DSC_195811.- Cuando subíais rezando las estaciones del Via-Crucis muchos pensasteis en la parábola del hijo pródigo que acabamos de escuchar y tal vez no se nos iba del pensamiento la decisión del hijo menor en los momentos de mayor postración: “Me levantaré, iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Todos los que estamos aquí hicimos ayer el mismo propósito: Me levantaré temprano…, me levantaré para ir a la javierada; seguramente habéis añadido muchas más cosas: Me levantaré y haré el camino con mucho ánimo. Más aún, me levantaré y me acercaré a un sacerdote para recibir el sacramento de la confesión como hago todos los años… y será un día importante. Me acercaré a la acción amorosa de Dios que se hace presente en la Eucaristía.

Pensamos nosotros que estamos haciendo un esfuerzo meritorio por venir hasta el castillo de Javier, sin darnos cuenta que es el Señor quien nos espera, quien ha puesto en nuestro corazón la decisión de acercarnos a Él, porque es quien de verdad nos ama. La relación del padre con el hijo pródigo nos introduce en un profundo misterio sobre la naturaleza del hombre y la naturaleza de Dios. Dios nos busca, nos espera, pero no nos obliga, no nos quita nuestra libertad.

Algunos, reflexionando cómo actúa Dios, han resaltado su iniciativa con tanta fuerza que desdibujan el amor divino y lo presentan como opresión y agobio. Así lo hizo el famoso poeta inglés Francis Thompsom en una novela deliciosa que titula “El lebrel del cielo”. En ella recrea la parábola del hijo pródigo con cambios significativos: Imagina que el pecador (representado en el hijo) huye de Dios, pero Dios lo sigue con la perseverancia de un lebrel a su presa, de modo que cuando el pecador (la liebre, en la novela) está alegremente enfrascado en sus pasiones, oye los ladridos lejanos del perro que le persigue, y corre despavorido sin darse cuenta que haga lo que haga el “El lebrel del cielo” no abandona su presa hasta conseguir atraparla y conducirla al redil. Cuando lo consigue, el lebrel se sienta triunfante y mirando con satisfacción a la presa que se escapaba. No es así. Dios no es un cazador implacable, es un Padre amoroso que espera la reacción positiva del hijo, por muy descarriado que se encuentre.

El hijo, por su parte, no se siente perseguido, al contrario, como explica San Agustín en un juego de palabras “quien se había perdido incluso a sí mismo, se volvió hacia sí mismo y terminó encontrándose a sí mismo” (Sermón 330,30). Dicho en nuestro lenguaje más coloquial, el que perdió su propia dignidad, mientras buscaba vivir libremente y satisfacer sus sentidos, lamenta la miseria en la que se encuentra, comprueba su propia esclavitud y comprende que en casa de su padre, hasta los siervos son reconocidos como personas. Ve que su despilfarro no le ha llevado a más libertad como pensaba, sino a mayor servidumbre. El joven de la parábola reconoció su grave error y decidió volver a donde había auténtica dignidad. Reconocer el propio pecado es el primer paso de la conversión.

El padre nunca dejó de pensar en el hijo pródigo, lo esperó día tras día hasta que lo divisó de lejos y se llenó de alegría. También esta escena se hace realidad hoy cuando Dios Padre nos ha visto desde lejos esperando que nos acerquemos con el discurso preparado y se lo repitamos, por medio del sacerdote, en el sacramento de la confesión. El perdón es siempre un misterio de misericordia. Entre los hombres el perdón tiene mala prensa porque parece que se imparte humillando al culpable. Se le perdona, pero no se olvidan sus delitos, y el perdonado recibe ese perdón más que con humildad, humillado.

Con Dios no es así ni en la parábola ni en la realidad. Después de la Resurrección, Jesús pregunta a Pedro si le ama, le perdona y le restituye en dignidad de Primado de los Apóstoles y de la Iglesia: “apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”. En la parábola el padre, que representa a Dios, manda vestir al culpable arrepentido con las insignias de hijo del Señor y celebran un banquete porque este hijo “estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”.

2.- Hay en la parábola un detalle que no quisiera pasar por alto. El padre acoge al hijo menor, pero también al mayor. A este le pide ante todo la reconciliación con su hermano. ¿Cómo podría el padre sentirse satisfecho mientras los hermanos están peleados? Hoy vivimos en un ambiente enormemente crispado. La crisis que nos atenaza nos está conduciendo a un enfrentamiento mutuo, en el que cada uno señala a su hermano como culpable para encubrir sus propios defectos. La violencia es fruto de haber perdido el “sentido del padre” y esto hoy parece que se ensalza como medio de autojustificación y autorrealización. De ahí que sin la originalidad y mediación del padre, ¿tiene sentido todavía que los hombres se llamen “hermanos” o que se invoque la “fraternidad” universal?

La anulación de la transcendencia del Amor, que tiene como fuente a Dios, acarrea la manipulación más profunda de la persona. Por eso reclamamos la defensa del auténtico amor que se hace presente en cada persona, en su dignidad humana y comunitaria; que las leyes defiendan la vida en todas sus facetas a fin de que la justicia reine como la mejor defensa de los derechos humanos. En la cuna de Javier nos gustaría alzar la voz para insistir que todos unidos en el amor a Dios, seamos capaces de hacer de nuestra sociedad un escenario más habitable y más fecundo, más humano y más feliz: un hogar de familia donde nadie se sienta rechazado o marginado.

Hoy, queridos hermanos, es la fiesta del perdón, es la fiesta del amor. Hoy la Eucaristía que estamos celebrando tiene estos tintes emocionantes de restablecer la alianza que de alguna manera habíamos roto con Dios por el pecado y con nuestros hermanos por exceso de egoísmo.

Esta fiesta del perdón, esta Eucaristía tiene un matiz eclesial importante. En estos días de sede vacante nos sentimos especialmente unidos a todos los fieles de la Iglesia que invocamos al Espíritu Santo para que nos envíe pronto un sucesor de Pedro según el corazón de Cristo. Estamos un poco apenados, pero no nos sentimos huérfanos porque sigue actuando el Espíritu Santo y tenemos la firme esperanza de que pronto llegará el nuevo obispo de Roma, el nuevo representante del “Dulce Cristo en la tierra” (Santa Catalina de Siena). Por él rezamos ya, aunque no lo conocemos todavía y a él le prestamos rendido homenaje y obediencia.

¡Fiesta eclesial es esta Javierada! Y por si fuera poco, tenemos junto a nosotros el Relicario de S. Juan de Ávila, egregio doctor de la Iglesia. Cuando el Papa Benedicto XVI se refería a este acontecimiento del doctorado de S. Juan de Ávila, pronunció unas palabras muy adecuadas al momento que estamos celebrando: “La Iglesia existe para evangelizar. Fieles al mandato del Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por el mundo entero para anunciar la Buena Noticia, fundando por todas partes las comunidades cristianas. En determinados periodos históricos, la divina Providencia ha suscitado un renovado dinamismo de la actividad evangelizadora de la Iglesia. Basta pensar en la evangelización de los pueblos de África, Asía y Oceanía (aquí podría encuadrarse nuestro Francisco de Javier, gran evangelizador de Asia). Sobre este trasfondo dinámico, continuó el Papa, me agrada mirar también a las dos figuras luminosas que acabo de proclamar Doctores de la Iglesia: S. Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen” (Homilia al comienzo del Sínodo de la Nueva Evangelización, 7-X-2012).

A la nueva evangelización nos mueve San Juan de Ávila que recorrió las tierras del sur de España predicando incansablemente y dirigiendo espiritualmente a muchas almas. No le bastaba con predicar, buscó siempre hacer discípulos de Jesús, como reza el eslogan de nuestras javieradas de este año. Queridos peregrinos y queridos diocesanos que me escucháis por los medios de comunicación: Vivimos momentos importantes en la Iglesia. Rezad por la Iglesia, rezad por el nuevo Sumo Pontífice. Pedid a la Virgen, Madre de la Iglesia, que sepamos aprovechar este año de la fe, que vivamos más unidos entre nosotros y más decididos a seguir de cerca el ejemplo misionero de Juan de Avila y de nuestro querido Francisco Javier.

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