a hablar con Jesús delante del Sagrario. Desde entonces no he dejado ni un día de estar a su lado. En el Seminario nos infundían mucho el sentido y espíritu de la oración y mi modo de rezar era estar tiempo hablando con Jesús ante el sagrario. No me hablaba pero sentía su calor de amigo; no jugaba pero me entretenía; no comía pero me sentía saciado… Eran momentos intensos de amistad con el mejor Amigo.

A medida que he ido creciendo en edad, más he necesitado de su fuerza amorosa y en cada momento el encuentro con Él ha sido un mayor empeño y compromiso para entregarme a los demás. Sin Cristo me es imposible amar al hermano o perdonar. Ahora comprendo el drama que debe sufrir quien no tiene el don de la fe; sin amor de Dios mi vida sería un desierto vacío y seco, con Él me siento realizado y feliz. Tanto en mi vida sacerdotal como ahora siendo Obispo no hallo mejor consuelo que cuando estoy con mi Amigo del alma. Nada hay comparable a este amor. Muchas noches encuentro el descanso al lado de Él y nadie puede arrebatarme lo que me alivia y enseña como Maestro. Su amor mostrado en la Cruz hace una mella especial en mi vida. Ya no puedo prescindir, a pesar de mi fragilidad, de su amor; es más que el aire en mis pulmones, más cercano que mi misma persona y más fuerte que mis propios deseos o impulsos. Cuando celebro la Eucaristía no sólo me siento regenerado sino renovado y cuando le recibo siento la misma sensación que el día de mi primera comunión. Aquel día encontré el único sentido en mi vida, fue tan grande el Amor que invadió mi interior que le pedí que nunca me abandonara y lo ha cumplido.

He pasado por momentos gozosos, los más, pero también dolorosos y siempre le he tenido a mi lado y me ha mostrado que su amor es más fuerte que el sufrimiento y la enfermedad. La oración se ha convertido en un arranque para vivir embelesado en Él. En cada paso, cada momento y cada circunstancia no puedo prescindir de Él. Nunca me deja en la estacada y siempre me anima con su voz imperceptible y suave, una voz más fuerte que mis propios gritos. Y si alguna vez me dejo llevar por las consolaciones, Él me saca de mí para entregarme a los demás. Recuerdo que un día estaba aplanado y dolorido por una circunstancia adversa; me fui a la oración delante del Sagrario buscando consolación pero sentí que el Señor me invitaba a mirar los sufrimientos de mis feligreses y a que dedicara un tiempo a consolar a una familia que estaba sufriendo mucho; visité a la familia y procuré ocuparme de sus necesidades; después, cuando volví a la oración, encontré consuelo y alivio. Comprendí que la oración no es una autocomplacencia sino una dinámica de amor a Dios y al prójimo.

Ahora, como Obispo, comprendo mejor que debo ser el primero en amar y no ir buscando, como un mendigo, la complacencia, el aplauso y la gloria personal sino el amor a los demás como expresión de la búsqueda constante del amor de Dios y para que Él sea glorificado, amado y adorado. Muchas veces fallo y soy débil pero la oración, el sacramento de la confesión y la Eucaristía son el alimento de mi vida que me lleva a ser más propiedad de Dios que pertenencia de mi mismo. Sólo desde aquí encuentro la auténtica libertad y felicidad. Sólo en Cristo, unido a Cristo y amando desde Cristo hallo sentido a mi labor pastoral.

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