No es siniestro, ni cruel, ni inhumano pensar en la muerte y hablar de ella. Como el nacer, también el morir es la realidad más ordinaria, permanente y universal del ser humano. Para vivir sabiamente es conveniente traerla a la conciencia para que nos de la medida que relativiza nuestras decisiones y da sentido a nuestras acciones. Sin embargo asusta a muchos, creyentes y no creyentes, que quieren mirar para otro lado haciendo como si no existiera. Pero está siempre presente de forma implacable. Siempre y para todos, supone un trauma, una ruptura, una lucha con la vida que quiere perpetuarse.

Cuando la afrontan las personas de fe tienen una ventaja para recibirla con paz y serenidad porque la fe les dice que ese deseo de seguir viviendo se cumple en la otra vida siempre y cuando se ha sabido corresponder a la llamada de Dios cumpliendo los mandamientos. Dice el prefacio de difuntos: “Para los que creemos en ti, Señor, la vida no termina, se transforma”. Sin embargo, para los que no creen, la muerte es un escándalo, “toda imaginación fracasa ante el enigma de la muerte” (GS 18). ¡Qué decepción, qué fracaso, incluso qué injusticia sería si toda la vida no ha servido para nada y no hay esperanza! ¿Qué sentido tendría entonces el amor, la amistad, la bondad, la alegría, los trabajos, sufrimientos, sacrificios…?

La fe cristiana nos anuncia la victoria definitiva sobre la muerte. Casi son un desafío, un desprecio y una afirmación sin respeto a la muerte las palabras de San Pablo. “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?… Dios nos da la victoria por Nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 15.55). La muerte ha sido vencida por la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Así se convierte en “pascua” (=paso) hacia el Padre que juzgará si hemos sido fieles a su Amor o hemos vivido a espaldas de él. Será el momento de aprobarnos o suspendernos. Su misericordia va precedida de la Justicia, de la Verdad y del Amor. Pensemos en el Juicio final (Mt 25, 31-46) o en el rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31) o en la parábola de la cizaña y el trigo (Mt 13, 24-30). Dios nunca condena, somos nosotros los responsables para bien o para mal, como nos muestra él mismo en el Juicio final.

Basta contemplar cómo se han enfrentado los santos, los modelos de fe, a la muerte. Santa Teresa de Jesús lo dice en un precioso poema: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero… ¡Qué larga es esta vida, qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero”. Estas palabras no son ni de desesperación, ni desconsuelo, ni de queja, sino de amor, deseo y esperanza de estar donde Aquel a quien más quiere que es Jesús.

¿Qué es la muerte para el cristiano?, lo dicen bien claro los epitafios que aparecen en los enterramientos de las catacumbas de los mártires de Roma: “Ésta es nuestra vida”, “Durmió en el Señor”, “Vive en el Señor”, “Nacido de nuevo”. Son los que morían amando y perdonando y decían al verdugo: “Acelera mi encuentro con Cristo”. Celebramos la fiesta de los santos no en el día que nacieron para esta vida, sino en el día en que murieron y nacieron para la Vida Eterna. Por eso las exequias cristianas son celebraciones con un carácter festivo y pascual. No se celebra la muerte sino la vida nueva.

La sociedad moderna oculta la gravedad de la enfermedad y la muerte. Es un error doctrinal, pastoral y pedagógico la llamada “conspiración del silencio”. El enfermo se suele dar cuenta del engaño y es él mismo el que rompe esas falsas precauciones diciendo la verdad y pide hacer un testamento vital. La Conferencia Episcopal Española ofrece un modelo, que es fruto de la actitud de fe del cristiano ante la muerte. Va dirigido “a mi familia, a mi médico, a mi sacerdote, a mi notario… Sé que la muerte es inevitable y pone fin a mi existencia terrena, pero desde la fe creo que me abre el camino a la vida que no se acaba, junto a Dios… Deseo poder prepararme para este acontecimiento final de mi existencia, en paz, con la compañía de mis seres queridos y el consuelo de mi fe cristiana”. En estas palabras hay confianza, serenidad, paz, esperanza, que ayudan al enfermo y a los familiares. Es la mejor preparación para morir en el Señor (Cf. Ap 14,13). n

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