Papa Pablo VI, en la conclusión de la Exhortación Apostólica acerca de la Evangelización del mundo contemporáneo, «Evangelii Nuntiandi», engarza en la corona de advocaciones de la Virgen una nueva piedra preciosa llamándola «Estrella de la Evangelización» (n. 82). Lo hace como de pasada, pero coincidiendo con la fecha de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, 8 de diciembre, y con la histórica efemérides del décimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II; coincidencia, pensamos, no meramente coyuntural.
El mismo Pontífice, y en este contexto, se remonta a Pentecostés y ve a la Virgen presidiendo con su oración el comienzo de la Evangelización bajo el influjo del Espíritu Santo. Nos hacemos, pues, la pregunta: ¿Es esta presencia de María en circunstancia temporal tan trascendental la raíz, origen y causa de esta nueva advocación? ¿La Virgen «es la Estrella de la Evangelización» por haberse encontrado reunida con los Apóstoles en el Cenáculo el Día de Pentecostés? ¿Es meramente circunstancial su presencia con ellos, y por tanto este título es algo accidental, epidérmico al ser y misión de la Virgen María? O por el contrario, ¿su misión, por voluntad divina, es esencialmente evangelizadora y, por consiguiente, es algo como si fuera circunstancial a su ser y existencia?
A primera vista, y la primera impresión es que tal título le conviene a la Virgen, pues ¿cómo no va a ser de alguna manera evangelizadora y apóstol la que es Madre del Verbo encarnado, Corredentora del género humano, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia?
Por otra parte el corazón de sus hijos quiere que en la corona de su Madre aparezcan y se expresen cuantas gracias, títulos y privilegios se predican en Jesucristo. Nos pide el corazón de hijos llamar a nuestra Madre “Estrella de la Evangelización”. Pero, ¿sólo por una corazonada? ¿O hay razones y argumentos verdaderos, teológicos, para invocarla así?
Primeramente, creo necesario tener una idea clara de lo que es «evangelizar»; y, precisamente a la luz de la exhortación apostólica para ver si la Virgen ha sido, por su misión y vida, verdaderamente evangelizadora y, con toda razón se la deba llamar «Estrella de la Evangelización».
¿Cómo evangeliza la Virgen?
Siguiendo el principio de asociación de María a Jesucristo, Verbo encarnado, toda la vida de la Virgen, por voluntad de Dios, forma parte del Evangelio. Su existencia es evangelizadora ya que responde al modelo existente en la mente divina para llevar a cabo la salvación del género humano. Aunque no tuviéramos otras razones para llamarla e invocarla como «Estrella de la Evangelización», su unión con Cristo, por voluntad del Padre, es razón más que suficiente para ser y tenerla como auténtica evangelizadora.
Ella evangeliza irradiando las virtudes que irradia Jesús. Cristo, por ser Dios, es fuente de todas las virtudes y perfecciones; la Virgen, por ser su Madre y fiel reflejo del plan divino, es espejo de las virtudes de su Hijo. “A Jesús por María”, repetimos con frecuencia. Y Jesús es camino para ir al Padre (Jn 14, 6).
Los títulos y advocaciones con los que la Iglesia y la devoción popular se dirigen a la Virgen, son expresión clara y convencida de que todos ellos responden a unas perfecciones de María como depositaria y reflejo de las perfecciones divinas. Contemplarlas y tratar de imitarlas es recibir una catequesis verdaderamente evangelizadora.
La Virgen vivió en su existencia terrena el Sermón de las Bienaventuranzas; y podemos decir que es verdadera montaña de ellas, desde la pobreza y humildad evangélicas, pasando por la pureza y el llanto hasta la persecución por el Reino de Dios. María no es sol, porque el sol de la perfección es Cristo; pero es estrella radiante y luminosa. Ella evangeliza a quien se asome al Evangelio. Y, si la miramos con los ojos limpios de la fe, la veremos la más pobre entre los pobres, la más humilde entre los humildes, la más pura entre los castos; virgen de vírgenes, compasiva como nadie, doliente singular, sufrida y oferente como ningún ser creado.
Es suficiente y necesario contemplarla con ojos puros de hijo para ver que la Madre es océano de todas las virtudes. No es endiosarla. Es verla como es. Y es lo que es porque Dios la quiso así; sin sentirse menguado en nada por Ella, sino proclamado y pregonado por Ella en su vida y en sus palabras: «Proclama mi alma la grandeza del Señor…» (Lc 1, 46-55).