Homilía del Arzobispo en la primera Javierada

DSC02388Queridos hermanos: Mis primeras palabras son un año más de saludo afectuoso y de felicitación por el esfuerzo que habéis hecho esta mañana para llegar al Castillo de Javier y por el amor a Dios que demostráis.

La figura de Jesús caminando por el desierto y tentado por el diablo es tan impresionante que aparece recogida en los tres evangelios sinópticos, señal de que debió impactar a los primeros cristianos. A nosotros también nos impresiona la soledad de Jesús durante cuarenta días en el desierto. Nos evoca en primer lugar, los cuarenta días que pasó Moisés ayunando en el Sinaí antes de recibir la palabra de Dios, las tablas de la Alianza, los diez mandamientos, y los cuarenta años que pasaron los israelitas en el desierto antes de llegar a la tierra prometida, años de constantes tentaciones y también de especial intimidad con Dios.

Hoy conmemoramos esa estancia de Jesús en el desierto con la Cuaresma, que es tiempo de abrir las puertas del corazón a Jesucristo. El lema de estas Javieradas es: “Cristo conecta”, conecta con nosotros, con cada uno para comunicarnos algo concreto. Se nos pide nuestra conexión durante la cuaresma, una conexión más estrecha que la de internet. Encontraremos la palabra de Dios que es amable y exigente a la vez: “Ojala escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón” (Sal 95,8). Es una palabra, además, que nos abre nuevos horizontes como la que escucharon los discípulos y la que movió a Javier: “os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19).

Jesús siempre que habla nos llama a seguirle, bien a una vida de mayor entrega, de mayor intimidad en el camino sacerdotal o religioso, bien a un cambio de vida más coherente con la fe en medio de este mundo. Si conectamos con Jesús, encontraremos también a nuestros hermanos que están como nosotros conectados en fraternidad y, muy especialmente, a los pobres, a los más necesitados, con los que Jesús mantiene una conexión muy directa.

El desierto es como lo sabéis todos los que lo habéis pisado o lo habéis visto en las películas o en los reportajes, un lugar seco, áspero, incómodo para vivir, porque al no haber agua tampoco hay apenas flora ni fauna, no hay vida. En el Medio Oriente se consideraba un lugar de muerte y de castigo en contraste frontal con los oasis que esporádicamente brotaban. Hoy la liturgia nos presenta en la primera lectura el paraíso, maravilloso vergel, donde Dios colocó al hombre para que lo trabajara. Sólo después del pecado el Señor expulsó al hombre de aquel precioso jardín y lo arrojó fuera, donde nunca más podrá disfrutarse de la frondosidad perdida. Si el hombre pasó del gozo a la desgracia Jesús recorre el camino opuesto: del desierto nos conducirá de nuevo al Paraíso donde la alegría y el gozo será eterno. El desierto, por ser lugar de soledad, es también ocasión para reflexionar sobre lo más esencial del hombre, sobre su propia identidad, sobre la finalidad de la vida y, de un modo especial, sobre la relación con Dios. Jesucristo voluntariamente quiso someterse a las mismas vicisitudes que nosotros, a las tentaciones para enseñarnos el modo de superarlas: “Habría podido apartar al diablo de sí, comenta S.Agustín, pero si no hubiera sido tentado, no te ofrecería la enseñanza de vencer en la tentación” (Enarraciones sobre el salmo 60). En las tentaciones de Jesús lo fundamental es la duda sobre su propia identidad, y así todas ellas comienzan del mismo modo: “Si eres Hijo de Dios…” Jesús no va a desvelar abiertamente su condición divina, pero tampoco va a aceptar tal planteamiento. A nosotros nos ocurre lo mismo: “si eres cristiano…, si eres hijo de Dios, si tienes verdadera fe…” Es un reto a nuestras convicciones más íntimas, un desafío personal a demostrar nuestra identidad de cristianos. No hemos de temer la tentación, porque en nuestra pelea contra el mal, el Señor mismo pelea con nosotros.

Las tentaciones de Jesús van también encaminadas a utilizar a Dios en provecho propio: convertir la piedra en pan para satisfacer el hambre, tirarse desde el alero del templo para satisfacer el prestigio personal, arrodillarse ante el diablo para satisfacer las ansias del poder. En definitiva buscar el propio provecho sirviéndose de los dones de Dios, pero al margen de Él, como si Dios no existiera. Al contemplar esta escena debemos preguntarnos: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo? ¿Busco seriamente a Dios o me sirvo de Él para mi propio beneficio? A los que asistís a esta Javierada se os propone tomar partido por Jesucristo con decisión, sin miedo, sin tibieza. La gente de nuestro tiempo, los jóvenes amigos vuestros esperan de vosotros un gesto de radical generosidad. San Francisco Javier tuvo al Señor como centro y motor de su vida y esto le dio suficiente fuerza y coraje para predicar hasta la extenuación sin olvidar su obligación de denunciar las injusticias. Recordamos muy bien el texto impresionante de su carta desde la India a sus compañeros de Roma: «Es tanta la multitud de los que se convierten a la fe de Cristo en estas partes, en esta tierra donde ando, que muchas veces me parece tener cansados los brazos de bautizar, y no poder hablar de tantas veces de decir Credo y mandamientos en su lengua de ellos y las otras oraciones». Pero tanta actividad misionera no le impidió dirigirse al rey portugués condenando «las injusticias y vejaciones que les imponen los propios oficiales de Vuestra Majestad a los pobladores de las Indias».

Vosotros, queridos jóvenes, tendréis la tentación de acomodaros al ambiente secularizado y hedonista que nos rodea. A veces me decís: no es fácil ser fieles al querer de Dios, buscar espacios a la oración y de silencio interior; no es fácil oponerse a opciones que muchos consideran obvias, como la promiscuidad o el alcohol o las drogas. Es verdad; la tentación de dejar de lado la fe está siempre presente, pero mirad a Jesús; por amor ha vencido al demonio. Y nosotros también superaremos todas las insidias y dificultades. Sed fuertes, sed valientes. Quiero haceros una última reflexión a propósito de la enseñanza de San Pablo en la Carta a los Romanos: «si el delito de uno (de Adán) trajo la condena a todos, también la justicia de uno (Jesucristo) traerá la justificación y la vida». Los méritos de Jesús superan con creces los deméritos de Adán. Qué grande es el amor del Señor que superó con creces el odio que supone el pecado. Nosotros, imitando el comportamiento de Jesús también conseguiremos que el bien supere al mal.

El Papa Francisco nos ha propuesto para esta Cuaresma aprender de Jesús que “siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza”, y nos invita a salir de nosotros mismos, dejar a un lado nuestra comodidad para ir al encuentro de aquellos que nos necesitan, para compartir el tesoro que se nos ha confiado, para dar esperanza a tantos hermanos nuestros sumidos en el vacío. Esta es la pobreza que nos pide. Nos ha recordado, y hoy os lo repito a vosotros: que la Cuaresma «es un tiempo adecuado para despojarse; y, por tanto, nos hará bien preguntarnos de que cosas podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza». Es un programa exigente; no olvidéis, nos dice, “que la verdadera pobreza duele”. María, la madre de Jesús y madre nuestra, vivió siempre desprendida de todo lo que la podía atar para dedicarse en exclusiva al Señor: “se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”. Que Ella nos acompañe como Madre y nos fortalezca.

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