«Celebramos el testimonio de quien dio su vida hasta la última gota de su sangre por Cristo, por su evangelio y por los fieles cristianos».

La fiesta de San Fermín nace de un hecho religioso. Celebramos a un santo, un seguidor de Jesucristo. En este caso a un mártir que murió por predicar el evangelio.

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Los santos son como flores en el jardín de Dios. Los hay de todos los aromas y colores. Al Creador le encanta la variedad. No hay dos seres humanos cuyos ojos presenten un iris idéntico. Pues algo así sucede con los santos. ¡Qué variedad entre ellos! Los hay de todas las razas, culturas, tiempos, edades y oficios. Claro que, todos tienen en común haber amado a Dios y a los hermanos con toda el alma.

San Fermín, nuestro patrón, es un obispo de nuestra tierra, apóstol entusiasta y valiente, evangelizador pionero. Con su sangre derramada en el martirio colorea y riega los inicios de la evangelización en nuestra ciudad de Pamplona. Celebramos el testimonio de quien dio su vida hasta la última gota de su sangre por Cristo, por su evangelio y por los fieles cristianos. Recordamos su heroicidad con afecto y devoción sincera, con celebraciones y ambiente de alegría familiar y social.

La fiesta es muy necesaria en la vida. Es fundamental encontrar el corazón de la fiesta para humanizar el trabajo de modo que sirva para abrirse a la relación y al compartir: con la comunidad, con el prójimo y con Dios. Es necesario poner equilibrio entre trabajo y fiesta de modo que la persona se sienta realizada y liberada tanto por el hecho de trabajar como de hacer fiesta. La fiesta rompe el ritmo rutinario, la tensión del esfuerzo y sirve para recuperar fuerzas físicas y psíquicas para seguir viviendo con ilusión y entusiasmo. La diversión que conlleva la fiesta para ser liberadora y no producir mayor desgaste ha de ser respetuosa, moderada y honesta.

Los cristianos hemos aprendido a hacer fiesta desde las más antiguas tradiciones y textos sagrados. El libro del génesis dice cómo Dios al concluir la creación vio que todo lo que había hecho era muy bueno y bendijo, santificó y descansó el séptimo día. (Gn 2, 1) Para los cristianos el séptimo día es el domingo, «día del Señor». Lo festejamos con alegría descansando y celebrando en el banquete de la Eucaristía que Cristo ha resucitado y está vivo y presente en la comunidad cristiana, en la familia y en la vida personal. Especialmente, el domingo debe ser tiempo de confianza, de libertad, de encuentro, de descanso, de compartir, de oración, de familia, de apertura a la comunidad y a la caridad. A imagen del domingo son las fiestas como la de San Fermín.

Lo religioso es lo primordial. La fiesta de San Fermín nace de un hecho religioso. Celebramos a un santo, un seguidor de Jesucristo. En este caso a un mártir que murió por predicar el evangelio. El color de los ornamentos sagrados, así como el “pañuelico” rojo, recuerdan la sangre que salió de su cuello al sufrir el martirio. Su patronazgo nos reclama fortaleza en la fe, generosidad en la caridad y alegría y entusiasmo en la vida.

La fiesta es un regalo para la familia. Todos sus miembros tienen ocasión de reunirse para celebrar en unión y alegría. Hay tiempo para el encuentro de todos sus miembros en un clima distendido. Entonces se produce una intercomunicación enriquecedora en diálogo amable, en el ambiente cálido de la mesa familiar, en la oración común y el disfrute de sanas diversiones. Los valores de la familia, del afecto y de la sangre se potencian. La familia se ensancha porque llegan parientes y amigos con los que se comparte lo mejor que tenemos, el cariño y la amistad. La fiesta es tiempo de gratuidad para las relaciones interpersonales y sociales.

Que todo nos ayude a dar gracias a Dios por San Fermín, nuestro patrón, a vivir con sana alegría, a comunicar el gozo de vivir unidos con una identidad propia, abiertos a toda la humanidad y mostrando la grandeza de nuestra fe en al amor a Jesucristo y cumpliendo su mandato: «Amaos como yo os he amado».

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