Homilía del Arzobispo en S. Juan de Ávila

Saint_John_of_ÁvilaLa figura de San Juan de Ávila vuelve a reunirnos para dar gracias a Dios por la fidelidad de nuestros hermanos que celebran sus bodas de oro y de plata sacerdotales. Les felicitamos junto con su familia y nos unimos a su alegría. Además este año tenemos un motivo más y no pequeño de júbilo y de agradecimiento a Dios: la presencia de D. Fernando que ha querido unirse a nosotros en esta fecha tan señalada para nuestro presbiterio. Muchas gracias, D. Fernando, y sepa que desde el primer momento nos hemos unido a sus sentimientos de comunión con toda la Iglesia y de agradecimiento al Señor al haber sido designado Cardenal de la Santa Iglesia Católica.

La primera lectura, que recoge la conversión de San Pablo, resume en una frase lapidaria de Ananías la personalidad del Apóstol: “ese hombre es un instrumento elegido por mí (por Jesucristo) para dar a conocer mi nombre a pueblos y reyes” (Act 9, 15). La elección como instrumento y la misión de proclamar el nombre de Cristo son las características de Pablo y de todos los que vendrán tras él. San Juan Crisóstomo al comentar este texto de los Hechos escribe: “Así, desde que comenzó a ser instrumento elegido y fue purificado plenamente, el don del Espíritu lo invadió. Por eso, en nosotros ha hecho brotar estos ríos maravillosos, no como las fuentes del paraíso, que eran solo cuatro, sino mucho más numerosas y que fluyen todo los días: no es la tierra la que riegan sino las almas de los hombres, estimulándolos a dar frutos de virtud” (Elogio del Santo Apóstol Pablo, Homilía I). La elección divina va unida necesariamente a la infusión del Espíritu Santo que transforma profundamente la persona del apóstol. Salvando las distancias, San Juan de Ávila también fue instrumento en manos de Dios para ser apóstol de Andalucía y apóstol del clero español. De San Pablo dice en otra homilía el Crisóstomo que “lo más importante para él era gozar del amor de Cristo; con esto se consideraba el más dichoso de todos, sin esto le era indiferente asociarse a los poderosos y a los príncipes. Prefería ser, con este amor, el último de todos, incluso del número de los condenados que formar parte, sin él, de los más encumbrados y honorables” (Elogio del Santo Apóstol Pablo, Homilía II). Es decir ser elegido por Dios y ser objeto de su amor van juntos. También San Juan de Ávila recoge la misma realidad en su Tratado del Amor de Dios: «Con el fuego principal de tu venida henchiste el mundo de tu amor, visitando la tierra embriagaste los corazones terrenos; embriaga nuestros corazones con ese vino, abrásalos con ese fuego». Todos los santos, todos los elegidos han sentido el calor del amor de Dios que les ha impulsado a entregarse a favor de sus hermanos. ¡Qué fácil nos resulta hoy reconocernos como sacerdotes de Jesucristo, elegidos como instrumentos de la salvación divina y enviados a dar a conocer el nombre de Cristo a todos los hombres! Por ser elegidos hemos recibido la infusión del Espíritu y somos objeto del amor divino. Al miraros a los que estáis en vuestro año jubilar, no dejo de sentir un gozo profundo y dar gracias a Dios. Y me acuerdo también de nuestros queridos sacerdotes ancianos y de los enfermos que no han podido estar físicamente presentes, pero sí lo están con su oración, su ejemplo y su comunión eclesial. ¡Qué fácil nos resulta llenarnos de alegría, de esa alegría profunda que el Papa Francisco definía como “alegría que nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y presuntuosos), alegría incorruptible y alegría misionera que irradia y atrae a todos, comenzando por los más lejanos” (Homilía Misa Crismal, 17-IV-2014). Queridos sacerdotes, hoy es un día de felicidad para nuestro presbiterio y para toda nuestra iglesia diocesana. Nos gustaría gritar a los cuatro vientos que vale la pena ser sacerdotes, que nuestra experiencia de muchos años avala la hermosa realidad de ser instrumentos para llevar al mundo entero el mensaje de Jesús, la realidad del amor divino a todos y a cada uno de los hombres, ser testigos de la Eucaristía. Nos dice el Señor “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,56), hemos escuchado en el Evangelio. La Eucaristía es misterio de amor y nosotros, sacerdotes, somos ministros de este maravilloso sacramento. Remedando el famoso dicho de H. de Lubac de que la Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, podemos decir que esa misma relación existe entra la Eucaristía y el sacerdote: no pueden existir el uno sin la otra. En ningún momento el sacerdote tiene mayor servicio ministerial que cuando está en el altar, cuando celebra la Eucaristía. Me alegra comprobar con cuánto esmero preparáis y celebráis la eucaristía dominical. No hace mucho me decía un sacerdote que en la homilía de las primeras comuniones solía decirles a los niños que no debían ser caprichosos ni impertinentes con sus padres. Únicamente estaban autorizados a ser impertinentes para pedirles que les llevaran a la Eucaristía dominical. Por mi parte, a fuer de ser impertinente, os animo a que no dejéis de celebrar la Eucaristía diaria, ni cuando la exigencia parroquial podría permitirlo ni tampoco en vacaciones. Es el momento más íntimo y profundo que tenemos con Jesucristo y sin duda el momento de pastoral más eficaz. Sin el Pastor ¿cómo podemos servir a la grey encomendada? El sacerdote es para la Eucaristía y, sin ella, perdería su razón de ser. La celebración diaria se basa como dice la Evangelii gaudium que “en analogía con la memoria de Israel, Jesús nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua” (EG 13). En la Eucaristía, además, hacemos patente la comunión con Jesucristo que se nos da como alimento y como bebida, la comunión con toda la Iglesia en cuyo seno celebramos, y la comunión con nuestros hermanos sacerdotes que proclaman la misma Palabra de Dios y participan de la misma mesa eucarística.

Un último pensamiento que me sugiere el final del discurso del pan de vida que venimos proclamando estos días. Ante la deserción de algunos discípulos Pedro confiesa con audacia su decisión: “¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). También nosotros en la fiesta de San Juan de Ávila renovamos la decisión de seguir a Jesucristo a pesar de nuestras deficiencias. Sabemos, y nos lo ha recordado el Papa Francisco, que es preferible “una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG 49). Es tiempo de salir de nosotros mismos, de nuestras comodidades y de nuestros derechos adquiridos para entregarnos con todo empeño a seguir los pasos de Jesús, y a buscar a los cristianos un poco desencantados o desilusionados. Con vosotros me uno para hacer de nuestra diócesis una iglesia renovada y evangelizadora, como siempre lo ha querido ser. A la Virgen, madre de la Iglesia y madre de los sacerdotes la ponemos como intercesora de nuestros afanes sacerdotales; a Ella, “mujer eucarística”, como la invocaba San Juan Pablo II, le pedimos que nos enseñe a ser “sacerdotes santos”, “sacerdotes de la Eucaristía”.

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